La tiranía del mérito (Debolsillo, 2020), de Michael Sandel, es un ensayo del filósofo norteamericano y profesor de Harvard, que pretende explicar el porqué del auge de los populismos autoritarios en las sociedades democráticas actuales.
En efecto, en siglos pasados, los seres humanos se veían atrapados en una posición social desde el nacimiento por la estratificación de clases sociales en las que uno venía al mundo, las cuales se disfrutaban o se sufrían desde el momento del parto. En aquellos momentos, para la mayoría de la población, la culpa de la imposibilidad de progresar en la vida parecía clara: unas clases dirigentes que, sin tener que demostrar nada de nada, ni conocimiento, ni voluntad, ni sacrificio, tan sólo tener dinero y herencias, bloqueaban el ascenso social del resto.
Poco a poco, el mundo logró romper estas barreras y permitió a una buena parte de la sociedad, al menos en occidente, poder mejorar su vida en base al esfuerzo y talento propios. Es aquí donde nace el sueño americano de que si persigues algo con fuerza, lo conseguirás. Algo que, sin embargo, es manifiestamente falso. Así, esta meritocracia ha generado una situación de desigualdad parecida en donde los méritos (muchas veces, arbitrarios) sustituyen a la nobleza. El resultado es el mismo: grupos ganadores y grupos perdedores. Los grupos ganadores se autoconvencen de que lo logrado se ha conseguido por sus méritos, llenos de soberbia y superioridad. Una creencia que no es cierta porque ese éxito depende mucho del tipo de familia, riqueza inicial de la misma, lugar de residencia, acceso a estudios superiores, etc. Aún peor, los grupos perdedores ya no pueden echar la culpa a causas ajenas a ellos, a una sociedad dictatorial, a los otros. Según la meritocracia imperante, la culpa del perdedor es del perdedor, alguien que no ha sabido formarse, trabajar o situarse mejor. Los perdedores, además de serlo, tienen el oprobio de sentirse poco talentosos, vagos o ineficaces. Al ser el último, se le añade la humillación.
Las clases trabajadoras han visto cómo sus presuntos libertadores se han convertido en una nueva casta que representa sólo a las clases universitarias con títulos que entienden como méritos y que se sienten superiores para poder indicar al resto qué hacer, señalarle sus problemas o decirle cómo deben vivir (una tesis que también manifestaba Picketty en Capital e Ideología).
El grupo de perdedores vuelve su mirada, entonces, hacia los populismos que llaman a su autoestima, que les dicen que no son peores, que no es verdad que se hayan esforzado menos, que los meritorios llenos de títulos escolares no tienen por qué darles lecciones, que apelan "al pueblo de abajo" y critican a los universitarios, mientras que esos ganadores meritocráticos los miran con desdén y críticas. Los populismos capitalizan el resentimiento de los que quedaron atrás porque les tratan de tú a tú y les recolocan en el foco social.
En definitiva, el ideal de la meritocracia no ha solucionado la desigualdad y promovido la justicia distributiva. Sólo ha cambiado los parámetros, pero sigue habiendo ganadores y perdedores.
En el primer capítulo, Sandel presenta la brecha que la meritocracia ha creado entre esos ganadores y esos perdedores, mostrando cómo no ha contribuido al avance moral social. En los capítulos 2 y 3, se analiza la evolución de la meritocracia desde sus conceptos idealistas originales hasta esta tiranía del mérito en que ha desembocado, algo a lo que no es ajeno el concepto protestante de que si alguien es exitoso es porque Dios así lo ha querido.
El cuarto capítulo resulta importante en la obra porque Sandel estudia la veneración por los estudios y la casi relación biunívoca entre mérito y título universitario. Algo que, como corolario, hace que el encontrar sitio en una universidad de prestigio se haya convertido en algo muy poco ético y que, además, ha devenido en que los políticos defiendan que todo hay que dejarlo a los que más saben, que para ellos significa los que tengan los títulos apropiados. El aspecto moral, ético, humano, de la política desaparece, convirtiéndose esta en casi un algoritmo que determina lo qué hacer sin compasión o humanidad. Y esto es muy peligroso porque los más preparados no tienen por qué ser los más morales, y la política debe ser ante todo moral y ética.
El quinto estudia cómo se ve la meritocracia desde posiciones de mercado liberal o socialistas para llegar a la conclusión de que, ambas, generan desigualdad y no promueven la justicia. En el capítulo seis, hace un repaso crítico y mordaz del proceso de selección en las universidades norteamericanas pero, asimismo, pone de manifiesto la falacia de que alguien que se ha esforzado mucho en sus estudios y logra una plaza en una buena Facultad es gracias a su propio mérito. Al contrario, si ha podido estudiar más es porque ha caído, por nacimiento, en una familia que le ha fomentado el anhelo de saber, una familia que tenía suficientes recursos para permitirle estudiar, porque no ha necesitado trabajar, porque sus padres o sus amistades le han hecho favores y, "last but not least", porque la naturaleza le ha dotado de cierto talento intelectual que le ha negado a otro. Nada de esto es mérito propio y percatándose de que buena parte del mérito no es propio, uno se descabalga de la soberbia. Además, este talento es puramente circunstancial. Una persona que tenga especial habilidad para analizar los ratios financieros de Wall Street tiene hoy muchos más méritos y talento que un pintor. Pero, en el Renacimiento, los talentos de ese pintor valían mucho más y, tras la caída del imperio romano, ser un buen agricultor era un mérito mucho más importante que ser analista financiero o funcionario de Hacienda.
A partir de aquí, el libro decae en las conclusiones porque siendo el análisis brillante, las propuestas de solución no pasan de un vago anhelo de justicia moral distributiva, de un "sed buenos y compasivos", un lograr la estima social a la par que la mejora económica, un mirar por el bien común. Más no señala cómo, ni profundiza en si es posible el cambio moral sin cambiar el modelo económico mundial, ni estudia cómo frenar la codicia humana, fuente de todos los males.
En cualquier caso, es un ensayo interesante que hace reflexionar sobre un asunto sustancial y que se lee fácilmente por cuanto que Sandel usa una prosa directa y cercana, llena de ejemplos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario