2/11/21

Capital e Ideología

 

Capital e Ideología, (Deusto, 2019), de Thomas Piketty es un ensayo monumental, no sólo por sus casi 1300 páginas y lo abundante de los datos, estadísticas, estudios y bibliografía utilizadas y referenciadas, sino por el trabajo que exige al lector su lectura. Seguro que muchos lo habrán leído en poco tiempo, pero a mí me parece imposible hacerlo rápido y, mucho menos aceptable es, desde un punto de vista intelectual, quedarse sólo con las conclusiones y propuestas finales para criticarlas o apoyarlas según el color político de cada cuál, sin haber rumiado e interiorizado antes las razones que conducen a estas propuestas. 

Me ha llevado muchos meses leer Capital e ideología porque cada frase debe ser releída para comprenderla, para entender sus razones (basadas en datos que se referencian a pie de página en muchos casos), y hay que volver atrás frecuentemente para recuperar lo leído y previamente entendido pero que, ante el tsunami de datos, análisis y opiniones que Piketty vuelca en cada página, se olvidan, casi por un problema físico, neuronal, porque no queda sitio en la memoria para acumular tantos datos y para mantener viva en el cerebro  la red de interconexiones entre ellos. Y se necesita más tiempo todavía si se desea comprobar la veracidad de tales datos. Definitivamente, para estar de acuerdo, o no, con Piketty no basta leer las conclusiones. Hay que haberlas masticado a lo largo de las 1300 páginas, con la misma meticulosidad y esfuerzo que él ha puesto al escribir el libro que resulta, a la postre, un excelente compendio de sociología, política, historia y economía. Discutible, claro está, porque es un elemento para el debate, no un catecismo.

El ensayo se centra en el estudio de la desigualdad existente entre los seres humanos. De hecho, el concepto de capital apenas se menciona en el texto y que aparezca en el título parece más un guiño de marketing para que sea comparado con la obra de Marx.

La desigualdad se ha producido desde siempre y para explicar la actual, Piketty realiza un recorrido histórico desde las sociedades antiguas a las modernas, en todo el planeta, centrándose sobre todo en Francia (no sólo por el hecho singular de su Revolución sino porque, al cabo, es un escritor francés y se debe a sus lectores), Inglaterra, Estados Unidos, Suecia, India, China y, en menor medida, en otras sociedades de los demás continentes. Dado que buena parte de las reflexiones se centran en el sistema de tres poderes feudal y en el posterior colonialismo, se echa de menos un mayor estudio de España y Portugal, por ejemplo, con una historia y experiencia mucho más amplia que la francesa o la sueca. A la India, asimismo, se le da un protagonismo que podría ser adecuado en función de su enorme población y su sistema de castas, pero que no lo es cuando estamos analizando, como es el caso, el desarrollo socio-económico histórico y la evolución del capitalismo.

En concreto, los capítulos de que consta esta extensa obra, son:

1.- análisis de las sociedades ternarias medievales, con sus tres estamentos, - nobleza, clero y siervos- , y la justificación de la desigualdad en base a la eficacia económica y a la posición que Dios había querido dar a cada uno. Bastante focalizado en Francia.

2.- análisis de los estados europeos de los siglos XVI-XVIII, donde las propiedades son la base del poder. Se centra de manera importante en la revolución francesa y la posterior restauración, observándola como una oportunidad perdida para discutir el concepto de propiedad. Por el contrario, los padres de la revolución, la protegieron.

3.- El capítulo tercero, analiza el surgimiento de las sociedades propietaristas a partir de finales del siglo XVIII. Los derechos de propiedad, en dicha época, eran los que creaban la estabilidad de los regímenes políticos y modificarlos sólo podía conducir al caos según los políticos y juristas que justificaban tal estado de cosas. El bienestar de una persona se valoraba en si podía vivir de las rentas que le proporcionaban sus propiedades.

4.- En el capítulo cuarto, Piketty analiza el propietarismo en Francia.

5.-  En el quinto, analiza el propietarismo en Suecia, Irlanda y, especialmente, el Reino Unido dentro ya de la revolución industrial y la expansión colonial. Demuestra que la concentración de la riqueza era cada vez mayor, que la supuesta mejora de la civilización creaba más desigualdad, no menos. 

6.- Se analizan las sociedades esclavistas, evidentemente nada igualitarias.

7.- Se analizan las sociedades coloniales, tampoco igualitarias.

8.- Piketty analiza los sistemas de castas de la India, la antítesis de la igualdad.

9.- Se analizan los sistemas euroasiáticos hasta los inicios del siglo XX. Irán, Japon China. En mi opinión, varios casos son poco representativos a escala planetaria.

10.-Con el capítulo 10 se entra de lleno en el siglo XX que el mismo Piketty denomina de gran transformación, analizando la crisis de las sociedades propietaristas en un contexto de guerra mundial.

11.- Analiza la conversión de los primeros sistemas marxistas y comunistas en sistemas social-democráticos. Se centra en los países nórdicos demostrando que en los países con más redistribución impositiva, el crecimiento ha sido mayor que en aquellos en que se dejo de tasar a los más ricos. Cabe la duda en este capítulo de cuán representativa es Suecia, un país con muchos recursos, alta educación y poca población, para extrapolar su experiencia a otras zonas del planeta con situaciones opuestas. 

12.- Analiza la caída del comunismo, desde las desigualdades profundas que ya tenía en su seno hasta el postcomunismo con el hipercapitalismo que le ha sucedido, como si del rebote de un péndulo se tratara.

13.- Se analiza el hipercapitalismo actual.

14.- Con este capítulo se inicia el análisis de lo contemporáneo. Primero, un estudio de las fronteras como obstáculo en la construcción de la igualdad y el regreso al nativismo.

15.- Se analiza cómo la izquierda se ha desligado de los trabajadores y las clases menos favorecidas que, ahora, se encuentran asilados entre la izquierda “de la cultura” y la derecha "del mercado", sin sentirse miembro de ninguna de ellas.

16.- Se analiza el social-nativismo, como trampa identitaria que dificulta la igualdad. 

17.- Por fin, en el último capítulo, aparecen las propuestas que Thomas Piketty hace para superar la desigualdad en el mundo, lo que llama “socialismo participativo del siglo XXI” 

Para Piketty, la desigualdad es injusticia en sí misma y, lo sustancial del debate, es que esta injusticia ha estado siempre organizada. No ha surgido espontáneamente al albur de uno u otro individuo, de la fuerza bruta puntual. Se ha organizado en estamentos y en ideologías. Los sistemas han podido variar, desde el sistema feudal europeo a las castas indias; del comunismo capitalista de la China actual al liberalismo estadounidense. Las clases han variado también, desde los siervos a los obreros, de los eclesiásticos a la nobleza, de los reyes a los políticos modernos pero, en toda la historia de la humanidad y en todo el planeta, la desigualdad se ha organizado, por lo que Piketty concluye que dicha desigualdad es política e ideológica, más que técnica o económica. No coincide, pues, con Marx en que la raíz del conflicto humano es la lucha de clases porque la desigualdad se produce con todos los sistemas. Son la ideología y la política las que afianzan la desigualdad. Y estos sistemas ideológicos, dice el autor, son construcciones que se crean para justificar la desigualdad, encontrando razones ad hoc para legitimarla, mantenerla y promocionarla. Aunque no lo dice así, podríamos decir que buscan razones para alejarse del mensaje de Jesucristo que, en resumen, es “da todo lo que tienes y déjate de monsergas que justifiquen que no regalas tus posesiones”. Tenemos que auto justificarnos cuando no damos lo que tenemos porque sabemos que no es ético. 

Para Piketty, no puede sostenerse de manera científica ninguna razón que apoye una desigualdad natural entre los seres humanos ni una razón social o funcional que la tolere como mal menor. No es sólo una posición contra los sistemas liberales, digamos de derechas, sino también para los sistemas de izquierda, comunistas o socialdemócratas porque todos ellos han tenido y tienen desigualdades y, peor aún, las justifican. Tan sólo cambia quién queda favorecido por la desigualdad o, como mucho, hay una pequeña graduación en la lucha contra la misma. Cada grupo justifica el porqué una clase tiene ventaja sobre otra.

A lo largo del análisis histórico, Piketty analiza cómo el concepto de propiedad, de sociedad propietarista, se ha mantenido como dogma divino e intocable. En la Revolución francesa se trastocaron todos los valores sociales pero nadie se atrevió a tocar la propiedad privada. En la Revolución rusa, la propiedad privada pudo cambiar de manos, llamarse estatal, pero se mantuvo, no se repartió entre las personas. En la China actual, la propiedad privada está en el centro de la economía. El problema en todos los casos, antes y ahora, es que esa propiedad privada es sólo de unos cuántos, no de todos; que no se distribuye de manera uniforme sino, siempre, de manera muy desigual; que existe tal desproporción planetaria entre unos pocos muy ricos y unos muchos muy pobres que resulta insostenible éticamente.

Las razones para justificar tal desigualdad varían, pero siempre se acaba justificándola. Hace 800 años podía ser la falacia de que poder real o de la nobleza procede de Dios; en las revoluciones de izquierda, en que todo pertenece al pueblo y, sobre todo, a los que mandan en ese pueblo; o, en los sistemas liberales, que es el fruto natural de la meritocracia, de que los mejor dotados, lo que emprenden más, los que crean más, tienen derecho a tener más (peor aún, se estigmatiza a los perdedores como inútiles que no han sabido aprovechar las oportunidades, razonamiento que conceptualmente no está lejos de estigmatizar a los esclavos por el hecho de serlo). Estas razones permiten justificar que los impuestos sean muy moderados para los más ricos (con las excepciones habidas tras las guerras mundiales donde se llegó a tasar hasta el 90% de la riqueza) y que la distribución de renta entre el 1% más rico del planeta y el 50% más pobre sea inhumanamente abismal. En palabras del autor:

(…) las élites de las distintas sociedades, en cualquier época y en cualquier lugar, tienden a ‘naturalizar´ las desigualdades; es decir, a tratar de asociarlas con fundamentos naturales y objetivos, a explicar que las diferencias sociales son (como debe ser) beneficiosas para los más pobres y para la sociedad en su conjunto, que en cualquier caso su estructura presente es la única posible y que no puede ser modificada sin causar inmensas desgracias”. 

Piketty estudia también cómo la globalización, tal como existe hoy en día, defendida casi por igual por las derechas y las izquierdas, no ha hecho sino acrecentar la desigualdad en el mundo. La frustración creada en la clase trabajadora hace que esta desconfíe de los organismos supranacionales con lo que aparecen movimientos identitarios, nacionalistas, xenófobos, que son aprovechados precisamente por las clases dirigentes para beneficiarse. Para Piketty, estas desigualdades crecientes, que ninguna política, del signo que sea, aborda realmente, provocan el crecimiento de populismos y nacionalismos (se detiene, en particular, en el caso catalán), un retorno al nativismo, calificándolos de medios para crear desigualdades, donde siempre una élite acomodada o rica es la que promueve separarse para compartir menos con el resto. Igualmente, ve una desafección con la UE que defiende básicamente el comercio y el actuar de los más favorecidos, con guerras fiscales entre países, con beneficios y prebendas fiscales para unos u otros, con consensos que son imposibles porque cada país tira para su lado, siempre en contra de la equidad. Es por ello que Piketty propone que la UE debe convertirse en una federación con una política social e impositiva común, una sociedad participativa e internacionalista, apoyada en el federalismo social y fiscal entre países.

En cuanto a las empresas, promueve una titularidad compartida entre accionistas y trabajadores, en los que estos tengan el 50% del poder de decisión, de tal modo que la propiedad se reparta más equitativamente.

Muy interesante resulta, asimismo, el estudio de cómo la izquierda, en casi todo el mundo, ha pasado de ser el partido de los trabajadores al partido de los titulados, una izquierda de casta que Piketty denomina la “izquierda brahmánica” en alusión a la casta más poderosa, por encima del bien y del mal, en la India. Demuestra con numerosas estadísticas que los votos que recibe la izquierda actual europea vienen sobre todo de las clases mejor situadas, de los universitarios. Esto, para empezar, rompe ya con el espíritu original de izquierdas pero, además, ha generado una desafección de las clases más desfavorecidas y de los trabajadores de base hacia la izquierda, pasando muchos votantes de la extrema izquierda a la extrema derecha porque están huérfanos de verdadera representación, apresados entre dos élites. Este cambio de paradigma en la izquierda, muestra Piketty, también afecta a la organización del sistema educativo, donde los hijos de las clases favorecidas están sobre representados en universidades y escuelas privadas, recibiendo además más financiación ya que sus propios padres están en el poder.  Esta izquierda de los titulados no es sino un resurgimiento de la desigualdad de clases. Y yo diría, además, una demostración de cinismo de estos titulados, bien posicionados y con rentas altas, que se autodenominan representantes de los trabajadores y los tratan con un paternalismo mezquino. Es cierto que la izquierda de los titulados defiende mayores impuestos a los ricos que la derecha liberal, pero “ma non troppo”, porque ambas comparten la defensa sustancial de la propiedad privada. 

Al final del libro, Piketty pasa del análisis a las propuestas, a la parte a priori más interesante y que, precisamente por ello, queda un tanto descompensada en la obra. Estas propuestas están mucho menos analizadas y contrastadas que el estudio histórico anterior, caen como normas dictadas desde lo alto y les falta el entramado crítico tan excelente que Piketty hace en los 15 capítulos anteriores.

Afirma que es posible superar el capitalismo y construir una sociedad más justa e igualitaria basada en un socialismo participativo, en el social-federalismo, en que las empresas sean participadas por los trabajadores y en la creación de impuestos a la propiedad que permitan conceder a cada ser humano un capital básico de salida, una herencia universal, que ecualice en cierta medida el comienzo de la carrera en la vida, a los 25 años. 

Más en concreto, este socialismo de nuevo cuño se basa en lo que Pikkety llama la propiedad justa, en el reparto real del poder y del voto en las empresas (propiedad social de las empresas, a medio camino, por tanto, entre la empresa privada y la empresa estatal); en un impuesto fuertemente progresivo sobre la propiedad y en la creación de una forma de propiedad temporal que impida la acumulación de patrimonio, siendo esta, como luego veremos, su propuesta menos sólida. Todo ello debe ir acompañado, manifiesta el autor, con un sistema educativo equitativo y una fiscalidad universal. Para que esta redistribución funcione, los impuestos deberían ser, por tanto, directos, sustituyendo el IVA (que no distingue las rentas de las personas) por un impuesto sobre el patrimonio total. En palabras de Piketty, se trataría de crear un impuesto sobre la propiedad, para permitir financiar la dotación de capital para cada joven adulto y desplegar una forma de propiedad temporal y de circulación permanente de los patrimonios. Un impuesto que se aplicaría a todos los activos, inmobiliarios, financieros o de cualquier tipo que la persona posea y siempre adicional al tradicional impuesto sobre la renta.

A fin de rejuvenecer la UE, el economista francés propone cambiar su estructura política creando una Asamblea Europea de máximo poder en la que el 80% de sus miembros provengan directamente de los Parlamentos nacionales (en proporción a su población, algo que no gustará a los países pequeños) y el resto sean elegidos entre miembros del Parlamento europeo. Asimismo, propone mutualizar la refinanciación de las deudas públicas, algo que será difícil de entender en los países norteños poco endeudados. Aquí, hay que señalar cómo Piketty considera una falacia que haya países más laboriosos que otros. Como señala, no es sostenible a escala planetaria un modelo alemán de fuertes exportaciones porque si todos exportan, ¿Quién importa?. El bienestar alemán se basa, en cierta medida, en la pobreza de otros, en la desigualdad, en la escasa entropía del sistema económico mundial. Piketty argumenta que, aun así, los trabajadores de los países ricos, con superávits, deberían apoyar esta justicia fiscal global porque las desigualdades dentro de cada país son mucho mayores que las que existen entre países y una redistribución financiera global acabaría por favorecerles. 

A pesar del detallismo y profundidad del ensayo, Capital e ideología tiene también puntos flacos. Yo destacaría cuatro:

- Un análisis demasiado centrado en Francia y en otros países, como India o Suecia, que no son representativos de la historia humana universal. En particular hablar de la izquierda de la India que se alía con el islamismo hindú como una oportunidad perdida para la igualdad, se me antoja una cabriola muy forzada. No analizar las sociedades española o portuguesa de los siglos XVI-XVII-XVIII, y hablar más del Haití francés para estudiar las sociedades coloniales, parece poco riguroso.

- En una obra que promueve de manera decidida unas empresas más participativas y gobernadas por el conjunto de sus trabajadores, despacha a las cooperativas como algo marginal, casi agrícola, en unas pocas páginas, olvidándose de realidades industriales tan potentes como la Corporación Mondragón. Siendo un pilar importante de su propuesta debería, cuando menos, haber analizado lo ya existente en ese terreno, viendo sus pros, sus contras, sus éxitos y sus carencias, sus fortalezas y sus debilidades. Parece, aquí, que Piketty quiere inventar una rueda que ya está inventada. O peor, simplemente, desconoce la realidad. Incluso la realidad actual cooperativa está en España mucho más avanzada que la que propone PIketty, con “un trabajador, un voto” mientras que Piketty otorga el 50% de los votos a los detentadores del capital.

- Se centra casi exclusivamente en las desigualdades en términos de patrimonio entre grupos sociales o naciones. Olvida otras muchas desigualdades (de acceso a la cultura, acceso al ocio, de discriminación por género, a causa de la experiencia en la empresa, las diferentes necesidades por el simple hecho de que alguien le guste ser guitarrista urbano y a otro ingeniero, por vivir en el campo o en una gran ciudad, por los condicionamientos religiosos, familiares, etc.) Los grupos sociales, y especialmente el de los más desfavorecidos por el simple hecho estadístico de ser muchos más, no son homogéneos y tienen fuertes desigualdades internas también. Si hubiera tenido en cuenta más factores, posiblemente la foto de la desigualdad no le saldría tan mal parada. Estoy convencido de que, aunque demasiado despacio, demasiado tímidamente y demasiado poco, la desigualdad se va reduciendo a lo largo de la historia. 

- Y, sobre todo, sobre todo, sobre todo, que Piketty olvida lo que para mí son los nudos gordianos del asunto: cómo contener la codicia humana, cómo contener el egoísmo humano y cómo asegurar que el reparto se hace correctamente de manera objetiva.

Así, podemos ver este olvido en una de las propuestas clave del libro, cuál es crear un impuesto importante sobre el patrimonio que permita entregar una dote básica universal a todos los jóvenes y disminuir las desigualdades en general. En un mundo ideal, de almas cándidas, puede ser una propuesta de valor. Pero la realidad, también histórica y persistente, es que los que reparten, reparten siempre mal; que los impuestos se usan para lo que no tienen que usarse; que los que deciden el reparto siempre se llevan la mejor parte y se enriquecen a costa de esos impuestos, que compran voluntades repartiendo a unos sí y a otros, no. Y eso ocurre porque esos seres humanos, en todo el planeta, en toda la historia, en todos los sistemas, se corrompen de manera casi automática en cuanto están en el poder y tienen la capacidad de repartir. Así, la desigualdad sólo cambia de manos pero no desaparece. Piketty debería haber analizado las restricciones que impone la necesidad de que haya alguien que reparte y que ese alguien, con toda seguridad, no lo hará honestamente.

Por otro lado, ¿cómo se lleva a cabo tal transformación? ¿los que poseen todo van a cederlo con agrado? ¿sólo la cultura democrática va a lograr lo que 10.000 años de historia no han logrado? ¿los conservadores se van a volver comunistas y viceversa, por arte de magia? ¿Basta que se vote que los ricos deben compartir su riqueza para que estos lo hagan? Es más que notorio que no será así. Aquí, Piketty se desliza hacia un idealismo virtual que no es correcto. No basta decir que “si el hombre fuese mejor, esta propuesta triunfaría”. En tal caso, no haría falta tal propuesta. Las propuestas deben ser válidas para este mundo real lleno de codicia.  

Igualmente, y en el lado de los desfavorecidos, en toda sociedad hay personas que se esfuerzan y personas que se aprovechan del trabajo ajeno, cigarras y hormigas. No por ser paria o pobre se es ético ineludiblemente. Sabemos desde hace 2000 años que es más difícil que un rico entre en el reino de los justos que un camello pase por el ojo de una aguja, pero no sabemos cuántos de los pobres pasarán por dicho ojo. Piketty no entra a diferenciar entre la desigualdad provocada por la falta de oportunidades, la mala suerte o, simplemente, haber nacido en el lugar o en la época equivocados (situaciones en que toda repartición de recursos es una obligación moral) de la desigualdad provocada por no querer trabajar, por ser cigarra, por ser un despilfarrador. Piketty no analiza esta desigualdad de carácter propiamente humano que, también, genera desigualdad económica. No es lo mismo aplicar un impuesto sobre el patrimonio a un gandul que ha dilapidado todo lo que ha tenido (y, por tanto, no pagará impuesto alguno, porque se ha quedado sin nada), a un explotador de obreros (que bien merecido lo tendría), a un especulador (que también lo merecería), que a un trabajador que ha logrado comprar una casa, ahorrando y trabajando mucho toda su vida,  para que sus hijos vivan mejor que él (que pagará ese impuesto, quitándoselo a sus hijos, incluso no pudiendo heredar la casa). No es lo mismo dar una herencia universal a una joven estudiante o trabajador que se aplica y esfuerza cada día que entregarla a un joven que va de fiesta en fiesta sin ánimo alguno de trabajar o estudiar, aun cuando pudiera hacerlo. 

Piketty no entra a analizar esta desigualdad propiamente vital, sicológica, humana, previa a todas las demás. ¿Sólo la educación cambiará esto? ¿Los 7000 millones de personas tienen anhelos semejantes? ¿Todo el mundo va a tener los mismos altos valores éticos? ¿Se van a olvidar las constricciones religiosas de un día para otro? ¿No es precisamente lo ideológico lo que conforma la realidad? A mi modo de ver, esta falta de análisis del encaje de sus propuestas en el despiadado mundo real es una carencia importante. Adolece de una ingenuidad impropia de la profundidad del resto de su trabajo. Porque las propuestas de Piketty deben aplicarse sobre el mundo real, no sobre un mundo virtual maniqueo donde hay unos malos, muy malos (que los hay), que piensan todos igual, dominando a muchos buenos (que también los hay) que piensan todos igual. Las 1000 páginas iniciales del propio libro demuestran que el reparto equitativo no surge espontáneamente o por convencimiento racional en la historia. Y, atención, no digo que las propuestas no sean válidas sino que no están tan bien elaboradas y sometidas a crítica como el resto del ensayo.

Y, claro está, el libro se publicó antes de la pandemia, sin duda un hecho social, político y económico que permitirá escribir una versión actualizada. Los conceptos básicos sobre desigualdad, injustica e ideología seguirán ahí. Si, como queda claro tras más de 1000 páginas, el culto a la propiedad siempre ha estado ahí, no parece que un virus vaya a cambiar esto. También hubo pandemias, y mucho más graves, en el pasado y el propietarismo sobrevivió. Pero será interesante leer el análisis que Piketty pueda hacer sobre su influencia en el futuro y de cómo – no hace falta ser Piketty para preverlo- serán los más pobres los que sufrirán más las consecuencias. Me gustará ver la posición de Piketty sobre esta Europa rica que prefiere ponerse 3, 4 o 5 dosis de vacuna ella misma a que otros miles de millones se pongan la primera. Propietarismo también de la salud y la vida, por supuesto, perfectamente justificada por las clases dirigentes y por las no dirigentes. La codicia inherente al ser humano. ¿Puede exportarse, entonces, la socialdemocracia europea del nuevo cuño al resto del planeta cuando los europeos, todos, demuestran tal egoísmo?

Capital e ideología es un libro que hay que leer, y que hay que leer lentamente, reflexionando sobre los datos y los juicios, sobre las estadísticas y las propuestas. A mi juicio, Piketty se deja cosas de calado en el tintero pero lo que explica es un deleite intelectual, hace pensar, se esté o no de acuerdo; sea para alabarlo o para criticarlo. 

En cualquier caso, abrir el debate ético sobre la propiedad privada, cualquiera que sea el resultado al que nos lleve tal discusión, es algo que no es nuevo y que afecta a lo más profundo del modelo social humano. Es una cuestión de suma relevancia.
  
 





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