En el
principio, Dios creo a Adán y luego, para compensar su torpeza y aliviar su
soledad, le dio a Eva. Y Adán supo que Dios era bueno porque no pudo imaginar
mejor bendición que la que le había concedido el creador, esa maravillosa compañera
para descubrir el mundo recién nacido, los ríos que todavía estaban excavando
sus cauces, las montañas que eran chiquitas porque no habían tenido tiempo de
crecer, el cielo negro de la noche con estrellas que brillaban alocadamente
porque aún no habían aprendido a controlar su fuego o los colores que todavía no
se habían diluido por el calor.
Se amaron
y se acompañaron, se asombraron de las cosas que vieron, se esforzaron juntos,
se exploraron en la ternura, aprendieron a besarse, a caminar de la mano, se
fatigaron uno al lado del otro, descubrieron que el jardín del Edén era una
nimiedad comparado con la delicia de lo que veían en los ojos del otro, durmieron
abrazados y se maravillaron del Paraíso.
Luego, Dios
se enfadó.
Corrieron rumores, se habló de serpientes y manzanas, majaderías de esa índole, pero lo cierto es que Dios decidió que Adán sería castigado porque con Eva se sentía otro dios, se veía adorado y la adoraba. Aún peor, Dios llegó a sentir envidia de la mujer, de su propia creación. Aquello no era permisible, Dios no podía sentir envidia, debía corregirlo. Algunos ángeles secretarios propusieron el destierro, que trabajaran para subsistir, que ella pariera con dolor, que pasaran frío y hambre, que desaparecieran del mismo modo mágico con el que habían sido creados.
Corrieron rumores, se habló de serpientes y manzanas, majaderías de esa índole, pero lo cierto es que Dios decidió que Adán sería castigado porque con Eva se sentía otro dios, se veía adorado y la adoraba. Aún peor, Dios llegó a sentir envidia de la mujer, de su propia creación. Aquello no era permisible, Dios no podía sentir envidia, debía corregirlo. Algunos ángeles secretarios propusieron el destierro, que trabajaran para subsistir, que ella pariera con dolor, que pasaran frío y hambre, que desaparecieran del mismo modo mágico con el que habían sido creados.
Pero
Dios, en su sabiduría infinita, conocía cómo reprender al hombre severamente para quitarle toda ínfula de sentirse adorado.
Dios
inventó la muerte y la instruyó para que fuera selectiva. Vestida de cáncer, llegó una noche y se llevó a Eva, sola, desvalida, sin ninguna compasión, sin atender a los
gritos y el llanto del hombre. Le arrancó lo mejor de sí mismo - porque era ella quién le hacía ser él-, lo único que le hacía creerse valioso. Quedó el mediocre, marchó la sublime.
Adán
quedó solo en el Paraíso. Y aunque este no cambió en nada, aunque se mantuvieron
corriendo claras las aguas de los arroyos, aunque los atardeceres se colorearon
de naranja, más bellos que nunca, aunque los árboles dieron más frutos que jamás
antes lo habían hecho, el Paraíso desapareció y Adán nunca más lo vio ni sintió
ni disfrutó ni anheló. Al contrario, ansiaba cruzar la puerta que llevaba a la negrura
por la que Eva había marchado.
Mientras esperaba que eso ocurriese, colocaba flores en el lugar en que la vio por última vez.
El castigo no ha funcionado del todo porque Adán continua, sin importar el tiempo, adorándola.
Mientras esperaba que eso ocurriese, colocaba flores en el lugar en que la vio por última vez.
El castigo no ha funcionado del todo porque Adán continua, sin importar el tiempo, adorándola.
No hay comentarios:
Publicar un comentario