18/6/09

Yin Lili


Conocí a Yin Lili en un Jumbo que volaba de Londres a Pekín. Era – lo es aún- una mujer muy hermosa, originaria de Xian, con una piel bronceada inhabitual en una oriental y unos ojos negros que contaban historias de pasión y dulzura. Su cuidada y ondulada melena caía hacia un lado en una pose estudiada mil veces frente a un espejo. El maquillaje, el justo. Su cuerpo era pequeño pero unos zapatos de tacón alto que dejaban ver, las más de las veces, sus delicados pies y sus uñas barnizadas la hacían extremadamente elegante. Aquel día vestía un pantalón ajustado, nada llamativo en lo formal si no fuera porque amoldado a su cuerpo la hacía parecer excepcionalmente atractiva. Un jersey amplio, de un color siena muy conjuntado, se completaba con un pañuelo de seda – por supuesto, china- alrededor del cuello. Sin duda, hacía que los hombres se percataran de su presencia y ella era perfectamente consciente de ello. A unos se les antojaba un ser delicado y etéreo, a otros una mujer fervorosa bajo las sábanas. Lo que estaba claro es que a ninguno nos resultaba indiferente. Y, en contra de lo que pudiera imaginarse un lector de conclusiones precipitadas, era una mujer muy conservadora, amante de las tradiciones, hogareña y que confiaba en casarse con el hombre de su vida al cual aún no había encontrado.


Yin Lili era – lo sigue siendo- espía industrial. Nada que ver con esos cutres y oscuros asuntos de agentes secretos y asesinatos en callejones lúgubres. Trabajaba para una empresa que se dedicaba simplemente a vender información industrial al mejor postor. La competencia era – y es- muy dura en todo el mundo y una pequeña ventaja puede resultar decisiva. Saber de antemano qué planea la competencia, qué nuevas fábricas piensa inaugurar o qué productos introducirá en el mercado son informaciones muy valiosas y muchas compañías pagan por ellos. A veces, esas empresas sólo buscan conocer datos del mercado. Cuánto venden; o cuántos empleados son; o cual es el salario del director comercial. No es fácil determinar estas cuestiones preguntando directamente o recurriendo a encuestas. El noventa por ciento de las respuestas son falsas o interesadas y, por tanto, carecen de utilidad. Aquí es donde Yin Lili aportaba su experiencia y su trabajo.


La primera vez que la vi no fui consciente de qué estaba en plena jornada laboral. Yo había entrado de los primeros al avión y estaba ya sentado. De hecho, la mayoría del pasaje estaba ya acomodado en sus asientos. A mi izquierda, al otro lado del pasillo, se apoltronaba un gringo cuyas entradas anunciaban una calvicie total en un par de años, con gafas oscuras y un anillo de oro grande en su mano izquierda. Iba bien trajeado con alguna cosa de Armani pero la corbata le delataba como procedente de Arizona o Arkansas. O cuando menos como un gran admirador del Pato Donald que era la figura que estaba estampada en la tela.


Ella entró de las últimas- luego supe que ese era el primer paso del juego- con una enorme bolsa de Dior que apenas podía manejar a lo largo del estrecho pasillo. Su asiento era el que estaba junto al americano. Llegó a su altura y le saludó educadamente. Sin ningún aspaviento, pero fue suficiente para que el hombre navegara disimuladamente por las curvas de su cadera y la perfección de sus muslos. Era de baja estatura, el paquete enorme y el compartimento de equipajes demasiado elevado. Lo intentó durante unos segundos – luego supe que aunque la cabina estuviera vacía ella nunca introduciría la bolsa correctamente- y con cara desvalida miró al pasajero. A este le faltó tiempo. Solícito, se levantó y preguntó:


- May I help you, Ma’am?
- You are so kind – replicó ella, con una sonrisa que parecía un cielo. Debo señalar que su inglés era perfecto y que, además de su chino natal, se defendía bien en francés y en alemán.


El hombre colocó la bolsa y dejó, gentil, sitio para que Yin se sentara en su asiento. Ella le agradeció varias veces la ayuda y, poco después, charlaban animadamente. Que si ella había estado de compras por Europa y regresaba a su hogar; que no, que no tenía novio; que cómo es posible que una mujer tan bella no lo tenga; un risa tímida por aquí y otra más pícara por allá. Para cuando sirvieron la cena, él le estaba explicando de su viaje a China para estudiar la viabilidad de instalar una nueva planta de fabricación de ropa. Dio detalles de la inversión – oh, my God, qué cantidad de dinero, dijo ella-, de cuántos empleados iban a contratar, de los salarios y de mil cosas que ella guardaba en su más que notable memoria. A mitad del trayecto, el avión atravesó una zona de turbulencias y ella, que realizaba dos vuelos intercontinentales por semana, fingió alterarse y buscar el ánimo de su compañero de fila. Él le dijo que no pasaba nada – don´t worry. It is just some wind- y pensó que ella le miraba como al macho protector que era.


El vuelo terminó y se despidieron cortésmente. Él la ayudó a bajar la valija y agitó su mano con un So nice meeting you mientras se alejaba tras un chófer que portaba su nombre en un cartelón blanco.


Tres días después, Yin Lili volvería a Londres o a París. Su empresa ya se habría ocupado de reservarle un asiento justo – qué casualidad- al lado de algún hombre de negocios previamente elegido. Los días intermedios no eran de asueto. Yin debía preparar memorándums, poner en limpio todo lo que su cerebro había ido acumulando durante las horas de vuelo, ordenarlo de manera conveniente para sus clientes y sugerir nuevas acciones. Era una gran profesional y su trabajo estaba muy bien valorado por sus superiores. Luego supe que en aquella ocasión recomendó presentarse- por casualidad- al empresario contactado y ofrecerle unos terrenos para su nueva factoría. Dio el precio que el cliente estaría dispuesto a pagar por los terrenos por lo que bastó ofertar algo por debajo del target price para colocar una finca que no servía más que para pastaran las cabras. Pero cuando estaba en su casa o en un hotel, se sentía ella misma, con su pijama grandote y sus sandalias planas, con Diana Krall sonando en el laptop y un room service de carpaccio y ensalada de frutas.


Durante un año la vi repetir el ritual con una precisión matemática. Cambiaba su vestuario, la bolsa y los zapatos – pero siempre sus bellísimos pies al descubierto- mas el proceder era exacto. Y nunca vi que ninguno de aquellos hombres dejara de contar lo que ella deseaba que contaran.


Luego, mi empresa cambió su política de viajes y recortaron los gastos. Dejé de volar en business class y me obligaron a tomar vuelos de compañías de bajo coste. Me pregunto qué proyecto industrial estará ella investigando en este momento mientras vuela por encima de Moscú y de Ulan Bator.

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