Kossi se levanta temprano y eso, en el verano de Huelva, es
a las cinco de la mañana. No es que necesite despertar tan de mañana pero
prefiere estar de los primeros en la fila. Además, tampoco le apetece dormir
más. La chabola que comparte con otros siete compatriotas huele y la colchoneta
que le hace de cama no es cómoda, así que los sueños se le revuelven y las
memorias se le agolpan.
Mientras un sol bermellón se despereza sobre el horizonte de
las marismas, Kossi se sienta en la orilla y escucha cómo los graznidos quedos
de las gaviotas se entremezclan con la música de las olas que llegan hasta las
rocas del acantilado. Se fuerza a comer algo, un trozo de pan con algo de
aceite y alguna fruta. Sabe que el día será largo, que pasará sed y que deseará
sentarse muchas veces. Sabe que le esperan doce o catorce horas de playa. Mientras
saborea un pedazo de melón, piensa en su poblado del que ya se le han difuminado
los detalles, los aromas, los sonidos y los rostros. De lo único que se acuerda
bien es de la guerra, del día en que llegaron los soldados de Lamin King, uno
de los muchos señores que mandan sobre su provincia. Cuando escuchó el
traqueteo de las ametralladoras a apenas dos kilómetros de la aldea, supo qué
debía hacer. Su madre también lo sabía y le dio su bendición con la mirada. Se
trataba de huir o de ser reclutado por la fuerza en la guerrilla. Salió con lo
puesto y fueron tres años de esfuerzo hasta que una barcaza, en la que el agua
se colaba hasta los tobillos, lo dejó en un recóndito paraje de Europa. Tardó
una semana en saber que estaba cerca de Matalascañas y otros quince días en conseguir
dormir bajo techado.
Kossi se aleja unos pasos y orina junto a las rocas. Los
otros hombres comienzan a salir de la cabaña. Al fondo, las luces de Punta
Umbría ya se están apagando y el primer tráfico de la mañana comienza a rodar
por las calles. Kossi se dirige al lugar que todos saben, la policía también, y
nadie dice conocer. La tercera farola es la señal indistinguible que indica el
inicio de la fila. Ser el primero no asegura nada. Cuando Karlos llegue elegirá
a quién se le ponga en los mismísimos, pero siempre hay más opciones si se está
delante. Nadie sabe quién es Karlos, con ka, pero le respetan. No es un tipo
alto ni fuerte pero su rostro adusto, marcado por las viruelas y avejentado
prematuramente, les dice que no se anda con bromas. Lleva una cadena de oro al
cuello y eso debe ser porque tiene dinero. Y si no lo tiene, tanto da. Lo que
tiene es un negocio y ofrece trabajo. Es lo que cuenta.
Para cuando llega la hora, las nueve, la fila es ya de
cincuenta o sesenta jóvenes negros que se apoyan sobre el muro del almacén.
Kossi es el segundo de la fila. Se le ha adelantado un hombre al que no conoce,
posiblemente recién llegado porque tiene cara de pasar hambre. No hablan entre
ellos. Ahora no es el momento de hacerlo. Están allí para competir por el
trabajo y cualquier debilidad es peligrosa. Uno te puede contar de su familia
en Sierra Leona o de algún hermano enfermo que precisa dinero, cualquier cosa
que puede ser verdad o mentira, quién sabe. Y a uno le puede entrar la
debilidad, la compasión y dejarle pasar el turno. No, eso no puede ser, mejor
no charlar ahora, sólo esperar.
Karlos es puntual, se ve que es un hombre de negocios. Llega
conduciendo su propia camioneta y aparca justo en la tercera farola. Baja y se
quita sus costosas gafas de sol. Les mira un instante y, sin dejar pasar más
tiempo, dice:
-
Hoy necesito veinte.
Un rumor se extiende por la fila. Todos hablan muy bajo y no
se entiende lo que dicen pero se supone. Si hay faena para veinte, muchos
volverán a las chabolas sin poder trabajar. Tendrán que esperar a tener mejor
suerte otro día.
Karlos camina unos pasos a lo largo de la fila. Los
africanos se han levantado al verle, permanecen firmes como si les estuvieran
pasando revista, como si se hubieran alistado en un ejército que nadie conoce.
Le miran con respeto, mostrando en sus ojos la necesidad de trabajo, tensando
los músculos para que Karlos sepa que aguantarán bien el calor o sonriendo para
demostrar que serán simpáticos a los bañistas.
Karlos no tiene tiempo ni ganas de caminar porque el día
amenaza con ser muy caluroso y a esta hora los termómetros ya marcan
veinticinco. Regresa al inicio de la línea y va señalando con su mano a los
elegidos. Estos se alegran y se mueven para colocarse detrás de la camioneta.
El resto se marcha sin mediar palabra, arrastrando las sandalias de plástico
barato que protegen sus pies. Karlos abre las puertas del camión y toma la
libreta para ir apuntando nombres y mercancías.
Kossi está feliz. Le ha tocado una nevera de refrescos.
Sonríe. Eso está bien. Las coca colas y las cervezas se venden bien. Karlos les
da el diez por ciento de lo que recaudan. Hoy quizá pueda sacarse veinte o
treinta euros, una pequeña fortuna. Confía en que el sol apriete, que la playa
se llene, que haga un calor sofocante, para que los bañistas necesiten beber.
Otros compañeros se sienten frustrados. Les han tocado los
relojes, las láminas enmarcadas, los juguetes o los adornos africanos, algo que
apenas se vende excepto que se den de bruces con algún americano que confunde
Huelva con el Serenguetti o Cádiz con Calcuta. A él le tocó esa mercancía la
semana pasada y sólo vendió un tambor de calabaza por tres euros que le reportó
treinta céntimos. Y eso después de haber caminado por la playa desde las diez a
las siete de la tarde, nueve horas quemándose las plantas de los pies en la
arena ardiente, gritando la oferta, rompiéndose la garganta, sudando. Sonreír a
cada bañista tumbado en las hamacas, decir “amigo” y “barato”, “bueno” y “mirar”,
quedarse parado durante unos segundos delante de cada turista mirando a unas
caras que siempre apartan la mirada. Luego, hay que decir “gracias”, tragarse
la bilis, y seguir hasta la siguiente tumbona con la misma expresión sonriente.
Así, hora tras hora, mientras el sol del sur cae implacable sobre la arena. Esos
días son malos, son cuando dan ganas de regresar a África, de afrontar el
riesgo de la guerra, cuando se arremolinan en la cabeza los recuerdos de la
familia, los sufrimientos del viaje, los sueños destrozados. Pero hoy no es un
día de esos. Hoy lleva la nevera y Kossi está feliz.
La caja pesa cerca de veinte kilos y la correa se clava en
el hombro pero Kossi es fuerte y resiste. A las dos volverá Karlos para
controlar cómo van las ventas, reponer la mercancía y rellenar, en su caso, la
nevera con hielo fresco.
Comienza a caminar. La playa tiene cuatro kilómetros. Le
lleva una hora recorrerla. En el día que le espera la recorrerá nueve o diez
veces. Tendrá que estar al tanto cuando lleguen las patrullas de los
municipales pidiendo los papeles de residencia. En esto, los compañeros se
ayudan y se hacen señales cuando los uniformados aparecen a lo lejos. Pero tienen
traidores, los vendedores nacionales que no les quieren compitiéndoles y que
avisan a los guardias cuando se escapan con las mercaderías. Tampoco puede
acercarse a los chiringuitos porque sus dueños los ven como competidores
ilegales y telefonean a los municipales.
La correa le hiere el hombro pero está feliz. ¿Serán treinta
euros hoy? Comienza a gritar su cantinela como le han enseñado y ha escuchado a
otros.
-
Fría, la cervecita, el heladito, la agüita – se esfuerza
en acabarlo todo en “ita” mientras comienza a sudar.
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