José Ramón miró su reloj y, al comprobar que había llegado demasiado pronto, se detuvo en el "Jamaica" y pidió un café con leche y un suizo. Aunque era el día de Noche Buena y el invierno había entrado hacía ya setenta y dos horas, la mañana era inusualmente fría, incluso para la época. Nevaba ligeramente pero no acababa de cuajar y las calles estaban manchadas de esa agua amarronada y deslizante que se forma al pasar los coches por encima del hielo. Desistió de tomar el periódico. Le molestaba el palito ese que ponen a los diarios en las cafeterías, que no hace sino molestar cuando vas a pasar las hojas. Además, no tenía ánimo para leer. En su cabeza había sólo un problema o, más bien, una derrota. Ya era mala suerte que Sonia hubiera elegido aquel día para hacer la mudanza como si no hubiera otras mil mejores fechas que no fuesen plena Navidad. Pero ella se había empeñado en que quería instalarse ya en casa de sus padres antes de la cena para, según le dijo, sentirse en su hogar, sabiendo que aquella frase le iba a joder más que cualquier cosa. Sentado en una mesita redonda de patas de acero fundido en volutas, sus guantes sobre el mármol, el gabán doblado en el respaldo de la silla, fue mordisqueando el bollo al tiempo que el café humeaba y él miraba a través de la vidriera sin observar nada concreto.
Un mes. Justo un mes había transcurrido desde que una noche, después de cenar, ella le había soltado que todo había acabado, que no le quería y que deseaba recomenzar su vida. Le juró que no había nadie más, que era la pura rutina, el cansancio del tiempo, la decepción de que los sueños soñados nunca se harían realidad. Él, un imbécil, no había reaccionado, tan de sopetón le había cogido. Cierto era que la relación no era la de hacía siete años, cuando comenzaron a salir y, al poco, Sonia se mudó a su apartamento. Pero es bien sabido que esto ha de ocurrir y a él la evolución desde el amor exultante al cariño permanente le había parecido tan natural y confortable que no necesitaba más. Quizá debió atender a las señales que la vida le dio y que desoyó más por estupidez que por maldad. Aquella vez que ella se excusó para ir a cenar juntos, las veces que ya no quiso sexo, el poco aprecio a los regalos de aniversario, el escaso entusiasmo con el que ella recibía sus abrazos, el que nunca se plantearan tener hijos. Ahora todo le parecía meridianamente claro pero en su momento, cuando cada pequeño hecho tenía lugar, eran anécdotas a las que nunca prestó atención. Y, él, sólo había acertado a responder que le ayudaría a hacer la mudanza, que contara con él, como siempre. Y ella le había respondido que era un encanto, que qué pena que no pudiera seguir con él, que si le importaba estar en un hotel o en la casa de algún amigo hasta que se mudara, que ya sabía que el apartamento era de él pero que se lo agradecería tanto… Con recochineo, vamos. Y él, rendido y agilipollado, había aceptado y llevaba cuatro semanas viviendo de inquilino en casa de su amigo Tomás.
A las doce en punto, tocó a la puerta. Se escucharon pasos en el interior y ella le abrió. Sonreía, y eso le jodió a José Ramón. Al menos, podría disimular. Bueno, pensó, no hay mal que por bien no venga. Esa noche volvería a dormir en casa.
Cargaron las diez cajas en la furgoneta y se pusieron en marcha. Trescientos kilómetros hasta la casa de los padres de ella, en el pueblo de montaña. Y, luego, tras la despedida que imaginaba dolorosa, otros trescientos de regreso. Cuando salían de la ciudad comenzó a nevar con fuerza.
- ¿Estás segura? – preguntó él.
- Claro. Venga, no hagas un drama. Estas cosas pasan. Y somos amigos, ¿lo somos, no? - Él respondió que sí, que claro, aunque sentía que su estómago se le revolvía al pensarlo.
Él decidió que la autopista estaría demasiado concurrida y, confiando en el navegador, decidió tomar la comarcal. Une media hora después, la pantalla del GPS decía que la ruta por donde circulaba no existía y la imagen mostraba sólo un monte verde sin caminos, pero era ya tarde para darse la vuelta. La carretera se había adentrado hacía ya tiempo entre bosques emblanquecidos y se estrechaba más y más por la nieve acumulada en los lados. Muy de tanto en tanto se cruzaban con algún vehículo pero estaba claro que los demás conductores habían preferido las autopistas por donde, al menos, pasaban los quitanieves.
- Se está poniendo complicado esto – José Ramón miraba con detenimiento la calzada intentando divisar placas de hielo. El termómetro del coche marcaba seis bajo cero en el exterior.
- Conduce con cuidado. Si acaso llegamos tarde, te quedas a dormir en casa de mis padres.
- ¿Contigo? – propuso con sorna.
- No, en la habitación del ático, donde dormías cuando empezamos. – Él recordó que eso sucedía así al iniciarse la noche pero que, en cuanto la casa quedaba en silencio, bajaba y se metía en las sábanas de ella procurando que sus padres no escucharan nada desde la habitación del fondo.
- En la radio habían dicho que iba a nevar pero, coño, esto es Suiza.
Pasó lo inevitable. Un charco helado, un derrape y el coche empotrado contra un murete en la cuneta.
- ¿Estás bien? – la miró asustado.
- Sí, sí- repuso ella mientras los dos airbags acababan de desinflarse.
- ¡Joder!, la puñetera nieve. Casi nos matamos.
- No nos ha pasado nada. Eso sí, ya puedes pensar en coche nuevo. ¿Y ahora qué hacemos? Aquí no hay siquiera cobertura del móvil.
- Pues quedarnos aquí sin calefacción, va a ser que no. Cojamos lo imprescindible y caminemos hasta que encontremos una casa o algo.
Señalizaron el vehículo, se abrigaron lo más que pudieron y comenzaron a avanzar. Cada dos minutos, Sonia verificaba si el móvil pillaba señal pero no era su día de suerte.
- Tú conoces la zona ¿no? – dijo él- ¿hacia dónde vamos? ¿qué pueblos hay por aquí?
- Ninguno. Estamos en el culo del mundo.
- ¿Maldita sea! – exclamó José Ramón- , en un rato comenzara a oscurecer y nos vamos a congelar.
- Igual alguien ha visto ya el coche accidentado y se ha llegado hasta el cuartelillo.
- O no, ¿quién coño va a pasar por aquí el día de nochebuena? ¿para que llevas esa bolsa tan grande?
- Por si acaso – respondió ella.
Tras otra media hora en que el frío ya les empezaba a entrar en los huesos, divisaron una borda.
- Mira, una cabaña. Metámonos ahí. Al menos podremos prender un fuego y calentarnos algo. No podemos caminar durante la noche. Moriríamos de frío.
Se trataba de una choza con muros de piedra y tejado de tejas mal avenidas, con una chimenea en su extremo y en cuyo interior había varios animales. Alguna borda de pastores o de algún lugareño.
- Huele que apesta – dijo él.
- ¿Y qué esperas con una vaca, ovejas y un burro? Vaya señorito que estás hecho. Venga, trae ramas, lo más secas que puedas. Menos mal que fumo, al menos tenemos mechero. Venga, al trabajo, que hasta mañana no podremos movernos de aquí. No para de nevar.
Enseguida templaron la estancia. El fuego ardía vivo y la superficie era pequeña. Los animales también daban calor y pronto se acostumbraron a los mugidos y al olor. Dentro de las circunstancias hasta era confortable. Se quitaron los abrigos.
- Tengo hambre- dijo José Ramón. – pero sólo tengo esta chocolatina. ¿Quieres?
- Qué sería de ti sin mí – repuso ella.
- Ya sabes que nada – aprovechó él muy serio, pero ella no quiso entenderle.
- Ahora vas a ver por qué cogí la bolsa.
La colocó sobre la mesa de la cabaña y la abrió. Unos cuantos sobres de jabugo envasado al vacío, unas cajas de foie, salmón, varios turrones, mazapanes y cuatro botellas de cava.
- Se lo llevada a mis padres. Ya sabes, cosas de la ciudad. Para celebrar la navidad.
- Bueno, no vamos a morir de hambre.
- ¿Cenamos? – propuso ella.
- Claro.
A falta de agua, se lanzaron directamente al espumoso bebiendo a morro alternativamente. Quizá el alcohol, quizá lo especial del momento, quizá que fuese nochebuena, quién sabe qué, fueron encontrando el pasado común.
Rieron con ganas recordando la vez que fueron a esquiar a Baqueira y él, patoso, cayó rodando por la pista hasta chocar con un muñeco inflable de Coca Cola. Y menos mal que colisionó en blandito. O la vez en que ambos se perdieron en la sierra- como hoy, pensaron al unísono- y acabaron durmiendo en la garita del guardabosques que les bajó en el todoterreno por la mañana.
- ¿Y te acuerdas del viaje a Lanzarote hace cuatro años? – dijo ella al tiempo que daba otro trago a la tercera botella- Lo pasamos estupendamente. Temporada baja y todo vacío, sólo para nosotros.
- Di que sí
- Tendríamos que repetirlo – y ella no se percató de lo que había dicho.
- Sí, tendríamos.
Quedaron mirándose, largo rato, como cuando antes lo hacían, simplemente delineando con los ojos la silueta del rostro del otro.
- ¿Por qué? – preguntó José Ramón y el borrico, como si hubiera entendido, dio un bufido.
- No sé, no lo sé. Sólo que creo que es lo que debo hacer.
- ¿Hay alguien?
- Ya sabes que no. No voy a encontrar a nadie mejor que tú, a nadie que me quiera más.
- Pero eso no es suficiente.
- Y yo qué sé, Jose. Y yo qué sé.
- ¡Pues fíjate lo qué sé yo! Solo que te sigo amando – afirmó él.
- Y yo te quiero, pero, de manera diferente. No te imagino fuera de mi vida pero tengo miedo a tenerte en ella.
- No hay Dios que te entienda.
- ¿Y no decías que eso te encantaba de mí, lo imprevista que soy?
Él se acercó lentamente y ella dejó que lo hiciera. Las pavesas jugueteaban en el hogar y las siluetas de las bestias se movían en las paredes. Fuera nevaba pero dentro hacía mucho calor.
Despertaron desnudos bajo dos mantas que habían encontrado en la borda. El fuego estaba a punto de apagarse y, corriendo, José Ramón se levantó para echar más leña a la lumbre. Regresó a toda prisa debajo de las mantas y se abrazó a ella.
- Estoy bien – dijo él-, estoy donde quiero estar.
- Pues yo estoy echa un lío- dijo ella, y se dejó acariciar la espalda.
- La verdad es que es para escribir un libro. – La besó en el hombro desnudo.
- ¿El qué?
- La escena. Mira. – ella se volvió.
El burro y la vaca masticaban alfalfa lentamente, sentados junto al muro. Las tres ovejas deambulaban al fondo. Y fuera seguía nevando.
- Parecemos un belén – dijo José Ramón mientras esta vez la besaba en el cuello.
- Falta el niño – contestó Sonia, al tiempo que ladeaba la cabeza para que él pudiera seguir recorriendo su cuello.
- Aún queda algo de champán. Se puede intentar .... - y ella se dejó abrazar.