De chiquita, cuando despertaba, lo primero que sus ojitos avellanados veían por la ventana de su alcoba era aquella inmensidad azul y rizada que nacía en el puerto y se desbordaba hacia el horizonte donde una bruma grisácea fundía mar y cielo de tal modo que Elvira nunca pudo distinguir la diferencia entre ambos. Había oído contar a su madre cómo su abuelo Jontxu salió un día, al igual que lo hacía cada tarde, en el Virgen de la Paz para capturar verdeles y jureles, platijas y doradas, cuando una galerna repentina y furiosa se lo llevó para siempre al fondo del océano, junto a anclas y pecios de todos los tiempos. Pero su madre rezaba cada día al Señor que está en el cielo por el abuelo, así que supuso que ese cielo debía estar bajo aquellas aguas cuyo rumor acompañaba su existencia. Y que, cielo y mar, mar y cielo, eran una misma cosa infinita.
Sus más difusas memorias tenían que ver con el mar. En la escuela, construida precariamente en el extremo del dique del oeste, más de una vez se llevó una regañina de la maestra por prestar más atención a los vapores que atracaban y a las gaviotas que sobrevolaban las cajas llenas de hielo y peces, que a sus explicaciones. Sus sueños le hablaban de remotos lugares más allá del mar. Sus primeros escarceos con los muchachos fueron en el baile del puerto, durante las fiestas de Agosto, cuando el Ayuntamiento engalanaba los diques con lucecitas de colores y banderolas, y llegaban al pueblo aquellos carromatos que, al abrirse, se convertían en una cocina ambulante de churros y bollos. Allí, junto al mar, conoció a Juan Mari. Era marinero, como todos en el pueblo. Una mañana le regaló una caja de sardinas. No le dijo nada. Sólo se la dio mientras le sonreía con aquella expresión despistada que acabó enamorándola. Cuando se casaron, tres años más tarde, celebraron las nupcias con una comida en el puerto donde Paco, el tabernero, montó unas mesas corridas engalanadas con flores, a la vez que decoró las casas con guirnaldas y festones. Al atardecer, cuando ya los contrayentes sólo deseaban navegar por sus cuerpos y perderse en las olas de su deseo, todos los invitados lanzaron las guirnaldas al mar a la par que deseaban sus mejores votos para los recién esposados.
El océano la acompañó durante años mientras añoraba a un marido que iba convirtiéndose en un desconocido con cada larga travesía y sufrió cuando las tormentas encrespaban el oleaje y buscaban mártires que llevar a las honduras. Sus sueños, que cada vez eran más imposibles, morían en aquel horizonte acuoso que parecía infranqueable. Fue el mar, también, quien arrulló el sueño de María José, su hija; más tarde decoró su niñez y sus juegos y, por fin, se la llevó lejos cuando un marino cubano, sensual y meloso, la convenció para que se fuera a La Habana con él. Y las cartas de la niña, piensa Elvira, llegan tan de tanto en tanto que parece que la haya olvidado. Se siente sola. El mapa de su corazón se ha delineado con ausencias y conversaciones para sí misma, con sueños inalcanzables y sábanas frías.
Aquella tarde, como todas, estaba sentada a la puerta de la casa. Cosía las redes que la fuerza de los peces y las corrientes habían deshilado. El sol estaba alto y se había quedado sola porque las otras mujeres preferían empezar la labor cuando casi oscurecía. Total, poco había que hacer en el pueblo mientras los maridos y los novios perseguían bancos de anchoas en Gran Sol. Tardarían en volver al menos dos semanas más. Hacía calor y se había desabrochado dos de los botones de la camisola para que el aire que corría aliviara el calor de sus pechos y su cuerpo.
Apareció casi de sopetón, por detrás del faro. Con sus dos velas blancas, henchidas por la brisa y un foque que se afanaba por dirigirse hacia la bocana del puerto. Su casco era de madera clara la cual, al contacto con la luz reflejada, brillaba con caracolas arco iris. Elvira lo siguió con la mirada. No era habitual que barcos ajenos llegaran hasta allá.
La goleta dobló a estribor y una silueta que corría por la cubierta destensó el trinquete. Despacio, se deslizó hacia el atraque muy cerca de donde Elvira cosía. Abarloado al costado del Nuestra Señora, que estaba en reparaciones, la preciosa nave pareció descansar de un largo viaje. Pasó algún tiempo sin que nada, aparte de las gaviotas revoltosas, llamara la atención de Elvira. Casi se había olvidado de la goleta cuando vio que él saltaba a tierra. Era bello, pensó. Llevaba una camisa de cuadros que colgaba sobre unos pantalones de pana azules. Su pelo asomaba en rizos por debajo de una gorra marinera y su piel estaba bronceada. Al hombro, un pequeño macuto que sujetaban unos brazos musculosos. Y, sobre todo, aquel rostro que Elvira no podía evitar redibujar con su mente, como si estuviese recorriendo con sus dedos cada rasgo. Se asustó de que el hombre se diera cuenta de su descaro y se asustó, aún más, de sus propios pensamientos.
- Buenas tardes – aquel viajero se había encaminado directamente a ella, lo que la alteró aún más- ¿sabe dónde podría tomar algo fresco? Acabo de amarrar mi barco y me gustaría descansar un rato frente a una cerveza.
Era bello, Dios. Lo era. Tanto que tardó en recobrar su compostura, cosa que hizo cuando un golpe de sensatez la volvió en sí de pronto.
- Encontrará todo cerrado hasta dentro de dos horas. Este es un pueblito pequeño y el tabernero jamás perdona su siesta.
Rió y su sonrisa convenció a Elvira de que el mundo era mucho más hermoso que lo que aquellos malecones encerraban.
- Si lo desea, puedo ofrecerle algo….yo vivo aquí atrás – señaló la puerta entreabierta de la casa- y, bueno, no sería ninguna molestia…
Nunca supo dónde encontró el valor para invitar, así de pronto, a un desconocido del que no sabía nada ni cómo transcurrieron los minutos entre el momento que lo hizo y cuando ya conversaban ante dos cervezas – de lata, porque ella nunca había imaginado que un momento así llegaría- sentados, frente a frente, en la cocina de la casa. Se llamaba Adrián y amaba el mar. Para ganarse la vida ejercía de guía ocasional y de reportero de viajes en una revista que le pagaba por historias sobre mares australes e islas de cocoteros.
Él le contó de sus navegaciones. De las islas de coral que había visto en el Pacífico. De los cormoranes que le avisaban de la proximidad de una tierra que él aún no podía divisar. Le habló de la goleta y de por qué se llamaba Intrépida, en recuerdo de un paso por el cabo de Hornos que hubiera asustado al mismísimo demonio. Le relató aquellas noches de agosto, lejos de cualquier ruta, cuando millares de luminarias volaban por el cielo y de cómo él, con cada una de ellas, expresaba un deseo que, en realidad, siempre era el mismo. Habló de delfines que saltaban junto a la goleta jugando a ser más rápidos que su proa y que se ocultaban bajo la quilla para, más tarde, aparecer en la otra eslora. De temporales que rompían palos y hacían que uno rezase todo lo que su madre le había enseñado. De jarcias y bitácoras, de gavias, de peligrosos abrojos y de calimas misteriosas. De praderas de espuma salada. De la luna que, en el medio del mar, siempre es más grande.
Ella le contó de soledades mal llevadas, de María José y sus cartas que cada vez llegaban más espaciadas; de sus sueños de antaño donde aparecían ciudades con grandes parques y teatros. De románticas cenas en terrazas alumbradas por velas de colores; de acordeones y bandoneones que acompañaban un baile lento; de los viajes por todo el mundo con los que soñó de niña y que nunca logró realizar. Le habló de noches en vela mirando cómo los relámpagos iluminaban a lo lejos la mar encrespada; de entierros de hombres cuyos cuerpos nunca devolvía el mar y de lutos tristes en las tardes de invierno. De sus ansias por salir de allí, por sentir pasiones no permitidas, por olvidar las redes rotas y el olor a pescado. Sin saber por qué, le contaba a un desconocido todo aquello y le susurró acerca de lo dura que es la oscuridad sin un cuerpo al que abrazarse o de lo triste que es una amanecer sin un beso de buenos días. Deseaba no ser ella la que esperara al mar, sino embarcarse y navegar hasta aquel horizonte para comprobar si era el cielo que creía cuando niña.
Y él le dijo que sí, que todo eso era posible. Se lo dijo sin palabras, cuando la miró de aquella manera que la arrastró al fondo de sus ojos y al anhelo de sus manos.
Se despertó desnuda en una cama solitaria pero caliente y llena de aromas de besos. La noche había ya caído. Se acercó a la ventana y vio que la goleta doblaba el faro y se dirigía hacia aquella luna de alabastro que, efectivamente, estaba más grande que nunca. Levantó la mano y la agitó en una despedida que nadie pudo ver. La brisa que llegaba del mar acarició su cabello y creyó oír que le susurraba un adiós.