República luminosa (anagrama, 2018), de Andrés Barba, es una historia distópica disfrazada por cuanto que la atmósfera de la narración es la de cualquier pequeña ciudad tropical, con su vida aburrida y rutinaria. Solo que aparece una banda de 32 niños no sujetos a ningún orden o ley sin que haya razones de desarraigo o desamparo que las justifiquen, que incluso hablan un idioma distinto. Así, un hecho tan inusual, de futuro cercenado, se desarrolla en un escenario incluso baladí.
En el fondo, hay una reflexión sobre el edulcorado mundo de la infancia que la sociedad ha creado. Niños modélicos que lo son porque los padres, la escuela, las normas, la sociedad se encargan de estar sobre ellos y decirles lo que debe ser hecho, lo que está bien y lo que está mal. Ahora bien, dejados a su libre albedrío los niños mostrarían los mismos comportamientos que los adultos, los mismos desatinos, los mismos aciertos y errores. Una crítica a la educación basada en "sé bueno" con castigos físicos (una colleja, un azote, un quedarse sin cenar, sin ver la tele) o psíquicos (eres malo, estoy triste, no te van a querer) si no se es bueno. Barba explora los límites de la libertad cuando se vive en sociedad ("escuchar es obedecer"), los límites que impone la propia ética adulta. Se difumina la distinción entre maldad y juego, entre amor y miedo.
Libro narrado el primera persona, incómodo de leer, con una prosa que se para en los detalles, en la descripción del ambiente caluroso y húmedo, en la descripción de hechos de los que cuestan comprender la razón pero que a la vez resulta ambigua, que no acaba de llegar a la tónica de la partitura, siempre en tensión. Con un final que deja un sabor a fracaso y amargura.
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