La galerna ha empujado un manto espeso y gris desde el mar hacia la costa. El viento del norte ha agitado las toallas de los bañistas en la playa y la ropa colgada de los balcones. Ha llovido tras un día de bochorno y la ciudad ya no huele a sudor, ni a crema bronceadora, ni a frituras de platos combinados. Se respira, se disfruta sintiendo el perfume de la atmósfera húmeda. El aire, en el que aún flotan miríadas de gotitas que forman pequeños arcos iris, huele a tierra mojada y a la hierba que crece lejos, en el parque de la fuente. Saliendo de la nada, decenas de golondrinas juguetean sobre los tejados y saltan de nido en nido, como si se invitaran las unas a las otras a breves visitas de cortesía. Hay un paraguas, volteado del revés, abandonado en una esquina, y una mujer comprueba en un balcón que las camisas de colores vivos no se han empapado con la tormenta. Al fondo, aún se escucha amortiguado el grave retumbar de lejanos truenos. Huele a pescado, a las cajas de sal que yacen en el muelle ahora que los bous están soltando amarras. La ciudad permanece calma y las gentes se sientan en las terrazas, con un batido o un refresco de limón sobre la mesa, mirando cómo los nubarrones se van dispersando por las colinas, uncidas en un gris luminoso, que se recortan al sur. Algunas parejas caminan abrazadas bajo los soportales construidos en tiempos ya olvidados con piedras traídas del acantilado. Allá, ella peina con afecto el mojado cabello de él. Se dan un beso. Y otro. Y otro. Luego, cuando la noche haya llegado, cuando las farolas amarillas chispeen y tremolen, se tumbarán en la playa y, si no hay muchos mirones, harán el amor. Mientras, las olas seguirán creando acordes al romper contra la arena entre aromas de salitre y corales remotos.
Muy bien escrito. Muy bien descrito
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