Se trata de 25 poemas seleccionados de entre todos sus libros. Una combinación acertada de sus versos más populares con los más reflexivos.
31/7/08
Antología personal
Se trata de 25 poemas seleccionados de entre todos sus libros. Una combinación acertada de sus versos más populares con los más reflexivos.
Juegos en la tarde lluviosa
Aquel otoño fue particularmente lluvioso y ventoso y esto hacía que los muchachos sintieran con especial realismo la presencia de velas henchidas, olas que barrían la cubierta y guardias vigilantes bajo la niebla fantasmal que, como todo el mundo sabe, siempre precede a la llegada de una nave facinerosa.
Aquella tarde, habiendo dado ya buena cuenta de la dulce mantequilla, Ismael y Alberto izaron su bandera en lo alto del asta de la torre sur. Una vieja sábana que su tía Montse les había regalado y en la que, con paciencia y arte, habían dibujado su blasón. Discutieron, como hacían cada día, dónde situar las baterías que defenderían la fortaleza y, simulando con sus manos un catalejo inexistente, otearon el horizonte intentando abrirse paso entre la niebla que subía desde el agua. Ismael – capitán de día, pues se alternaban en el mando cada jornada- mandó con voz firme:
- Baje a comprobar los pasadizos, Sr. Alberto.
- A la orden, mi comodoro – el otro niño se cuadró imitando lo que muchas veces había visto en las películas.
Alberto bajó la escalinata y, uno tras otro, fue recorriendo los túneles que comunicaban el patio central con la pasarela exterior. Esta se llenaba de paseantes durante el verano pero en cuanto las hojas empezaban a caer permanecía desierta por el resto del año ya que si la lluvia le sorprendía a uno estando allá arriba, era seguro que acabaría calado antes de llegar a la ciudad. De hecho, los niños recibían permanentes reprimendas de sus madres porque no eran pocos los días en que aparecían completamente empapados y tampoco era extraño que pillaran sus buenos resfriados.
Alberto inspeccionó los túneles del sur y, a través de los ventanales, comprobó que la niebla era ya espesa. Sería difícil divisar barcos. Un buen día para atacar el fortín, pensó. Si él estuviera en el otro bando, elegiría un día así. Empezó a llover con ganas y el niño se parapetó bajo uno de los pasadizos esperando que amainara para regresar junto a Ismael. Pero el cielo se volvía cada vez más ceniciento y la lluvia era muy molesta porque, más que caer, volaba horizontalmente impulsada por la ventisca. Alberto llamó a voces a su amigo pero no recibió contestación. Pensó que, con la que estaba cayendo, habría corrido ladera abajo a refugiarse en casa.
Un par de truenos cercanos acabaron por asustar al chiquillo. Su valentía de soldado imaginario se esfumó y el frío que la ropa empapada le producía le hizo correr hacia el túnel.
Gritó. Y, por un instante, se quedó inmóvil. El individuo, vestido con una ropa ajada y sucia, le miró, sobresaltado también. Tenía unos ojos profundos y una descuidada barba. Llevaba un sombrero de gamuza que chorreaba agua y unos zapatos que a Alberto le parecieron botas piratas. Estaba sentado, casi agazapado, al borde del túnel y su silueta se recortaba contra la cortina de lluvia que caía fuera.
Alberto supo, en ese instante, que los piratas habían desembarcado y echó a correr en dirección contraria. No osó mirar atrás hasta que llegó al pueblo, jadeando y mojado hasta los huesos.
Tras la bronca que su madre le echó fue a contárselo todo a Ismael. Estaba seguro de que sus juegos ya no eran tales y que feroces enemigos estaban desembarcando. Pensaron en contárselo a sus padres, o al jefe de los municipales, o al maestro. Lo decidirían al día siguiente. Aquella noche, Alberto durmió mal y se despertó en varias ocasiones con la imagen del barbudo y extraño visitante.
Cuando caminaban hacia el colegio, seguían discutiendo a quién decírselo.
Entonces, le vieron. El hombre mal vestido, ya seco pero con su mismo sombrero, estaba sentado en la puerta de la iglesia pidiendo limosna a las feligresas que, siempre las mismas, acudían a la misa matinal.
- ¡Piratas! – dijo Ismael con cierto desprecio mientras miraba a Alberto.
- Bueno, yo pensé…
Ismael se dedicó durante tres semanas a burlarse de su amigo pero, por si acaso, no volvieron a izar su bandera en el torreón.
La batalla del Ebro
Narrado en tiempo presente, lo que confiere al texto una proximidad notable, Reverte combina hábilmente los testimonios personales, el relato de la batalla y los partes de guerra de ambos mandos. La escritura es amena, no cae en el tremendismo, y trata las experiencias particulares humanas con sensibilidad y ternura. De hecho, son estos recuerdos reales de los participantes lo más valioso de la obra. Cada capítulo- y, en general, son breves- es una historia en sí misma.
En cualquier caso, y aparte de las simpatías que el autor pueda reflejar por uno u otro bando, es un ensayo novelado muy documentado, con más de 700 páginas, repleto de citas y referencias que servirán para profundizar aún más al que se lo proponga.
29/7/08
Arquitecto de templos
Pero cuando Tomás, a sus catorce años, se plantó delante de la blanca catedral quedó atónito. Le parecía imposible que todos aquellos enormes bloques de piedra encajaran de forma tan exacta. Se quedo boquiabierto cuando, muy arriba, observó las gárgolas con cuyas caras feas, dicho sea de paso, tuvo pesadillas por muchos meses. Siguió con la mirada la pendiente con que las torres intentaban tocar el radiante cielo del mediodía y dibujó con su vista el laberinto de recovecos, la urdimbre de recodos, las arquivoltas y la telaraña pétrea de la estructura. Su imaginación se desbocó al pensar en las miríadas de seres que podían vivir y esconderse tras el bosque de columnas y capillas. Aplaudió, con la inocencia de su edad, cuando el sol cruzó las vidrieras y transformó el suelo en un cuadro de mil tonos de colores irisados.
En los meses que transcurrieron soñó con ser constructor de catedrales y hacerlas tan hermosas y enormes que todos le envidiarían por su talento. Pero el estudio no era un talento que le perteneciera. Podía dibujar decenas de edificios, a cada cual más fantasioso, pero no era capaz de entender una de las simples ecuaciones que su maestro se empeñaba en explicarle. Concebía templos gráciles y etéreos pero jamás pudo comprender las intrincadas fórmulas de geometría que sus compañeros de clase tan bien conocían.
Este hechizo por las iglesias se desvaneció, unos años después, cuando Tomás descubrió el hechizo, aún mucho más poderoso, de las mujeres y del primer amor. A trancas y barrancas finalizó sus estudios primarios y trabajó, como aprendiz, en varios oficios sin mostrar interés real por ninguno. Aún así, para su vigésimo segundo cumpleaños, tenía ahorrado un dinerillo con el que decidió que era hora de recorrer el mundo. Sentado en autobuses baratos, trenes de tercera clase y mendigando que los conductores le llevaran, logró recorrer gran parte del país y acabó, un verano tormentoso en que todas las tardes parecían adornarse con un arco iris, en Barcelona. Para entonces, sus ahorros se le habían acabado pero sus habilidades habían crecido. Sabía pintar, sabía modelar pendientes y sortijas con alambres y cuero, era diestro llenando botellas con arenas de colores e, incluso, tocaba la flauta con mucha habilidad. Combinando todo aquello, creaba espectáculos improvisados en las Ramblas o en el Paseig de Gracia que, pocos nativos y muchos turistas, pagaban con algunas monedas.
Un quince de septiembre –lo recordaba bien- ocurrió aquello que le devolvería a su niñez. Por aquel entonces se hospedaba en una pensión de baja estofa y peor reputación donde compartía cama con otro saltimbanqui de la vida. Él dormía por la noche y el otro tipo por la mañana. El otro individuo era dado a afanar todo lo que encontraba, le sirviera o no, especialmente en los supermercados. Ya le habían detenido algunas veces pero salía a los pocos días porque se trataba de hurtos menores. Algunas veces, esto deparaba una buena comida a Tomás pero, en general, sólo servía para llenar la pequeña habitación de cosas inútiles como cajas, decenas de cirios coloreados, botes de limpiacristales o pastillas de jabón caducadas.
Cuando aquel quince de septiembre abrió la puerta, vio la cama y gran parte del cuartito lleno de rollos de papel higiénico. Tantos que era prácticamente imposible estar dentro. Tomás se preguntó, primero, cómo su loco compañero podía haber robado tal cantidad de papel y, segundo, se enfadó con la molestia que todo aquello provocaba. Tenía que encontrar otro alojamiento, eso estaba claro. Pero, ahora, lo más urgente era deshacerse de toda aquella porquería. No sin esfuerzo bajó gran parte de los rollos al portal con la intención de echarlos al contenedor de la esquina. Cuando, a trancas y barrancas, los arrastraba un par de rollos se salieron de las bolsas y se desenrollaron sobre la acera y sobre la rejilla de ventilación de la línea cuatro del metro. En un instante, impulsado por el potente chorro de aire caliente, las largas tiras de papel se elevaron hacia el cielo, bailaron juntas durante unos segundos y, luego, se enroscaron formando esculturas blancas que danzaban en lo alto. Con la sorpresa, más rollos cayeron y siguieron la misma senda de los anteriores, creando una efigie enorme sobre la boca del suburbano. Súbitamente, a Tomás le llegaron los recuerdos de su infancia. Los rollos de papel que brincaban se le transformaron en torres de templos, en arbotantes majestuosos y en cimborios asombrosos. Allí mismo tuvo la idea. Si el azar podía crear aquello, qué no haría el arte del hombre. Como pudo, llevó el papel estropeado a la papelera pero regresó con el resto a la habitación. Al final, quizá el chalado cleptómano con el que compartía lecho le había hecho un favor.
Lo pensó todo aquella noche. Era sencillo y se preguntó cómo no se le pudo haber ocurrido antes.
Por la mañana, con una bolsa llena de rollos de papel higiénico, se sentó junto a la gran celosía metálica por donde salía el aire del metro que discurre bajo el Passeig de Gracia. El flujo era constante y poderoso. Tanto mejor. Y la gente no pasaba sobre él. Unos porque les molestaba la ventolera. Otras para que sus faldas no volaran imitando a una Marylin improvisada. Eso le daba oportunidad de trabajar sin impedimentos.
Con paciencia, sus manos – ya hábiles – fueron tomando retales, haciendo nudos aquí y allá, tendiendo arcos y formando bóvedas de papel. El aire, que para su obra era como la argamasa que une la sillería, sostenía su edificio y lo mantenía vibrando en las alturas. Poco a poco, su catedral fue creciendo en altura. Lo que sus recuerdos y su imaginación trazaban en su mente, sus brazos y sus dedos lo conformaban con el papel.
Una hora más tarde, con un entregado público que aplaudía y dejaba más monedas que nunca, Tomás se detuvo y se alejó unos pasos para ver su creación. Era papel, sí, pero era una catedral. Y él era un arquitecto de templos.
28/7/08
Hypertextopia
El concepto de Hypertextopia se basa en linkar fragmentos de texto mediante un editor gráfico. Uno puede escribir textos que, posteriormente, son unidos entre sí mediante líneas que representan los enlaces. El manejo de los fragmentos y de los vínculos es muy interactivo pudiéndose mover bastante libremente en pantalla, dentro del concepto gráfico de la interface. Los vínculos se colorean de acuerdo a su tipo para una más fácil identificación. Por supuesto, permite enlaces a elementos gráficos.
Hay que señalar que el sitio enfatiza en el concepto de hipertexto axial, es decir que no es totalmente libre sino que tiene un vector direccional en la trama. O lo que es lo mismo, los fragmentos tienen un principio y un final.
La imagen pertenece a la obra The Butterfly Boy, escrita por W. Wollmann.
Por supuesto, Hypertextopia no ayuda a escribir una buena historia. Sólo a presentarla y a simplificar la creación de enlaces digitales.
El hombre en la sombra
Mi buen y amado Príncipe.
Si este escrito llega a vuestras manos, sabed que he muerto sin haber logrado ajusticiar al rey Phelipe que tantas amarguras llevó a nuestras tierras, a mi padre y a vuestra merced. Tened la certeza que hice todos mis esfuerzos por serviros y vengar la muerte de mis allegados y de tantos amigos que resistieron el ataque a Barcelona y el pillaje de las tropas imperiales.
Como nuestra hermandad ordena, he guardado el anonimato durante todos estos años y ni siquiera vos me habéis conocido jamás. Tanto mejor así porque la astucia y el disfraz son los amigos mejores de la venganza. Mi misión – ajusticiar al rey Phelipe- ha permanecido siempre agazapada en mi mente y en mi corazón. He vestido mi odio con las mejores sedas de la cortesía y la amabilidad buscando siempre la oportunidad, acechando a un hombre que, en su orgullosa estupidez, ni siquiera pensó que la muerte estuvo danzando a su lado tantos años. Fingiendo amistad con todos nuestros enemigos logré infiltrarme hasta el entorno más allegado del rey y de su familia, jugué con la infanta Margarita, cabalgué con Méndez de Haro, doña Mariana de Austria me hizo confidencias que ni a su esposo el rey hizo jamás, y llegué a compartir mesa con ese don Diego Velázquez al que tanta amistad ha profesado siempre el monarca. Incluso, la arpía de doña Marcela, tan íntima del Conde Duque, me agasajó con dulces y halagos en más de una ocasión.
Durante todos estos años, he orado cada día a nuestro Señor para que me permitiera alcanzar mi objetivo. He vuelto a ver cada noche a mi padre y a mi esposa Adela, moribundos sobre la muralla de Barcelona. La sangre, y la vida con ella, se les escapaba por aquellas heridas que la metralla de los arcabuceros castellanos les habían hecho en el pecho. Lo recuerdo bien. Era el final de año del 1651 y el asedio a que nos sometieron duraba ya meses. Pasábamos hambre pero no por ello Adela había perdido ni una brizna de la belleza que siempre me enamoró. La angustia de la cercana muerte y el dolor de sus heridas navegaban por sus ojos que permanecían clavados en mí, diciéndome sin palabras que la vengara. Y mi padre, mi buen padre, muriendo a su lado, alcanzado por el mismo fuego que mataba a mi esposa. Los tenía en mis brazos, viéndoles marchar a una muerte provocada por las armas que debieron ser amigas y no asesinas de hermanos de patria. Aquella tarde, mi señor, juré a mi padre que les vengaría a ellos y que os serviría; que pelearía con toda mi alma y toda mi inteligencia para derrocar a este soberano cruel y poneros a vos en su lugar.
Nosotros éramos fieles vasallos del rey Phelipe. Y, sin embargo, nos traicionó esclavizándonos con impuestos y levas de hombres cuyo único fin era pagar las derrotas que, una tras otra, iba acumulando ese monarca ciego. Nuestro reino, otrora tan poderoso, se va deshaciendo por su culpa. El duque de Braganza es ya Juan IV de Portugal; el marqués de Ayamonte y el duque de Medina Sidonia debieron rebelarse para intentar acabar con el descontento que la política de la corte había generado en toda Andalucía; Nápoles y Sicilia están en motines constantes; nuestros Tercios, hasta no ha mucho invencibles, fueron destrozados en Rocroi; las Provincias Unidas son independientes desde que Phelipe firmara la vergonzante paz en Westfalia. El Rosellón, tierra nuestra desde siempre, cedido a los franceses. Cerdaña perdida. Artois en manos francesas. Y, si no se buscaba el tirano suficientes problemas con los países vecinos, debió atacarnos en nuestra propia tierra. Sus mercenarios pasaron – vos, lo recordaréis- por Cataluña, camino de la batalla con el francés, cometiendo tales desmanes que más pareciesen enemigos acérrimos que compatriotas.
Sí, mi señor, mi reverenciado padre estaba en lo cierto cuando eligió serviros. Y yo también he honrado la justicia cuando os he seguido y cuando juré a mi padre el hacerlo. Aquel día, con mi Adela ya muerta, mi padre me contó de su compromiso con vos. De su trabajo por lograr que fueseis rey. Me pidió, y yo juré sobre su cuerpo, que proseguiría su labor y que nadie sabría nada hasta que hubiese matado a Phelipe. En el secreto estaba la única posibilidad de éxito. Sólo ocultándome de los espías de la corte cabía albergar alguna esperanza.
Sin embargo, mi Príncipe, he de pediros perdón porque no he conseguido acabar con él. Es un rey necio pero bien protegido. Sabéis que ha sido hombre desconfiado, siempre bien guardado por soldados y matarifes de confianza. Hubiera sido un suicidio acercarse a él con un puñal. Intenté en varias ocasiones envenenar su comida pero sus cocineros preparaban cada día decenas de platos de los que sólo alguno llegaba a la mesa de Phelipe. Diez años he perseverado en mis afanes de muerte, siempre animado por el odio que el perverso tirano me inspiraba. Pero todo ha sido en vano y ruego a vuestra merced que perdone mi fracaso. Juro que hubiese firmado mi eterna condena en el infierno por el pecado de asesinato si con ello hubiera dado fin al reinado del tirano.
Como era expreso deseo de mi padre, mi última voluntad es que conozcáis quién fue éste vuestro fiel servidor. Maquiné, hace unos años, para que el tal don Diego me retratara en uno de sus cuadros. En ese que llaman “La señora Emperatriz con sus damas y una enana” y que colgado se halla en el despacho del rey. Podréis verme a la derecha, un poco en la penumbra, junto a la bruja de Doña Marcela, que casi me sale urticaria por tenerla al lado. Cuando veáis la pintura – que, he de reconocer, que don Diego es diestro con los pinceles- veréis al hombre que durante todos estos años os ha servido en la lejanía. Sin duda atisbaréis una mueca de desprecio y la ira en mis ojos. No es así mi natural. Pero es que, el odiado Phelipe estaba mirándonos mientras posábamos. Don Diego, siempre tan fiel a la escena, llegó a esbozarle en el espejo que pintó al fondo del cuadro. Buen artista he de reconocer que es el sevillano. Pero Dios no le ha otorgado, entre sus virtudes, la de la modestia. Ya veréis que se representó a sí mismo en la zona más iluminada. El muy pedante retrató su figura con veinte años menos de los que en realidad tenía. Aunque lo veáis altivo y elegante en la pintura, tened por seguro que estaba ya entrado en carnes, su rostro bien arrugado por la vejez y malhumorado porque las niñas no se quedaban quietas. En verdad os digo que deseé durante toda la jornada que el mastín que teníamos a nuestros pies se volviera loco y la emprendiera a mordiscos con don Diego, con la vieja de doña Marcela y con el rey Phelipe. Mas tal alegría no hubo lugar y tuve que aguantar allá a todos ellos por largas horas.
Cuando el triunfo os llegue, mi señor, os ruego que honréis la memoria de mi padre, la de mi esposa y la mía propia. No deseo títulos ni homenajes pero sí os pido que la historia sepa que mi familia y yo contribuimos a vuestro éxito que, estoy seguro, llegará tarde o temprano. Que los que tan fielmente os hemos servido, tengamos por fin un rostro en los años venideros. Aunque sea una imagen pintada por mis enemigos.
Muero sin ver el éxito en mi existencia pero con el honor de haberlo intentado.
Siempre servidor vuestro.
27/7/08
Hipertexto adaptativo
El hipertexto constituye uno de los pilares básicos de la literatura digital tal como la conocemos hoy en día. Podemos definir un hipertexto como un conjunto de textos no ligados directamente entre los que es posible saltar mediante el uso de algún artefacto técnico. Esta definición no obliga a que este dispositivo sea digital pero es evidente que ha sido la informática la que ha hecho posible que estos saltos de aquí para allá, a voluntad del lector, sean rápidos y eficaces.
Un corolario directo de este concepto hipertextual es que se pierde la linealidad del relato. Tampoco la no linealidad es algo exclusivo de la digitalidad y existe en obras convencionales publicadas en papel. Baste citar las obras académicas, como enciclopedias o vademecums, las informativas como los periódicos o las literarias como algunas obras de Borges, Cortazar, Nietzche, Calvino o muchos otros. Pero, igualmente, es la informática la que hace posible una falta de linealidad masiva en el discurso. Y la que garantiza al lector una libertad mayor en romper el orden de la lectura. La hipertextualidad, realmente, no añade en sí misma nada nuevo al discurso conceptual narrativo, pero brinda un medio y un soporte avanzado para materializarlo.
Puede afirmarse que, hoy en día, la hipertextualidad en el ámbito literario es un aspecto más formal que de fondo. La literatura digital es, o debe ser, ante todo literatura y sólo, después digital. Un texto aburrido, que no emocione, que no invite a pensar o a soñar, dará lo mismo que esté escrito sobre soporte convencional o sobre soporte digital; que permita una lectura multilineal o unilineal. Aburrirá en cualquier caso. En palabras de Tosca (A pragmatic of Links, 2000) el poder del hipertexto estará en la capacidad lírica de sus vínculos. Si esos enlaces, esos vínculos, esos saltos aportan a la historia y generan nuevas perspectivas para el lector, serán válidos. Si no, serán intentos fallidos y tecnológicamente vacuos.
En muchas ocasiones, demasiadas, la literatura digital se fundamenta en crear una serie enorme de enlaces de manera que se garantice que el lector se pierda en la telaraña de vínculos y se asegure que no encuentre el hilo conductor pensado por el autor. Algunos defienden esta aproximación afirmando que es democrática (en el sentido de que da al lector tanto poder como al autor), que es creadora (en el sentido de que es el propio lector el que, a través de sus muchos saltos anárquicos, crea una nueva novela cada vez) o que es enriquecedora (en el sentido de que los enlaces a informaciones complementarias enriquecen la lectura y el contexto). En todo ello hay parte de razón pero no es también menos cierto que, en general, le lector se aburre. La capacidad de sorprender de los vínculos y de los saltos se termina pronto. El lector quiere algo más que un “seguir”, “retornar”, “abrir la puerta”, “ver qué piensa Anselmo” o un enlace hacia lo desconocido. Quiere, por el contrario, saber qué implican esos enlaces. Quiere profundizar en el por qué de una elección u otra en la mente del personaje. Quiere penetrar en el dilema, en la incertidumbre, en el conflicto de los personajes. La incertidumbre de elegir uno u otro enlace por el simple efecto de elegir no tiene más emoción que la que puede ocurrir al jugar a la lotería primitiva. El auténtico valor de un enlace hipertextual debe estar justo en lo que no es el salto propiamente dicho sino en lo que tal vínculo significa para los caracteres y la trama. Por ello ocurre que, casi siempre, el uso – mal uso y abuso – del hiperenlace es más una tara que un recurso creativo positivo. Se tienen miles de tramas aburridas y quizá ninguna atrayente (appealing, compelling story) . Por así decirlo se confunde el vehículo transmisor el mensaje. Este deja de ser importante para que las obras se centren en el laberinto del medio hipertextual. Una catedral monumental de vínculos que no alberga espiritualidad alguna.
Usado de esta mala manera, el hipertexto tienen algunos efectos indeseables como:
- El lector se desorienta y no obtiene ninguna satisfacción de esa pérdida de rumbo.
- Los lectores ojean las obras, no las leen. Y, muchas veces, con la curiosidad del aburrimiento, no con la pasión de la lectura.
- El lector vuelve a vínculos por los que ya había pasado. En algunos casos, esto es especialmente molesto porque algunos enlaces han sido utilizados en demasía al crear la obra (link overbooking). El usuario se aburre y se pregunta si se trata de ir en círculos repetitivos.
- El número de enlaces puede llegar a abrumar al lector que desiste de continuar el camino del mismo modo que se abandona un sudoku excesivamente complicado. Bromeando, del mismo modo que el sudoku más complicado – y más aburrido- es aquel que tiene todas sus casillas en blanco (y, por tanto, permite un número absurdamente amplio de combinaciones), el hipertexto digital más complicado – y aburrido- será aquel que tenga un absurdamente gran número de enlaces.
- Los lectores no buscan esta multilinealidad. Gee, en The Ergonomics of Hypertext Narrative: Usability Testing as a Tool for Evaluating and Redesign, 2001, realizó experiencias sobre la respuesta de los lectores a los hipertextos encontrando que, para bien o para mal, la gran mayoría de nosotros buscamos un inicio y un final, quizá porque nuestra propia biología los tenga. También halló que la inmensa masa de lectores no desea ser coautor de las obras sino receptor de las mismas. Y estas tendencias naturales tienen un importante efecto práctico. Casi nadie se muestra dispuesto a pagar la misma cantidad de dinero por un hipertexto digital que por un libro impreso.
- El autor puede esperar que la obra sea interesante, y el lector quede interesado, por el artefacto digital construido y no por lo que contiene. Lo cual, generalmente, es un error profundo.
¿Habría que renunciar al hipertexto? ¿Habría que volver a defender la linealidad clásica?
Pienso que ello sería mover el péndulo al otro extremo. Lo que se precisa es, primeramente, no divinizar la literatura digital por su carácter novedoso o alineal. Eso hace un flaco favor a su futuro. Al contrario, hay que exigir:
- Calidad literaria por encima de todo. En ocasiones, a esta premisa se le hace la crítica de que, para pedir calidad, habría primero que definir qué es la calidad literaria o, incluso, que es lo que hace a algo literario o no. Seguramente hay un amplio campo de investigación teórica al respecto pero se me antoja que es un debate estéril. Del mismo modo que es casi imposible definir el amor pero todos lo reconocemos al encontrarlo, será muy complicado definir que es la literatura digital de calidad pero seguro que la reconoceremos cuando aparezca. Y, ello, enmarcado en la democratización que la digitalidad pretende. Porque siempre habrá alguien al que le guste algo. Se trata de que guste, que emocione, que impacte en un significativo número de individuos. Si Shakespeare gustara sólo a diez personas o lo leyeran sólo sus descendientes y amigos (“su blog”) no sería uno de los maestros universales.
- Búsqueda de un modo de hacer hipertexto que realmente aporte. Que cree y añada, no que embrolle y confunda.
La idea del hipertexto adaptativo viene a cubrir este punto.
Si, como hemos analizado anteriormente, la multilinealidad masiva y no controlada tiene más problemas que beneficios, será preciso crear una red de hipertextos que no sean aleatorios, que dejen al lector usar sólo aquellos vínculos que realmente generan unas historias atractivas. Que, ciertamente, no tienen porqué ser unilineales y únicas pero que, desde luego, no son libres y multitudinarias. Debe crearse una red controlada, no laberíntica, diseñada por la mente del autor para que el lector sienta placer literario a medida que avanza por los caminos. Que no son todos los posiblemente existentes sino sólo aquellos que le van a emocionar.
Ser capaz de diseñar ese hipertexto interesante partiendo de cero puede ser tan complejo que, de hecho, no se ha logrado. No tenemos aún entre nosotros Cervantes o Goethes digitales. Pero la tecnología puede ayudar.
Podemos concebir un sistema informático que elija por nosotros aquellos enlaces- de entre todos los posibles- que nos conducen a la línea narrativa más interesante. Una especie de sistema experto que, en función de lo que el lector particular ha leído ya y en función de la base de conocimientos de todos los vínculos posibles, nos guiara hacia lo que nos interesa en realidad. O sea, un hipertexto adaptativo que se reconfigure dinámicamente en función de lo que ha pasado ya, de lo que el lector ha mostrado que le interesa y de lo que falta por leer. El ordenador, entonces, no deja que el lector se aburra explorando caminos que son poco interesantes o no conducen a ninguna parte sino que le expone sólo a aquellos recorridos que realmente merecen la pena.
En el fondo de esta idea, hay un resurgimiento de la linealidad ya que, bajo una multilinealidad en el interface, una mano divina (el autor) está guiando nuestros pasos. Y la libertad del lector, aparentemente total, no lo es tanto sino que está delimitada por los cauces del creador literario. El sistema vela para que el lector “no se pierda” y enlace a lugares que son cercanos –en términos de trama narrativa, no de localización- a lo que estaba leyendo en ese momento, sin saltos en el vacío y construyendo siempre la pendiente que lleva al clímax de la obra.
Un programa de tal tipo mostraría primordialmente todas aquellas ramificaciones que son relevantes para la narración mientras que ocultaría aquellas que no lo son.
Un hipertexto adaptativo supone, además, dar un paso más en el concepto ya que los enlaces de hoy en día son enlaces pasivos en el sentido de que, en su mayoría, dirigen el salto a otro punto predeterminado que es siempre el mismo. Un enlace adaptativo podría variar su objetivo en función de lo que ya se ha leído. El fenómeno usual, antes citado, de entrar en circularidad cuando el lector se encuentra que vuelve a llegar a un nodo por donde ya pasó anteriormente, no se daría con el hipertexto adaptativo. El programa reconocería que el usuario ya había pasado por allá y le dirigiría a otros lugares desconocidos e interesantes.
El hipertexto adaptativo literario es un concepto mucho más fácil de pensar que de llevar a la práctica. De hecho, no existen obras que desarrollen esta posibilidad suficientemente. Sí se están logrando aplicaciones funcionales en el ámbito científico.
A pesar de su dificultad, posiblemente, es el futuro real del hipertexto literario.
Dignidad
Baltasar lo había perdido todo excepto su dignidad. Cada día luchaba por no perderla. Procuraba mantenerse aseado. De las limosnas que conseguía siempre reservaba un euro para ducharse cada dos o tres días en los baños públicos de la ciudad donde, además de agua por quince minutos –más bien fría que caliente- le daban un pedazo de jabón que aprovechaba para lavar la segunda muda de las dos que tenía. Su mayor bien era una maquinilla de afeitar con la que lograba parecer lo que no era. Tanto que bastantes veces se preguntaba si no sería mejor aparentar una mayor pobreza porque muchos transeúntes, al verlo limpio y afeitado, no se conmovían los suficiente para dejarle unas monedas. Aunque, en todos, veía su mirada de recelo, de desprecio o de indiferencia. Una vez, le patearon. Sin motivo alguno. Mientras lo hacían le insultaban y se reían. Le curaron en urgencias pero no le ingresaron porque no tenía seguro. Le costó varios meses recuperarse. Aún así mantuvo alta su dignidad. Algún día devolvería el golpe.Como parte de su batalla por su autoestima pedía siempre lo justo para comer o para lo que necesitaba acuciantemente. Lo escribía en un papel, sin faltas de ortografía. “Por favor, necesito diez euros para comer”, “por favor, requiero veinte euros para comprar una camisa y un pantalón”. Muchos se reían y le espetaban a la cara que seguro que lo pedía para alcohol o prostitutas. Él mantenía la cabeza alta. Su honor intacto. Algún día, devolvería el golpe.
Aquel día necesitaba tres euros para la ducha y lavar su ropa. Así lo pedía. Justo tres euros. Dos señoras, peripuestas, que llegaban al portal donde estaba Baltasar sentado, se fijaron en él e hicieron un mohín de asco. Aún así, una de ellas le dijo a la otra : “en esta ciudad hay cada vez más maleantes. Dale algo para que se largue de aquí. Me da miedo tener a tipos así en el portal”. Y la otra, con desdén, dejó caer un billete de cinco euros en la bandejita. Sin mirar al mendigo abrió la puerta y entró.
- Un momento, señora – oyó a su espalda. Las mujeres se sobresaltaron.
- Ten cuidado, Petra – exclamó una de ellas.
- Agradezco mucho su ayuda señora – dijo lentamente Baltasar- . De todo corazón. Pero sólo necesito tres euros y usted ha sido tan gentil de darme cinco. Permita que le devuelva el cambio.
Y dicho esto, Baltasar le alargó la mano con los dos euros que sobraban. La señora, pálida, sin decir nada y con el rostro de no entender el orgullo de aquel desgraciado mendigo, alargó la mano y tomó las monedas.
Baltasar volvió a dar las gracias y se marchó. Las mujeres no lo vieron pero en su cara estalló la sonrisa del que acaba de obrar digna y honestamente. Y sintió que el mundo le pertenecía porque no se había perdido a sí mismo.
¿Es la literatura digital descentralizadora?
Queda el campo de los defensores acérrimos. Estos suelen enfatizar en el carácter descentralizador de la nueva literatura digital que “libera” al autor de las redes establecidas de publicación, de los editores , de la publicidad y de los canales habituales por los que las obras llegan al lector. Se aduce que cualquiera puede construir una web y poner a disposición de todos las obras que uno crea. Las bitácoras se multiplican (como esta en la que esto escribo) y cada cual tiene sus fieles amigos que le leen y le siguen. Incluso, algunos blogs alcanzan cifras de audiencia muy importantes (aunque, mucho más en los que no son de ámbito literario) pero, a pesar de ello, nos resistimos a creer que son “lectores” en el sentido convencional del término. Esta posibilidad de crear una bitácora, de subir nuestras obras digitalizadas a un servidor y que esté al alcance de todos hace pensar en que la literatura digital es descentralizada y compartida, sin la jerarquía que impone la tradicional cadena escritor->editor.
Pienso que no es así.
Es verdad que la auto-publicación hace que aumente la cantidad de textos a disposición de los lectores (aunque no necesariamente la calidad) y que uno puede dejar de verse a sí mismo como un escritor rechazado por las editoriales, a verse como un escritor poco leído pero con muchas cosas que decir. También es cierto que, al menos en teoría, los menores costes de edición y distribución deberían hacer que los editores desarrollaran mucho más profundamente la literatura digital. El hecho de que, en la práctica, esto no ocurra se debe a que los lectores no compran estos productos en gran parte debido a la pobreza de la tecnología puesta aún en juego. Leer en pantalla sigue siendo un engorro.
Pero no parece que pueda hablarse de descentralización real. La verdad es que la democratización literaria es sólo aparente.
Primero, está al alcance de muy pocos. De hecho, en gran parte del planeta, el papel impreso convencional es más descentralizador que la literatura digital. Porque, para empezar, la literatura digital se soporta en un medio físico mucho más controlable y complicado de poseer que el papel. Las redes informáticas no son descentralizadas. La conexión de las redes entre continentes pasa por unos pocos cables submarinos y por unos pocos satélites de telecomunicaciones que, obviamente, son controlados por sus dueños, bien sean grandes compañías de telecomunicación o sean gobiernos. Los servidores por los que circula la información son también escasos y deben adecuarse a los requisitos legales de control de la información que cada nación dispone. Todo ello, sin olvidar que es extremadamente sencillo establecer restricciones a la circulación de la información electrónica (incluso para bloquearla en un país completo) bien sea por motivos sociales, morales, éticos o políticos. Desde luego, más sencillo que privar de libros a toda una nación. No parece correcto decir que las editoriales convencionales controlan más que las instituciones y empresas que controlan la red. Y sin dejar de mencionar que cada vez que leemos algo –aparentemente libre- recibimos una avalancha de cookies, spyware, sniffers, virus y addware.
Segundo, el usuario de literatura digital necesita de un hardware local muchos órdenes de magnitud más complejo que el papel. Un ordenador, energía para hacerlo trabajar, conexión telefónica, etc. Cuando hablamos de la revolución de la Web 2.0, de la descentralización de la información, de la simplicidad de publicación, etc lo hacemos desde una visión muy euro-centrista u occidente-centrista. Sin duda, es mucho más fácil hacer llegar a una zona remota de África un montón de libros que ordenadores. Sin duda, es mucho más sencillo que una gran parte de la población mundial acceda a la satisfacción de leer buena literatura con papel que por vía digital, más sencillo tener una imprenta manual que una electrónica. Esto puede cambiar en un futuro lejano pero, hoy por hoy, es así. Por cada individuo que tiene un acceso sencillo a la red hay seis en el planeta que no tiene siquiera acceso.
Todos, por ejemplo, podemos recordar la típica imagen de una persona lanzando octavillas. Eso ha ocurrido y ocurre en todo el mundo. Sencillo de hacer y poco controlable. ¿Se imagina alguien hacer lo mismo vía digital cuando basta un pequeño programa bloqueador en un servidor para cortar todo acceso? ¿o enviar un mensaje dejando el rastro de la IP? ¿qué es más controlable?
Tercero, la literatura digital está tan contaminada por el negocio como la convencional. Si, en este instante de la historia, la mayoría de las publicaciones son en papel es porque el público lo demanda así. Pero, incluso en esta situación, todo lo que hacemos digitalmente pasa, finalmente, por una visión empresarial: la del que alquila espacio en un servidor, el que paga por subir una web, el que paga por descargar un texto (o por conseguir la licencia legal), el que indirectamente lee la publicidad que financia nuestro blog, etc, etc. Y los programas sobre los que desarrollamos los textos son estándar, uniformizantes, que es casi lo opuesto a la descentralización. Es mucho más una uniformidad cultural que otra cosa. ¿En qué se diferencia la estructura de los millones de blogs en el mundo? ¿Podremos encontrar –como en el pasado- cantigas y cuentos orientales, manuscritos en rollos de tela y en pergaminos miniados? ¿O todo será un blog con el mismo formato y basado en unos cuantos templates que “alguien” habrá desarrollado bajo previo pago?
Cuarto, hay que considerar el problema de la falsa identidad que tan facilmente permite la red, la cual no tiene porqué ser positiva. Verdaderamente, en algunos casos, permite publicar algo que de otro modo no podría ser visto en ciertos lugares. Pero, en otros casos, permite proponer ideas perniciosas de manera masiva (sí, opino que no todas las ideas son debatibles. Debatir sobre la necesidad de cometer un genocidio, por ejemplo, no es admisible. Proponer la ablación del clítoris de las mujeres, tampoco. Defender la aniquilación de mendigos, tampoco. Y todo eso tan abominable puede encontrarse hoy en la red) ocultando la fuente y el grupo de opinión que las defiende. Si, por ejemplo, una página defendiera la aniquilación de la población y fuera firmada por miembros de una secta, amén de las responsabilidades legales en que incurriera, no sería valorada ni escuchada por casi nadie. Pero, edulcorada, falsamente atribuida a un grupo religioso de ámbito mundial o a una Universidad de primer orden, y masivamente transmitida podría tener nefastas consecuencias y generar funestos estados de opinión uniformes. La frontera entre la libertad de expresión y la barbaridad puede ser muy tenue en ocasiones. Cierto, esto ocurre asimismo en el libro convencional pero se trata de un problema de escala. Con el libro, la expansión de un riesgo de este tipo sería complicada. En la red, el virus puede diseminarse dramáticamente en horas.
Quinto, no practicamos con el ejemplo. El usuario medio defiende la libertad de acceso a Internet, la descentralización de la red, etc. pero luego protege su ordenador con toda clase de elementos que impiden la llegada de tal información: proxies, firewalls, antivirus, programas que impiden navegar en muchos lugares, etc. No es ya una imposición que llegue de arriba sino algo que nosotros mismos deseamos. ¿Cómo va un autor de literatura digital explorar las posibilidades de la misma si el uso, casi obligatorio, de scripts, flashes, etc va a ser bloqueado por la mayoría de lectores? ¿Cuántos de nosotros al recibir un mensaje de que la obra digital tiene contenido activo seguimos leyendo? ¿cuántos abortamos la ejecución de la obra "por si acaso"?
Two Five Three
Los enlaces entre los doscientos cincuenta y tres pasajeros, sus ocupaciones y sus acciones se entremezclan de una manera compleja de modo que el lector necesita mucho tiempo para conseguir enlazar en su mente los personajes. Estos, por lo demás, son estereotipados en muchas ocasiones aunque Ryman tiene el mérito de que, en muy pocas líneas, se esboza suficientemente su manera de ser.
Presuntamente al final (ya que, en la versión digital, el lector podría saltarse las 253 descripciones) el convoy sufre el accidente y podemos leer qué ocurre con cada vagón y sus ocupantes pero de manera breve y casi como si de una noticia escueta periodística se tratara.
25/7/08
El renacimiento de la luz
Pero el Sol, rebelde y soberano, sigue su vuelo celeste y, con él, los colores cambian, los trazos mudan y parece como si una película viva se proyectara ante nosotros. Luego, pocos minutos después, la oscuridad retorna y el mundo ha de esperar hasta el día siguiente para disfrutar del renacimiento de la luz.
Gabriella Infinita
Se trata de un relato hecho de retazos que el lector debe ir descubriendo con los enlaces textuales o gráficos que aparecen en pantalla (dibujos, cortas películas, imágenes sobre las que se escribe un texto, etc). Se mezcla el relato con el ensayo y existen otros elementos multimedia como sonidos o música. Dependiendo de la plataforma utilizada y de los drivers instalados, se observa que en ocasiones el software falla, autocerrando el explorador lo que implica una falta de robustez en su funcionamiento.
Aunque hay un mapa del texto, no es fácil seguir la trama de modo que el lector puede tener la tentación de abandonar su lectura si no es capaz de encontrar un hilo conductor o interesarse por la historia.
Presenta la obra un rasgo interesante cual es que pueden añadirse comentarios sobre los personajes o los escenarios en un blog al que el texto está conectado.
Es una obra que incide más en la interactividad que en la calidad del texto. La mayor parte de él tiene un tono sombrío aunque existen ciertos párrafos de alto contenido erótico.
Es un trabajo que está basado en un equipo importante de personas (autores, ilustradores, locutores, etc) y que anteriormente fue una novela en papel.
Detective Bonaerense
Una novela digital muy interesante es Detective Bonaerense del autor Marcelo Guerrieri, que puede verse en http://detectivebonaerense.blogspot.com/2006/02/un-asadito-en-uppsala.html .
Se trata de las aventuras del detective Aristóbulo García que investiga un robo y cuyas pesquisas le llevan a Suecia. Lo primero que hay que señalar es que la historia es interesante en sí misma y bien contada. En su blog, Guerrieri ya indica que su primera preocupación era crear una buena prosa. Y lo logra. Esta blognovela tiene una serie de rasgos muy interesantes
- La novela digital es en tiempo real. Los textos se adecúan al día que realmente se publican lo que le da un verismo notable.
- El protagonista hace de autor del blog y toma el liderazgo de la narración y, aparentemente, de la publicación misma de las entradas en el blog. Los lectores pueden creer que interaccionan con el personaje, algo que no es posible de lograr un libro convencional.
- La blognovela está siempre inacabada. Se desarrolla en el tiempo real y evoluciona con las aportaciones que los lectores puedan hacer a través de los mensajes con los que contestan a los posts.
- Se añaden elementos que quiebran la linealidad del relato. Existen, en columnas separadas, declaraciones de testigos, fotografías que actúan como pruebas de la investigación, etc. Es decir, como si uno estuviera inmerso dentro de la trama y pudiera, en un momento dado, acceder a otras informaciones complementarias que, quizá, pudieran servirle para alterar el curso de los acontecimientos.
- En cualquier caso, no se trata de una no linealidad alocada. Al lado derecho del blog hay un índice de eventos que permiten una lectura con sentido de lo que ocurre como, por otro lado, es la vida misma. En la realidad, un testigo de los hechos (el lector del blog) no puede observar lo que ocurrirá mañana sin que llegue ese mañana. Los datos, las acciones, tienen una flecha temporal. Los hiperenlaces no tienen porqué combatir la realidad.
Es una interesante aproximación a las posibilidades nuevas que la informática permite en literatura. Existe, asimismo, otro dato sobre el que reflexionar y es que podríamos decir que todo ello tiene sentido mientras la acción ocurra. No puede darse por terminada la novela porque, en ese momento, todas las innovaciones que la digitalidad permite quedan muertas convirtiéndose la blognovela en una novela convencional. Este hecho no es positivo en sí mismo ya que obliga a alargar la historia artificialmente. El detective nunca podrá cerrar el caso.
24/7/08
Racismo
Un mes más tarde fue licenciado. John era profesor y encontró un puesto en la escuela superior. No le fue difícil. Con millones de hombres en el frente, escaseaban los maestros. Daba clase de biología los lunes, miércoles y jueves y la vida se le antojaba bella. Paz, una esposa que le amaba, un trabaja que le gustaba, una casa propia y unos hijos en camino. Nadie podía pedir más.
La escuela donde John impartía sus clases era para blancos. Él también lo era. Aquel curso, dos alumnos negros fueron admitidos como caso excepcional dadas sus magníficas dotes intelectuales. Hubo disturbios, visitas de los encapuchados del Klan y efectivos de la Guardia Nacional hubieron de intervenir en varias ocasiones. Los dos muchachos de color sufrieron amenazas y ataques, golpes y burlas y, aún cuando eran de los mejores alumnos que John había tenido nunca, acabaron por salirse de la escuela. John no lo lamentó. No le agradaba la idea de estar en una misma sala con gente de color. No es que aprobara los métodos violentos del Klan pero, en el fondo, justificaba su reacción airada. La segregación era algo natural, pensaba. Una cosa es que los yankees les hubieran ganado una guerra y obligado a las buenas gentes del sur a liberar a sus trabajadores. Otra muy distinta que estos pudieran mezclarse sin más con ellos.
Los amigos de John y Martha eran también blancos. Sus antepasados habían sido poderosos en el condado y habían tenido una granja de muchos acres donde se cultivaba algodón. Tras la guerra, ambas familias vinieron a menos y la crisis de los treinta acabó por arruinarlos. Sin embargo, ellos mantenían el orgullo sureño y confiaban en que, más tarde o más temprano, volverían a tener una posición social elevada.
El invierno fue lluvioso. Martha tuvo algunos mareos y permaneció en cama bastantes días mientras Anabeth, su sirvienta negra, le servía copiosas sopas de pollo que, según decía, eran lo mejor que una embarazada podía tomar. Eligieron los nombres. Si eran varones se llamarían Charles y Bill. Si eran hembras, Susan y Fiona.
John impartió sus clases rutinariamente y el campus se mantuvo en calma porque ningún otro chico de color osó poner los pies en la escuela. Mejor así. El consejo directivo estaba unánimemente de acuerdo en que cada raza debía permanecer en su lado. Convivir sí, mezclarse, no.
Llegó febrero y, una amanecer, Martha rompió aguas. Un taxi los llevó al Hospital donde ella aún necesitó seis horas para llegar al momento del parto. John permaneció fuera, fumando pitillo tras pitillo y desgastando las baldosas en el pequeño círculo sobre el que caminaba. Hacia las dos oyó lloros en la habitación. Era Martha. Se sobresaltó enormemente. Algo había ido mal en el parto.
El Doctor Reiner salió a su encuentro con mirada seria. Le estrechó la mano mientras preguntaba si él era el esposo de Martha
- ¿Ha ido mal el parto, doctor? – preguntó John.
- No, no es eso. El parto ha ido perfectamente. Son dos chicos y tanto ellos como la madre se encuentran perfectamente.
John respiró aliviado y dio, en un segundo, gracias al cielo.
- ¿Por qué llora mi esposa?
- Verá …- el doctor le pidió que se sentara- …hay algo que debo decirle
- Usted dirá. Ha ido todo bien, ¿cierto? ¿no me engaña?
- Sí, sí, están bien, pero, cómo decirlo, - dudó unos instantes- hay algo imprevisto.
- ¿Imprevisto?
- Verá, Mr. Meldow, el primer hijo al que su esposa ha dado a luz es blanco pero el segundo, ¿cómo decírselo?,…es negro
John pareció no entender lo que le decían. En parte por los nervios y , en parte, porque lo que le decían era absurdo.
- No entiendo, doctor. Cómo va a ser un hijo nuestro negro. Si ambos somos blancos. Y, además, el otro gemelo es blanco…. Me temo que no le entiendo. ¿se refiere a alguna mancha?
Quince minutos después, John permanecía sentado, lloriqueando entre sus manos que le tapaban el rostro sin atreverse a entrar a la habitación. El doctor le había explicado que esto podía ocurrir si algún pariente lejano había sido negro. Él sabía que era cierto y empezaba a comprenderlo. Como profesor de biología conocía bien las leyes de Mendel. Había leído experimentos sobre híbridos de plantas donde el monje austriaco explicaba sus experimentos con flores que , ora eran azules, ora rojas por la simple combinación de genes diferentes. El agustino había jugueteado con plantas pero sus descubrimientos eran igualmente aplicables a los seres humanos y la bibliografía citaba casos esporádicos.
Entró al cuarto. Martha seguía llorando. Vio a los bebés. Dormidos y preciosos. Pero uno era blanco y el otro negro. Tan iguales y, sin embargo, tan distintos. A uno le esperaba una vida fácil, los mejores colegios, los buenos trabajos. Al otro, una existencia dura, con trabajos mal pagados y asientos calurosos al fondo de los autobuses. Y a ellos mismos, a sus padres, les caía encima una lacra de sospecha. Si esto había ocurrido era porque, antaño, no se sabía cuándo pero nunca es mucho cuando se trata de un asunto así, algún bisabuelo había sido de color. Quizá el señor de la mansión abusaba de alguna esclava y, de aquellas relaciones nacería algún bastardo que, por esas malditas leyes de Mendel, sería blanco. Como tal habría sido educado y habría procreado otros descendientes blancos hasta llegar a ellos, a John o a Martha….hasta que las malditas leyes habían destrozado su vida. Ya no sabía qué era él mismo.
John miró a sus hijos y supo que todas sus convicciones acababan de derrumbarse como un castillo de naipes. Un año después se trasladaron a Chicago donde, al menos, pasaban más desapercibidos.
23/7/08
Como granos de arena.
Cada grano de arena es distinto.
Los hay gruesos, finos, redondeados, afilados.
Bajo la presión de mis pies y de mis manos,
se mueven frenéticos de aquí para allá,
colisionando los unos con los otros,
compitiendo por el mismo lugar,
pugnando entre ellos en vez de contra mis dedos.
Como humanos diminutos que disputaran entre sí,
sin apercibirse que sólo son marionetas en
manos de poderosos dioses.
Hasta que llega la ciega ola y apelmaza la arena.
La unifica. La vuelve igual y homogénea.
La ola. El mar. La muerte que todo lo iguala.
22/7/08
La urbanización
El soniquete, que el policía recitó de manera monótona, de la lectura de derechos no sacó a Alfonso de su asombro. Se preguntaba qué es lo que había hecho mal aunque, en el fondo, sabía de sobra que había estado tentando al diablo durante demasiado tiempo. Su colega de partido, Juan Alberto, se lo había repetido muchas veces.
- Alfonso, no seas quijote. Aquí se está a lo que se está. O te adaptas o todos irán a por ti.
Con mucho romanticismo en su corazón, se había presentado a las municipales tres años antes deseando sinceramente trabajar por el pueblo y mejorar las cosas. Sabía que él no era un político pero algo podría aportar. No le bastaba con protestar por los estropicios que constructores sin escrúpulos querían hacer en las playas, aún tan hermosas. Quería defender la cala de Santa Ana, en parte porque fue allí donde, de pequeño, jugaba con su abuelo Arturo y, en parte, porque consideraba que un paraje tan excepcional no podía privatizarse. Como si aún fuera el pirata libertador que abordaba el cuerpo de su abuelo, su espíritu un tanto infantil le hizo pensar que era posible combatir por unos ideales. Había oído que existían planes para convertir el pueblito de unas pocas centenas de habitantes en un resort. A él, eso no le gustaba y era mejor combatirlo desde dentro que desde fuera.
Su partido – el mismo que el de su abuelo y el de su padre – le acogió sin preguntas. Era uno de casa. Uno de los de siempre, le dijeron. Le pusieron de los últimos de la fila en las listas electorales y no esperaba salir elegido concejal. Pero, por esas casualidades que a veces ocurren, sus predecesores cayeron enfermos o renunciaron (por problemas familiares, dijeron) y él se encontró de pronto en el número dos. Fue nombrado concejal en Marzo y le encargaron el área de limpieza e infraestructuras. Cosa sencilla. El pueblo era pequeño. Algunas disputas salariales con Antonio, el barrendero; una propuesta de inversión – que fue rechazada- en una barredora motorizada; un par de arreglos en el alcantarillado y poco más. Lo cierto es que se aburría y sentía la frustración del que ha llegado a la política para cambiar el mundo y se encuentra peleando por las papeleras.
Como miembro del consistorio asistía a los comités y fue allá donde comprendió que los grandes temas se centraban, casi con exclusividad, en la promoción turística de la costa. El proyecto debía aprobarse en unos meses por unanimidad y las reuniones se multiplicaban. Al principio, de los seis concejales, cuatro estaban en contra del proyecto. Sólo el alcalde y Ramón defendían la necesidad de hacer el campo de golf y la urbanización.
Un mes después, Aurora también dio su sí y Alfonso observó que aquel cambio de decisión coincidió, sin duda por casualidad, con la compra de una nueva casa de la concejala. Un chalet, a las afueras, que parecía costoso. En el pueblo se rumoreó que un pariente fallecido les había dejado un buen pellizco en herencia. Tres meses después, Juan Alberto dijo que, tras mucho meditarlo, había decidido apostar por el resort. Consideraba que era una puerta al futuro del pueblo. Explicó que había pensado mucho en los niños y en cómo podrían desarrollarse cuando fueran mayores sin tener que emigrar. Y que había llegado a la conclusión de que la nueva urbanización sería la fuente de riqueza que permitiría un futuro espléndido. Era verano y Juan Alberto tuvo mucha suerte porque le ofrecieron un trabajo de ejecutivo en la capital. Debía ir y venir todos los días pero se acostumbró pronto porque la empresa le pagó un Mercedes clase S con el que el trayecto se le hacía muy llevadero.
En otoño, Miguel, el concejal de salud manifestó que apoyaba el proyecto. Dijo tener dudas pero viéndose en minoría no quería frenar las expectativas de toda la población que, como bien indicaba el alcalde, no merecía ser desoída. Alfonso nunca había oído a nadie defender que asolaran la cala de Santa Ana pero no dijo nada. Miguel tuvo también mucha fortuna porque –aficionado como era a la lotería- logró un pleno en la lotería primitiva. Poco después comenzó a construirse una casa cerca de donde se ubicaría la futura urbanización.
Todos sus compañeros de ayuntamiento comenzaron a presionarle. Precisándose unanimidad, él era el último escollo para la aprobación definitiva. Pero Alfonso se negaba a hacerlo. Dudaba, claro está. Pero, en la taberna, en la tienda donde compraba el pan, en la peluquería, charlaba con sus vecinos y les preguntaba por su opinión. Apenas encontraba personas que quisieran aquello. No acababa de entender cómo, casualmente, la única mayoría de defensores de la urbanización se encontraba entre los concejales. Cuando su zozobra era mayor, paseaba hasta la cala y recordaba a su abuelo, a su padre, los juegos y las risas. Veía a otros niños que, ahora, repetían sus mismas aventuras y se dejaba embriagar por las puestas de sol que, en Santa Ana, se tintaban de un rojo intenso que nunca había visto en ninguna otra parte. Entonces, se convencía de que debía negarse a aquel proyecto de locos.
Un día, el alcalde se le acercó y le dijo que quería hablarle en privado. Tras mucha retórica que aburrió a Alfonso, le miró a los ojos y, tras una pausa eterna, le dijo:
- Alfonso, Alfonso. Esta urbanización es en beneficio del pueblo. Tú lo sabes. Yo lo sé. Es una tontería que te obceques por romanticismos trasnochados. La cala no se destruirá, querido amigo. Sólo se transformará. Ponte del lado del futuro y ponte de lado del pueblo. Y nosotros nos pondremos de tu lado. Siempre has dicho que te gustaría navegar. Ayúdanos y tendrás el barco que siempre has deseado. Con un amarre en la nueva cala.
Alfonso, desconcertado, no supo que decir. Pensó en escupirle. En golpearle. Muchos de sus sueños se derrumbaron. Pero sólo atisbó a decir:
- No he oído lo que has dicho. Y no me lo digas nunca más. Eso sí, alcalde, jamás daré mi voto a ese proyecto. Entiendo muchas cosas ahora, muchas.
Una semana después, la comisión de control de cuentas municipales encontró un par de facturas mal imputadas en el área de limpieza e infraestructuras. Unos treinta mil euros mal contabilizados en la compra de una barredora que nunca se compró. Alfonso juró que no sabía de qué le hablaban. La Corporación, no obstante, dijo que el pueblo merecía la máxima honestidad y transparencia y puso una denuncia preventiva por malversación contra el concejal involucrado. Algunas voces señalaron que ahora se comprendía su reiterada negativa a las propuestas de futuro y progresistas del Ayuntamiento. Sin duda, para poder él seguir haciendo tejemanejes con sus pequeñas cuentas.
La policía le detuvo un viernes y el asunto salió en toda la prensa. El alcalde dio varias entrevistas en la televisión local reafirmando su firme voluntad de luchar contra cualquier atisbo de corrupción por pequeño que fuera.
Como el cielo los ojos
Es una novela sencilla desde el punto de vista hipertextual. Los enlaces están todos en un menú omnipresente y no existen más enlaces internos en el texto. Los fragmentos, aunque a primera vista pudieran parecer inconexos, no lo son y hay un orden precisamente establecido. Como, de hecho, lo muestra el propio menú que está numerado. La estética es de lo más sencilla. Sin fotos, sin multimedia, con un tamaño de letra enorme para facilitar la lectura en pantalla, sin abalorios. Ocurre que es una buena historia. Bien contada. Que delinea bien la personalidad de los personajes. Con su fuerza centrada en las palabras. Aunque el hipertexto es parte sustancial de la misma podemos decir que casi pasa desapercibido una vez que empezamos a leer.
Al igual que en otras obras (como por ejemplo, Una contemporánea tragedia de Caldesa de F. Remírez, http://biblumliteraria.blogspot.com/2008/06/el-control-del-tiempo-en-la-literatura.html), Como el cielo los ojos permite la visión simultánea de varios personajes sobre un mismo hecho aunque en esta obra de Checa no existe un control del tiempo y el lector puede saltar del futuro al presente.
19/7/08
Nubes
Y, cada día, en muchas de esas nubes que marchan hacia el horizonte recreo tu rostro y lloro con tu recuerdo.
El niño con el pijama de rayas
He leído críticas en que lo califican como libro para niños, como libro ingenuo, ignorante, de prosa plana. No estoy de acuerdo. El niño con el pijama de rayas (Salamandra, 2007), de John Boyne, es una gran historia sobre el holocausto que recuerda la aproximación que también hacía la película La vida es bella de Roberto Benigni. Si, en aquella, a través del humor sentíamos el más profundo de los horrores (un mérito notabilísimo), en esta ocasión es a través de la visión cándida de un niño alemán el cómo llegamos a horrorizarnos. Bruno, el hijo del comandante del campo de exterminio de Auschwitz entabla amistad – a través de la verja del campo de concentración- con un niño judío de su misma edad hasta acabar compartiendo el destino.
No es una historia sólo para niños porque, en todo momento, es precisamente el conocimiento que como adultos tenemos de los hechos reales el que nos hace entender la historia y comprender y compartir lo que el niño ve. Es al contraponer la visión del chiquillo con lo que sabemos, cuando el estómago se nos encoge. Así entedemos cómo pudieron sentirse los millares de niños judíos que tampoco entenderían el mundo de los adultos, pero sí el sufrimiento absurdo. No es necesario más realismo, no es necesario que el niño se percate de lo que realmente sucede. Porque no es una crónica histórica. Lo importante es que, al final, sentimos ese escalofrío y esa conmoción que la crueldad infinita del Holocausto produce y nos hace estar del lado correcto con toda nuestra alma. Y el lograr ese sentimiento es un logro. Boyne no precisa enfrentarnos directamente con escenas desgarradoras y asesinas para que nos emocionemos. Con una prosa sencilla (filtrada por la visión del mundo del niño) y realista, sin estrambotes, consigue mostrarnos realmente la barbarie.
¿Y no es acaso la ingenuidad, candidez, estupidez de Bruno, que no se entera de la realidad, una metáfora de la estupidez, ingenuidad o cinismo de toda una sociedad que tampoco quiso enterarse de lo que ocurría?
La voz de Lug
Es una obra bien ambientada, con párrafos muy líricos en ocasiones, pero demasiado maniquea. Los astures son muy buenos y los romanos, sobre todo Publio Carisio, muy malos. Cortan tantas manos, incendian tantas aldeas y matan a tantos pobladores que parece mentira que, unos capítulos más allá, aún queden guerreros para volver a pelear. Tampoco está muy lograda la súbita salida de la locura de Lenore.
Es, en cualquier caso, un libro que se lee fácil, que es ameno y que engancha como historia de aventuras.
18/7/08
Tecnología de diseño
La primera opción, obvia, es pagar porque los buscadores coloquen nuestra obra en posiciones accesibles y visibles de los listados. Ello significa pagar por el albergue de las páginas y obras en un servidor, pagar un programa Premium en los buscadores, etc. Y, posiblemente, no recibir nada a cambio ya que poquísimos lectores van a pagar algo por descargar la obra. La literatura digital se convierte, así, en muchísimos casos, en una especie de hobby caro.
Admitiendo que, a pesar de todo, aceptemos esta forma limitada de promocionar nuestra obra, al menos deberemos analizar qué factores maximizan esta opción. Desde este punto de vista hay tres factores de cierta importancia:
A) La tecnología utilizada. El uso de Flash, por ejemplo, consigue una estética y una espectacularidad de alta calidad. También, simplifica la programación. Pero es una tecnología que dificulta al usuario la accesibilidad (porque, para empezar, este debe tener instalados ciertos plug-ins y el tiempo de carga se alarga considerablemente) y que implica ciertos problemas de indexación de las páginas para los buscadores. Quizá se logre una página muy bella pero que no sea mostrada por los buscadores o por los navegadores. O que sólo se vea correctamente en ciertas plataformas y en otras no (particularmente, las de aquellos potenciales lectores que impiden la ejecución de contenido activos para mantener un alto grado de seguridad).
Algo similar ocurre con el uso de Javascript, marcos (frames), applets de Java, etc. Es habitual abrir páginas con applets que no se ven ya que los ordenadores impiden su ejecución o no tienen activado el motor java o cualquier otro aspecto. Desde este punto de vista, es preferible, en la medida de lo posible, utilizar tecnologías amigables a los buscadores y navegadores entre las que caben citar el HTML clásico, CSS, XML, etc. Además, el autor debe asegurarse que la obra se ve correctamente en cualquier resolución de pantalla, al menos de 800x600 para arriba. Es frecuente ver obras que se ven mal en ciertas resoluciones, lo que significa que el lector corta y pasa a otra cosa.
Es muy importante, asimismo, programar añadiendo gran cantidad de metadatos en las cabeceras HTML de modo que los buscadores puedan indexar las páginas de la obra adecuadamente y, por tanto, aparezcan más fácilmente a los posibles usuarios/lectores.
B) La estética de la obra. No hay criterios que puedan definirse y existen infinitas estéticas atractivas dependiendo de la capacidad artística del autor. Pero sí es cierto que es un factor fundamental el lograr que el lector se sienta a gusto ante la pantalla. Por eso es recomendable que, independientemente del contenido, el autor compruebe con diversas personas si el diseño le es agradable, le es atractivo, le subyuga o si, por el contrario, le aburre. Una vez encontrado un continente adecuado, deberá rellenarse con un contenido excelente. Por así decirlo, un gran vino en una gran botella.
C) Una interactividad racional. Una obra literaria digital no es un juego de adivinanzas. La interactividad debe existir pero debe ser sencilla. No puede esperarse que el lector deba dedicar una gran atención o un tiempo largo simplemente a buscar cómo interactuar con la obra, en buscar los links o en imaginar cómo funciona el sistema. Porque, primero, pierde su interés por el contenido real, por el texto, y , segundo, porque se aburre y lo abandona.
17/7/08
Los dioses coléricos
Entonces, sin merecerlo, la enfermedad me arrebató a mi madre en lo mejor de su vida. Lloré desesperado y pregunté a los cielos por la razón de aquella tragedia. Había orado y orado, esperando que los dioses fuesen, al menos, tan compasivos como yo mismo. No lo fueron. Meses después, me arrancaron a mi padre. Tampoco tuvieron compasión. Y, entonces, vi que millones de hermanos humanos penaban igual que yo. Mirando a las estrellas y rezando y pidiendo ayuda justa y sincera. Con fe. Con esperanza. Sin respuesta alguna.
Hoy he gritado al cielo y he pedido explicaciones. Un dios me ha preguntado del porqué de mi protesta.
Le he hablado de mi madre, de mi padre, de los niños huérfanos que cada día veo, de la maldad, de aquellos que matan y de los inocentes que mueren, de esas enfermedades que no sólo roban la salud sino la dignidad y de los trillones de oraciones no atendidas.
- ¿Tienes fe en los dioses? – me han preguntado.
- Sí – he respondido.
- No es cierto – me ha contestado-. Ninguno tenéis fe porque sabéis, en lo más profundo, que los dioses no somos compasivos sino coléricos, sádicos. Oráis no con fe sino con miedo. Miedo a que si no lo hacéis nos volvamos aún más fieros y, si ya os va mal en vuestro peregrinar mortal, os vaya aún peor. Porque siempre hay otro ser querido más que arrebatar, un virus aún más letal que enviaros o una desgracia más horrenda que haceros sobrellevar. Es el miedo el que os impulsa a respetarnos, no la fe.
- ¿Pero no deberíais ser amantes y compasivos?
- ¿Acaso sois vosotros compasivos con vuestros juguetes? ¿ lo sois con los animales y las plantas que os rodean? ¿amáis quizá a vuestras creaciones, por ejemplo esas máquinas que fabricáis?¿ no entendéis que simplemente sois pasatiempos que creamos y destruimos para nuestro solaz?
- ¿Y vuestros mandamientos? ¿no son vuestros seguidores quienes los cumplen?
- ¡no! – el dios ha reído- es justo al contrario. Nuestros seguidores, los que juegan con las mismas reglas de nuestro juego, son los que no los cumplen. Porque si todos actuaran igual, el juego se acabaría. ¿cómo nos divertiríamos entonces? Necesitamos ilusos que hagan de víctimas.
- ¿Quiénes son los dioses y quienes los siervos? – le he dicho altivamente- ¿sabes? Soy mucho mejor que tú. Cualquier ser humano de buena fe es mejor que tú. Porque nosotros sí contestamos a las llamadas de auxilio, sí amamos, sí lloramos con otro que sufre, sí daríamos nuestra vida por otro congénere, sí velamos por nuestros hijos.
Y entonces me he percatado que no tenía fe sino esperanza. Esperanza en que algún día nazca un dios que nos merezca, que llegue a poder comprendernos, a saber qué es la amistad, el amor, el consuelo, la abnegación, la paciencia, la simpatía, el dolor profundo por la ida de un ser amado. Hasta entonces, permaneceré firme en jugar el rol de víctima.