Natalia se quedó un tanto sorprendida cuando Agustín la
invitó a merendar chocolate con bollos en La Casa del Conde,
la cafetería de moda en la ciudad. Las heridas no estaban del todo cerradas a
pesar de los tres años transcurridos y, aunque hacía ya tiempo que no le
quitaba el sueño, sintió cierta inquietud al recibir la llamada. No supo, o no
quiso, decir que no, de modo que a las seis estaban ambos sentados en la
terraza. La primavera acababa de empezar pero lo había hecho con fuerza. Los
tilos se apresuraban a poblarse de hojas y los gorriones disfrutaban del cálido
sol.
-
¿Entonces, me harás el favor? – preguntó él.
-
No sé, me parece tan raro. No quiero meterme
donde no me llaman – ella bajó la vista y jugueteó con la cucharilla en la taza
ya vacía.
-
Es muy importante para mí. Sé que no estás
obligada a ello pero no sé a quién más dirigirme. Al fin y al cabo, tú eres la
persona que más cercana a mí ha estado nunca.
-
De poco sirvió- ahora, sí le miró a los ojos
pero él no le sostuvo la mirada.
-
Lo sé, pero lo pasado, pasado está. Creía que, a
pesar de todo, manteníamos una amistad.
-
Sí, eso siempre lo tendrás por mi parte.
- Y no quiero abusar de tu amistad pero realmente
lo necesito – dijo él.
A Natalia le vinieron a la mente fugaces memorias de los
buenos tiempos. Se habían conocido en Gerona, en unas vacaciones, y se atrajeron
casi desde el primer momento. No era sólo que Agustín le parecía muy atractivo
sino que, además, tenía una conversación inteligente, era atento y seguro de sí
mismo. Siempre le encantó, y aún le encantaba- le miró fijamente por unos
segundos- ese aspecto de soñador perdido y desvalido. Tardó un año en
percatarse de que no era ni soñador ni desvalido y que, en realidad, no estaba
enamorado de ella como ella lo estaba de él. Sí, en el sexo funcionaban bien
pero fuera de la cama tenían pocas aficiones comunes. Él, como le repetía,
tenía otra vida, no quería dejar de ver a sus amigos, de hacer todo eso que
siempre había deseado, de cumplir sus sueños. Para Natalia, el saber que ella
no estaba en aquellos sueños, era un dolor que le carcomía. Aguantaron un año
más, estirando el placer de la cama y el qué dirán hasta que lo dejaron de
mutuo acuerdo, sin estridencias, porque ella se aseguró que Agustín nunca viese
las lágrimas que vertió a solas por las noches. Lo había superado. O casi. Ya
no le dolía en absoluto el haber roto con él pero todavía sentía que se había
frustrado el poder amar. Ahora, se resistía a cualquier nueva relación y
cualquier chico que se le acercaba cargaba con lo que le ocurrió con él. Era
injusto para ellos y para ella, pero no lo podía evitar.
-
Serán sólo seis o siete meses- insistió él.
-
Eres retorcido, joder. ¿A quién se le ocurre
pedir algo así?
-
¿Por qué? - contestó él con un asombro tan infantil como increíble.
-
¿Por qué? Me estás tomando el pelo, ¿no? Me pides
que engañemos a tu novia y te quedas tan tranquilo. A veces, parece que estás
chiflado de remate.
-
No es engañar. Al contrario, lo que quiero es que
nos demos una posibilidad. Los últimos meses no han sido perfectos…
-
¡Qué raro!- interrumpió Natalia.
-
… vale, vale… pero no puedo cambiar. A pesar de
eso, creo que con Blanca tengo un futuro y quiero esforzarme en conseguirlo. Pero
si ahora le digo que me voy un año a navegar, se irá todo a pique.
-
Nunca mejor dicho.
- Exacto, nunca mejor dicho. Tú sabes que siempre me ha
hecho mucha ilusión navegar. Era un sueño pero ahora puedo convertirlo en
realidad.
Mientras comían los bollos de mantequilla con el chocolate,
Agustín le había contado a Natalia el motivo de su petición. Tras su ruptura, de
eso ya tres años antes, hacía ocho meses que salía con Blanca y le dijo que estaba
enamorado de ella, al menos hasta donde él sabía enamorarse. Como siempre le
había sucedido, su pareja le pedía más atención, más estar juntos, pero él
necesitaba mantener su vida, disfrutar de sus aficiones y de su espacio. Ahora,
por mediación de una carambola imprevista, tenía la oportunidad de efectuar un
viaje alrededor del mundo en velero. Una goleta de dos palos, a la antigua
usanza, subiéndose a los mástiles y navegando con ayuda de la brújula y el
sextante. Era una aventura que no quería perderse, el cuerpo le pedía ir,
estaba ilusionado, eufórico de poder surcar los océanos, de ver mundo. El único
pero era que el viaje precisaría seis o siete meses, dependiendo de los
temporales, las necesarias reparaciones en puertos o los avatares que pudieran
suceder. Seis o siete meses casi aislado porque en la goleta no habría conexión
por satélite para usar el correo electrónico ni estaría autorizado utilizar la
radio para cuitas personales. Seis o siete meses en que debería dejar de lado,
casi por completo, a Blanca. Estaba convencido de que ella no lo soportaría y
que el marcharse así rompería la frágil relación.
-
Blanca no tiene por qué saber que estaré
aislado. Si mantengo un contacto frecuente con ella, aunque sea por correo
electrónico, al regresar volveremos a unirnos.
-
¿Y si no vas? Si te importa tanto, no vayas.
-
Sería como encerrarme. No puedo, Natalia. No
puedo y no quiero.
-
¿Entonces, qué quieres? Ya eres mayorcito para
tomar las decisiones correctas- le dijo, aunque en su interior dudaba que
Agustín hubiera salido nunca de la adolescencia.
-
Sólo te pido que le mandes e-mails cada dos o
tres días, que me suplantes, que finjas ser yo. Tú me conoces, sabes lo que
diría y lo que no diría. Si no puede escribirle yo mismo, te ruego que me hagas el favor
de escribir tú por mí.
-
Hablas en serio, ¿verdad?
-
Sí, por qué no. Si Blanca sabe que vamos a estar
en contacto aunque sea por correo, aceptará mejor mi ausencia, entenderá que es
un sueño que no puedo dejar de realizar, una oportunidad única.
-
Llévala contigo.
-
No way. Estrictamente
hombres. Reglas del patrón. Nada que pueda desatar fricciones.
-
¿Las mujeres crean fricciones?
-
No, las mujeres no. Pero las hormonas de los
hombres compitiendo por ellas, sí.
-
No lo veo, Agustín. Es una farsa burda y fea.
Sobre todo, para Blanca.
-
Nunca lo sabrá. Vale, es una mentira pero es una
mentira piadosa, que tiene un buen fin.
-
Y lo de las flores. Ahí te has pasado mil
pueblos.
-
Sí, eso también. Entiende que en los pocos
amarres que hagamos en puerto, no voy a dejar a los colegas de la
tripulación para ir a una floristería, sería el hazmerreir, amén de que no tengo ni puñetera idea de
si donde recalemos habrá Interflora. Es otra pequeña
mentira. Sólo te pido que cada mes, simulando que yo he llegado a algún puerto,
le mandes un ramo con una notita. Pago yo, por supuesto.
-
¡Hombre, sólo faltaría que tuviera que pagar yo!
– exclamó ella.
-
Mira, esta es su foto- a Natalia le temblaron
las manos al tomar el retrato de la que en el fondo consideraba su rival.
-
Es muy guapa.
-
¿Verdad que sí? Quédate con la foto, así sabrás
con quién te comunicas.
Días después, cuando se desvelaba, le daba vueltas a por qué
acabó diciendo que sí a toda aquella locura. Quizá fue por los ojos soñadores
que le pedían, como un perrito abandonado, que le ayudara. Quizá porque, aunque
se negaba a admitirlo ni lo sentía, todavía quedaran pavesas de amor en su
alma, quizá porque quería demostrarse a sí misma que no le guardaba rencor,
quizá lo hacía para conocer a la mujer que parecía atraer a su ex. Fuera por lo
que fuera, el hecho es que había cometido la insensatez de decir que sí.
Agustín le había dado una agenda de su previsible recorrido,
avisándola de que era sólo aproximado ya que las etapas reales dependerían del
capitán y de los océanos. Se aseguró que partían y no quiso saber las mentiras
que Agustín le habría contado a Blanca.
Fue un lunes, dos días después, cuando le envió el primer
correo electrónico a Blanca desde una cuenta gmail que
Agustín había abierto y del que le dio las contraseñas. Fue una nota sencilla,
diciendo que todo iba bien, que el mar estaba en calma y acabó con un te quiero
que le costó escribir más que otra cosa.
Blanca no tardó en contestar deseándole que tuviera buen
viaje, contándole lo que había hecho en el ministerio aquellos días,
asegurándole que le añoraba y diciéndole que le quería a pesar de todas sus
disputas, algo que por algún motivo que no supo discernir con claridad,
conmovió a Natalia.
Las primeras semanas pasaron así, con correos más o menos
circunstanciales y el consabido te quiero o te espero final. Natalia fue a la
biblioteca y pidió en préstamo dos libros de memorias de marinos que leyó rápido
para poder usar frases y palabras que sólo los navegantes usan. Aun sin
entenderlas bien y sin preocuparse de comprobar su significado en el
diccionario, llenó sus e-mails de pairos, de orzas, de peces pájaro, de
estribores y babores, de amarras y baupreses, de amuras y foques, mesanas y
sentinas.
Un mes después, cuando ya estimó que Agustín- del que no
sabía nada- estaría arribando a las Antillas, encargó las flores.
Querida Blanca, cariño
Estoy en Barbuda, nombre que te hará recordar historias de
piratas y amores desmesurados. Quiero que sepas que así te amo yo, con la
locura del mar que estoy surcando, con la pasión de un pirata capaz de mover
cielo y tierra por ti. Esta separación- que lo es menos por lo que nos
escribimos- me hace ver cuánto te quiero y te necesito. Faltan todavía muchos
meses de travesía, tenemos que bajar hasta Hornos y cruzar el Pacífico, rodear
la India y Sudáfrica pero ya sé, lo sé ahora, que mi amor crece cada día.
Te quiero
Unas horas después se arrepintió de haber mandado esa nota
con las rosas pero ya era tarde. No sabía por qué lo había hecho, por qué se
había pasado en el lenguaje, excesivamente poético, casi baboso, cursi, desde
luego nada que tuviese que ver con la personalidad de Agustín. Estaba
convencida de que había metido la pata hasta el fondo, de que Blanca se daría
cuenta del engaño, de que aquellas palabras amaneradas no podían nunca haber
salido de la pluma de él. Así que se quedó sorprendida cuando ella respondió
con un tierno y precioso e-mail. Al menos, hermoso para ella porque para aquel
hombre tan poco dado a la sensiblería podía resultar patético. Blanca le
contaba de sus dudas durante los pasados meses, de su lucha interior entre el
amor que sentía por él, un inusitado e injustificado amor que sospechaba no
podría acabar bien, y la realidad de sus acciones; de sus miedos, de sus
esperanzas, de la ilusión enorme que le había producido el recibir las rosas y
el sobre que las acompañaba. Que él se hubiera acordado de ella en las
Antillas, que hubiera sacado tiempo para buscar una floristería internacional,
le había llenado de alegría y de dulzura. Acababa con veinte te quieros.
Natalia se quedó mirando la pantalla del
laptop durante un buen rato, leyendo y releyendo las frases
que Blanca había escrito desde lo más hondo de su corazón. Sabía que había ido
demasiado lejos, que estaba engañando a aquella mujer, que le estaba dando
expectativas que nunca llegarían a buen fin, que no era eso lo que Agustín
quería ni a lo que se había comprometido.
Y, a pesar de ello, a pesar de la clara conciencia de estar
cometiendo un error, se sentó al teclado y escribió una bella carta de amor,
quizá las palabras que siempre quiso decirle a Agustín y que nunca se atrevió. O
puede que fuera un arrebato de aficionada a escritora de novela romántica, o el
anhelo de decir todo lo remilgado que un hombre no entendería pero que ella
sabía que otra mujer sí podría hacerlo. Escribió tres páginas sabiendo que todo
lo que decía era impensable en Agustín, que aquella necesidad de afecto, de
amor, de compartir piel y entrelazar piernas, de caricias y besos de mariposa,
hablaban de sus propias necesidades, no las de él.
Clareaba cuando le dio a Enviar. Clareaba
también cuando, en la madrugada siguiente, Blanca contestó con otro adjunto, un
“doc” aún más extenso donde abría su corazón, donde se congratulaba del viaje que le
estaba permitiendo conocer al auténtico Agustín, que le estaba enamorando como
nunca pudo pensar enamorarse.
Las semanas que siguieron parecieron un sueño en el que
Natalia no sabía distinguir bien entre la realidad y la ficción. Se había
metido tanto en su papel que ya no sólo buscaba cumplir con el encargo al que
se había comprometido sino que estaba creando, de la nada, como un dios que
toma aire y modela una criatura, un nuevo Agustín, el hombre del que le hubiera
gustado enamorarse, con las formas y sentimientos que ella hubiera querido encontrar
en él. Y Blanca, desde el otro lado de la red, contestaba con pasión, con
anhelo, con deseo, contándole sus más profundos pensamientos. Tanto que, para finales
de julio, casi cuatro meses después, ambas se conocían plenamente aunque Blanca
no supiera que Agustín no la conocía. No sólo se conocían en sus más íntimas ideas, se gustaban.
Compartían tantas cosas, un modelo del mundo, la misma forma de amar y sentir,
las mismas esperanzas y anhelos, que sus correos parecían surgir de una misma mente.
Entre tanto, los ramos de rosas con sus notas, habían llegado
de Sao Paulo, de las islas Marquesas, de Baikiri y de Sumatra. Natalia
relataba, simultáneamente, cómo era la travesía, inventaba tormentas que vencía
con el titánico esfuerzo de Agustín y el resto de los marineros, imaginaba delfines
saltando ante la proa de la goleta y describió con precisión un encuentro nocturno con una ballena
dormida, algo que había leído en un blog sobre regatas a vela. Le hablaba de
muchas noches sin dormir, tumbado en cubierta, mirando un cielo tan estrellado
que no podía imaginarse y de cómo, en cada lucero, veía los ojos de Blanca, le
contaba lo que ella siempre hubiera querido escuchar de él. Natalia miraba de tanto en
cuanto la fotografía de la otra mujer y buscaba algún rasgo, algún detalle que
luego le escribía que añoraba. Y Blanca, entusiasmada con el hecho de que, tras
tantos meses, aún la recordara con tanta precisión, respondía con el corazón
henchido de cariño.
Algunas noches se alteraba cuando Blanca le contaba a
Agustín, explícitamente, lo que le deseaba, lo que le haría, cómo esperaba
encontrarse pronto en una cama junto a él para no salir nunca. Y Natalia
contestaba con el mismo apasionamiento, con el mismo deseo, con la respuesta,
más emocional que física, que nunca tuvo de Agustín, con palabras que nunca
creyó que podría escribir, con una excitación que luego calmaba en solitario,
intentando ver por la ventana de su ático las mismas estrellas que él estaría
viendo en Ceilán, incluso sabiendo que era del todo imposible.
Justamente el último día de septiembre, Natalia estaba
sentada en la sala, con una copa de vino en la mesa y el periódico del día en
las manos, cuando sonó el teléfono.
- ¡Hola! Soy Agustín, he regresado – la voz era
inconfundible.
-
¡Vaya!- contestó ella, sin salir de su sorpresa-
¿Ha ido todo bien?
-
Ha sido maravilloso, maravilloso. El viaje de mi
vida. Y todo gracias a ti, sin ti no podría haberme embarcado.
-
Me alegro mucho.
-
Acabo de llamar a Blanca. No sé qué le has
escrito pero sea lo que sea, ha resultado. Me ha dicho que le he enviado los
correos más bonitos del mundo. Millones de gracias.
-
Se ha hecho lo que se ha podido- contestó
Natalia que sentía cómo se le encogía el estómago.
-
Eres una gran amiga. Te debo una y muy grande.
Muy grande. Dame unos días pero nos tenemos que ver. Nada de meriendas esta
vez, te invito a comer en Giulanos
-
Te han pagado bien- se rio-. En ese sitio te
cobran treinta euros sólo por saludarte.
-
Lo mereces. Nos vemos.
De pronto, Natalia se sintió sola, muy sola. Aquella locura
de los correos electrónicos, de los ramos de rosas, se había convertido en
parte de su vida, le había permitido expresarse, imaginar cómo sería ser amada
de veras, como poder amar del todo siendo correspondida, escribir y recibir
palabras tiernas, sentir sin sentir, anhelar, soñar.
Pero se había terminado. Una locura que terminaba en locura.
Nunca debió comenzar y ahora pensaba que nunca debía terminar.
Era ya noche cerrada. Apenas quedaban algunas ventanas
encendidas en el telón de fondo de las oscuras fachadas, apenas iluminadas por
las farolas del parque. La ciudad dormía. Ella debía hacerlo también pero
estaba desvelada.
Se sentó frente al ordenador y abrió el correo, sabiendo que
ya no debía enviar nada más, que de hacerlo daría al traste con todo el acuerdo
con Agustín. No escribiría más, no inventaría más un Agustín que no existía. No
recibiría nuevos mails de Blanca que, ahora, podría decirle lo que sentía a
aquel hombre a la cara.
Sonó un
cling. Un correo entrante. Miró sorprendida y vio que
era de Blanca. Se extrañó que enviara un correo a Agustín, ahora que este había
regresado. Probablemente, era alguno de esos e-mails que de tanto en cuanto
llegan con retraso por problemas con la red. Pulsó la tecla
enter y el texto del e-mail se mostró en pantalla.
Hola, Natalia.
Ahora que Agustín regresa, ya no hay que fingir más. Me ha
llamado hace un rato para decirme que está de vuelta. He estado a punto de
mandarle a la mierda pero no era el momento. Tiempo habrá. ¿De veras pensabas
que podías engañarme? Empezamos con esto de lo más soso, ¿recuerdas? Pero
pronto, por lo que sea, comenzamos a contamos tantas cosas. Ahora, te conozco
bien. Tú me conoces bien. Me encantas y espero encantarte. Él me había hablado
de ti, siempre bien. Lo que yo no sabía era que eras una mujer tan maravillosa.
He fingido todos estos meses para recibir tus correos, para poder hablarte,
para que me hablaras, para soñar cada noche. Y, ahora, cuando él me ha llamado,
he sentido pavor de no poder continuar con nuestros correos, con nuestras
confidencias, con esto que siento y me da tanto temor. Me ha dado tanto miedo
el perderte que aquí me tienes escribiendo este correo que no sé a dónde me conducirá.
Con amor, Blanca.
Natalia sonrió, acarició tontamente la pantalla con sus
dedos y escribió su respuesta.
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