El ruido del camión de la basura le hace saber que tiene que
levantarse en diez minutos. Da un manotazo al despertador para desactivarlo
antes de que suene la alarma. No la necesita porque lleva despierto un buen
rato, quizá desde las tres o las tres y media. Es jueves, está feliz de que sea
jueves. Josean se siente como un niño.
Debe estar lloviendo porque los neumáticos de los coches
emiten ese sonido burbujeante que produce
el agua que salta bajo la presión de las ruedas. Es otoño tardío, casi invierno,
y los días son grises, ventosos y húmedos, las hojas cubren las aceras y los
fresnos están tan desnudos que dan lástima. Hasta este año nunca le habían
gustado las estaciones frías, él es hombre de verano, de olor a salitre, de
árboles floridos, de escaparse a la playa por la tarde cuando ha cerrado la
tienda hacia las cinco, a refrescarse un poco en el mar, hombre de atardeceres
largos. Aunque, si es sincero consigo mismo, hace mil años que no se acerca al
mar porque ir solo le aburre. O quizá sea que le dan envidia las parejas
jóvenes que se dan loción el uno al otro o que caminan de la mano por la
orilla. Le llega un cierto sentimiento de tristeza, de añoranza, de nostalgia, pero
se le pasa en un instante porque hoy es jueves. Jueves. Desde hace unas
semanas, los jueves son tan especiales.
Permanece tumbado boca arriba. Gira su cabeza para mirar a
Nekane, su mujer. Le da la espalda y respira con cierta agitación. Quizá ella esté
soñando con un viaje, con una cuita, con otro hombre. Lo cierto es que le da
igual. No recuerda ya cuándo fue la última vez que la despertó, en noches como
esta, abrazándola por detrás, fuerte, llevando sus manos a los pechos y
jugueteando con la lengua en su cuello hasta que ella despertaba y le respondía
con sus labios. Luego, se cansaron, lo habían hecho demasiadas veces, todas
iguales. El matrimonio es lo que tiene, que, sobre todo, aburre.
Un breve destello anaranjado ilumina la ventana a la vez que
se escucha un breve aullido de sirena. Será una ambulancia. Ocurre a menudo. Habrá
encontrado un obstáculo, quizá el automóvil de un trasnochador que regresa a
casa como una tortuga, y le habrá hecho apartarse con el sonido. El hospital
público está cerca y, aunque se puede llegar por la autovía hasta su misma
puerta, muchas veces las emergencias prefieren cruzar la calle para evitar los
atascos o las obras nocturnas que todo lo bloquean. Además, a ellos no les
ponen multas porque se supone que llevan a alguien que precisa atención médica
inmediata. Un perro ladra a lo lejos, se habrá asustado al escuchar la
ambulancia.
Tiene ganas de levantarse ya. Otro día cualquiera, el lunes
o el martes o el miércoles se haría el remolón en la cama, se daría media vuelta
e intentaría dormir, quizá tomaría la pequeña radio de la mesilla y escucharía
alguna emisora por los auriculares. Pero hoy es jueves y está deseando
levantarse. Finalmente, lo hace. Se afeita con meticulosidad como cuando de
joven se preparaba para una noche de caricias. En la cocina calienta un poco de
café y se prepara una tostada con mantequilla y mermelada de albaricoque. No se
sienta, come de pie, frente al mármol de la encimera. Piensa en el día que le
espera y, sin percatarse de ello, una sonrisa le ilumina el rostro. Se viste en
silencio en la habitación, intentando no despertar a Nekane que se ha dado la
vuelta. Mira por la ventana y comprueba que llueve bastante. Coge las llaves de
la furgoneta, una Ford Transit de segunda mano, y sale cerrando la puerta con
cuidado. Baja a la calle, se levanta el cuello de la gabardina y camina a buen
paso hasta donde ha aparcado el vehículo. Tiene una hora hasta la lonja y debe
estar allá antes de las seis, puntual, porque hoy es jueves y necesita las
mejores piezas.
La pescadería que regenta está en la calle Requena. Su padre
la inauguró cuando era todavía niño y él continuó con el negocio una vez que su
ilusión de estudiar mecánica se desvaneció con los cinco suspensos que cosechó
en el primer trimestre. Ganaba un jornal bueno en la pescadería y tenía la edad
para gastarlo con novietas y amigos. Su padre pronto comprobó que podía confiar
en él y, tras un tiempo en el que le delegó las tareas más ingratas como
madrugar para ir a las pujas en la lonja, limpiar las entrañas de las
pescadillas o limpiar la tienda por las tardes, le dejó tratar con los clientes
y manejar sólo el negocio. El caso es que llegó a dominar el oficio y, cuando
su padre murió de un infarto, todo resultó tan natural que ni los propios
clientes notaron la diferencia. Él ya estaba allí desde siempre a los ojos de
todos, a sus propios ojos.
-
¿Qué tal pescado tenemos hoy? – pregunta una
clienta prematuramente avejentada, algo entrada en carnes, sonriente.
-
La lubina está estupenda- responde Josean
mientras usa el cuchillo con habilidad para limpiar unas anchoas.
-
Pero vaya precio – responde la mujer- tienes que
estar forrado, Josean.
-
¡Ahí le ha dado señora!- grita él con simpatía –
También la dorada viene muy rica hoy. Recién bajada de los bous la he cogido.
-
Bueno, por ser tú, ponme un par de lubinas que
hoy tengo familia a comer.
Se le está haciendo larga la mañana. Siempre ocurre así los
jueves desde el verano. Sabe que llegará hacia la una, poco antes de la pausa
del mediodía, porque es bastante metódica pero aun así siempre le inunda la
inquietud por si no aparece, por si no
la ve, como ocurrió una semana de
septiembre. Se quedó bien fastidiado, discutió con todo el mundo aquel día y
sólo él supo la razón de su irritabilidad. Es consciente de que está soñando,
que ya no tiene edad para esas cosas, pero no puede evitarlo.
Se llama Edurne. Por Cristo que jamás se lo ha preguntado
pero un pescadero puede enterarse de cualquier cosa con relativa facilidad.
-
Este rodaballo está de muerte – le había tendido
un día una trampa a una de sus clientas. Era junio, eso lo recordaba-, llévelo
y me dará la razón. Mire, precisamente, hace un momento otra clienta se ha
llevado tres buenas rodajas. No sé cómo se llama, una chica morena que se ha
mudado hace poco al barrio, mediana edad...
-
¡Ah! Sí, la Edurne- le había contestado la
otra-, sí, su marido trabaja en la fábrica de moldes, debe ser ingeniero o algo
así. La cosa es que se han mudado desde Irún.
- Ella trabaja en alguna oficina del centro-
terció otra-, creo que en la Mutua o algo de seguros. Es bastante reservada,
apenas habla con los vecinos de la torre.
- Pero, mira, ambos con trabajo. Suerte tienen los
condenados, con todo el paro que hay.- contesta la otra.
-
Y que lo digas. Sin embargo, mi Juanra, ahí lo
tienes, sin dar palo al agua, diez entrevistas ha hecho para nada. Harta estoy
de verlo en casa.
-
Está muy “achuchao” todo. - la mujer baja la cabeza pensativa.
-
¿Y dices que son de Irún?
-
Eso he oído. Además deben estar emparentados con
los Urquiza, los del bar de la esquina.
-
No me digas, ¿en serio? Yo conozco mucho a Ana…
Él se hacía el loco, fingiendo centrar su atención en los
peces pero, cuando las mujeres salieron con su comandas completadas, Josean
conocía ya los datos básicos. Edurne, cuarenta y tantos– unos días después supo
que eran cuarenta y tres y que cumplía los años en marzo, como él-, casada con
un técnico, un tal Pedro Mari, sin hijos, efectivamente de Irún, administrativa
en Seguros Abadía, aficionada al cine porque, como le aseguraron, va todos los
sábados a la sesión de las cuatro en el centro comercial. No hizo falta que le
contaran lo preciosa que era, el cómo le embobaba mirarla, lo profundo de sus
pupilas castañas, la silueta ovalada y delicada de su rostro, la dulzura de su
nariz, la hermosura de sus manos, el deleite del aroma de su cabello que, por
milagro, llegaba hasta él cuando venía a comprar pescado, incluso por encima
del apestoso olor de los peces. El primer día que la vio, un jueves, ya se dio
cuenta de lo especial que era o, al menos, de lo especial que le resultó. Por
supuesto, no le dijo nada inusual, ni se le ocurría el poder hacerlo. Pero le
gustó la manera educada en que preguntó por las piezas y por los precios, la
forma en que le dio las gracias cuando se marchó. Poco más sucedió aquel día,
se olvidó de ella por completo al cabo de unos minutos. Pero Edurne regresó el
siguiente jueves, y el siguiente y el siguiente. Para agosto, la recordaba cada día, en septiembre vivía
para los jueves, en octubre era lo único en que podía pensar. Joder, se había
enamorado como un chiquillo. Increíble a su edad, como un gilipollas.
Las conversaciones entre ellos se han limitado a lo justo y
necesario para realizar la venta. Que qué pescado viene bueno hoy, que límpiemelo
bien- se trataban de usted-, que resérveme unos besugos para el jueves que
tengo visita, que vaya frío que hace hoy. Tiene la voz delicada, agradable, con
un timbre que le resulta tierno y cercano. Él sabe que, cuando la tiene
enfrente, se atribula, las palabras se le atragantan y la simpatía natural
que despliega con otras clientas se evapora. Le resulta increíble que, con
tan pocos mimbres, su corazón esté tejiendo un cesto tan fuerte. Algunas
palabras, algunos cotilleos, sus ojos, su sonrisa, su expresión de ángel que
necesita un abrazo. Parece suficiente. Tiene que ser suficiente. Quizá sean
diez minutos cada jueves. Él intenta alargarlos, ralentizar el servicio a
las clientas que tienen los turnos antes que ella para que esté más tiempo
allá, para verla un poco más, para prolongar la dicha. Tiene que ser suficiente
con eso. Ya lo es. Los jueves son tan especiales.
Diez minutos pasan de la una cuando entra. Hace lo de
siempre, filetea el lenguado que le ha pedido con esmero y lo limpia con tanta precisión
que es imposible que ninguna raspa haya quedado entre la carne. Lo envuelve
con cuidado y, con disimulo, mete en el paquete unas buenas rodajas de
merluza, de la mejor que ha encontrado en la lonja, recién pescada, sin
golpe alguno, de anzuelo, perfecta.
-
Aquí tiene- le sonríe sin saber si ella
entenderá alguna vez todo lo que aquella sonrisa contiene.
-
Gracias. ¿Cuánto le debo?
- Doce euros – contesta él, sabiendo que en
realidad deberían ser casi cuarenta.
- Tiene buenos precios usted. Vendré más – le responde
ella con amabilidad y a él le da un vuelco el corazón sabiendo que volverá un
jueves tras otro.
-
Gracias.
- Por cierto- ella se detiene cuando ya empezaba a
marcharse-, el jueves pasado me encontré un poco de merluza en el paquete…
- Regalo de la casa para los buenos clientes. Algo
habitual- contesta él, mintiendo.
-
Pues… - ella se quedó un tanto cortada - …
muchísimas gracias. Lo cierto es que estaba deliciosa. Hasta otra.
Se gira y sale. La ve detenerse un instante en la puerta
mientras abre el paraguas. La persigue con la mirada mientras se aleja por
la calle. Hasta el jueves, preciosa, hasta el jueves, amor mío, no faltes, piensa.
- Pues a mí no me regalas nada – una joven desgarbada,
clienta habitual, le mira con cara de pocos amigos.
Me ha gustado mucho. Enhorabuena
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