A veces, una ciudad puede ser un laberinto sin muros. No necesita pasillos ni puertas falsas. Basta con calles infinitas, ventanas encendidas sin rostros, y una legión de seres humanos desplazándose como glóbulos rojos en una arteria. La ciudad en cuestión podría ser Los Ángeles, o Madrid, o París, o Buenos Aires un miércoles de lluvia. Pero en este caso, se trata de Chicago. Bueno, de un barrio aledaño al que no mencionaremos para proteger la intimidad del caso. Llamémosle el Chicagoland, Es casi verano y hace un calor sofocante por la humedad que llega del lago.
Leonard, el protagonista de esta historia —si es que se le puede llamar protagonista a alguien que ni siquiera cree estar en una historia—, vive en el piso 12 de un edificio gris en la Grand Avenue. Hay miles de Grand Avenues en el país y, como es habitual, la denominación de avenue no significa que sea una calle de lujo. Esta, en concreto, era de clase media, bastante ruidosa y un baile popular en Thanksgiving. Con su trabajo, nunca hubiera podido comprar el apartamento en esa zona, pero, hace unos diez años, una herencia inesperada lo puso es sus manos. Su tía Nel, hermana de su padre, a la que tenía totalmente perdida de vista y de vida le dio tamaña sorpresa. Sí, de pequeño había ido a visitarla en verano, pero poco más. Quizá una llamada por navidad para desearle buenas fiestas. Por qué la excéntrica tía le había nombrado heredero era un misterio que no pensaba remover. Se mudó enseguida desde su humilde condominio en el sureste de la ciudad, ya camino de Indiana, en un costado de una zona algo sucia y poco segura,. Así, su vida, desde hacía ya varios años, es un conjunto de rutinas diseñadas para evitar el contacto humano más allá de lo indispensable. No es que odie a las personas, al contrario: las observa con vista de escritor, como si fueran personajes a estudiar para incluirlos en una novela que nunca escribirá porque, aunque le gustaba leer, no está dotado para fabular historias.
Cada mañana baja al Mitchell’s de la esquina, compra un café aguado y un bagel que deja a medio comer, y se sienta unos minutos en el banco de Columbus Circle para tomarse el café y ver a los gorriones que se arremolinan junto a él, al llamado de los trocitos de pan que caen. Luego camina hasta su trabajo —un despacho anodino en una gestoría de litigios menores, donde nadie recuerda su cumpleaños ni pregunta por su vida personal— y pasa ocho horas ordenando o redactando documentos y acuerdos como quien rellena crucigramas sin interés. Al caer la noche, regresa a su apartamento, enciende una lámpara de pie de luz amarilla que compró en Roy’s, y se toma un vasito de bourbon. A veces, cena. A veces, no.
A Leonard le gustan los mapas. Tiene uno enorme de la ciudad colgado en la pared del salón, con alfileres de colores clavados en los lugares donde alguna vez creyó haber sido feliz. Un bar en el West Blue Park. Una librería en South Holland que cerró en 2009, con la crisis financiera, un restaurante pequeño, de comida polaca, en Forest Hill. Warsaw, se llamaba. La fuente donde conoció a Jane. Todos esos puntos son como migas de pan en un bosque demasiado grande. La diferencia es que Jane ya no está. Ni el bar. Ni la librería. Ni el polaco. Sólo quedan el mapa y la botella.
Una noche, sin embargo, algo cambia. Ocurre por azar, nadie vaya a pensar en celestiales manos que bajan a este mundo, y menos si son para ayudar.
Vuelve de una cena insípida con un ex compañero de universidad —uno de esos encuentros que solo suceden porque ambos creen que el otro lo desea— y al doblar en la calle 47, ve una figura que le parece familiar. Un hombre alto, con una chaqueta de cuero y un pañuelo rojo apoyado contra una cabina telefónica de las pocas que quedan en la ciudad. A esta parece que no la han destrozado por dentro como ya es rutina. El hombre le mira. No como se mira a un desconocido. Le mira como quien reconoce un rostro en un sueño que no recordaba haber tenido. Leonard se detiene, incómodo. El hombre le sonríe y levanta una petaca, como invitándolo. Dicen que los que beben más de la cuenta se reconocen entre ellos. Lo leyó una vez en el suplemento del Tribune.
—¿Perdido en el laberinto? —pregunta el tipo.
Leonard no dice nada, pero se detiene junto a él. La voz del hombre tiene un acento indefinido, como si hubiera vivido en demasiados lugares como para pertenecer a uno solo. ¿Polaco, quizá? ¿Alguien que le habrá visto antaño en el Warsaw?
—No hay salida, ¿sabes? —continúa el desconocido—. Sólo giros y más giros. A veces crees que la salida del laberinto está cerca, pero es sólo la entrada a otro pasadizo, otra desilusión. La ciudad es buena para eso.
Leonard da un paso atrás. El desconocido no parece borracho, pero hay algo en él que desafía la lógica. Se parece demasiado a él mismo, una copia. No, no es que tenga el mismo rostro ni las arrugas tan pronunciadas en los párpados que Leonard tiene desde hace varios años. Es su estilo, su aire general, su forma de mirar. Leonard siente que está mirando un espejo, una locura, una estupidez. Al cabo, no hay mucha luz, las farolas no brillan con fuerza y hay luna nueva.
—¿Quién eres? —pregunta, casi en un susurro.
El hombre sonríe.
—Digamos que soy Ariadna. Pero sin hilo.
Y sin decir nada más, se pone derecho, hace un saludo desganado con la mano y, dándose la vuelta, desaparece por un callejón.
Leonard no duerme bien esa noche. Enciende la lámpara, mira el mapa, especialmente el que apunta al Warsaw. Los alfileres parecen burlarse de él. ¿Qué significan, realmente? ¿Son memoria o son una cárcel de nostalgia?
Hacia las tres, noche cerrada aún, abre el laptop y teclea Ariadna e hilo. Google le devuelve inmediatamente información sobre la leyenda griega del Minotauro. La lee. Le parece una historia de Marvel, pero en mitológico. Un monstruo con cara de toro encerrado en un laberinto gigantesco; un tipo, un tal Teseo, que quiere matarlo y su chica, Ariadna, que le da un ovillo de hilo para marcar el camino a través del laberinto y poder regresar a la salida. Le suena a Pulgarcito. Cierra el ordenador e intenta dormir. No puede.
Al día siguiente, se despierta con un fuerte dolor de tripas. El bourbon sin cenar nada más, piensa. Llama al trabajo y dice que no puede ir. Le indican que debe mandar la baja médica, así que no tendrá más remedio que ir a la consulta del doctor Hayes y exagerar un poco para que se la expida. No cobrará ese día, pero al menos no le despedirán.
Se levanta tarde y no se afeita. Piensa en el tipo de anoche. Algo en la voz de ese hombre —¿Ariadna sin hilo? ¿Qué demonios significaba eso?— le había hecho pensar que su vida estaba atrapada en una telaraña. Y si su laberinto fuese la rutina diaria, el ir y venir a la oficina, el bagel, el café siempre igual de malo, la cena de bourbon como plato único.
Cuanto más le da vueltas en su cabeza, más le parece que el desconocido le ha enviado un mensaje certero. Ni idea de quién es pero ya está acostumbrado a las sorpresas. Si su tía le dejó el piso inesperadamente, ¿por qué no va a encontrarse con un borracho que le canta la verdad a la cara?
Sí, se convence a sí mismo. Su vida es un laberinto que le obliga a recorrerla en círculos, entre paredes estrechas, sin horizontes diferentes, a vivir en el aburrimiento. Tal vez romper la uniformidad de su vida sea una forma de encontrar la salida. O, al menos, un pasadizo. Hoy, puede probarlo. Pasar por la consulta, enviar el parte y perder el día en algo nuevo, aunque no tiene ni idea de qué puede haber de nuevo en la ciudad.
Se pone una gabardina vieja y baja al metro. Decide bajarse en una estación al azar. No por rebeldía, sino por intuición. Se apea en Bawlow Corner. Nunca ha estado ahí. Camina un buen rato. Se mete en librerías, cafeterías, parques. Habla con un vagabundo que le recita a Walt Whitman de memoria. Compra una bufanda roja en una tienda de segunda mano, aunque sabe que no la usará.
Al caer la noche, termina en un bar llamado The Hollow. Está a casi vacío. Pide un bourbon. Luego otro. Después, un tercer vaso aparece sin que lo pida. Al levantar la vista, ahí está nuevamente el hombre. El de la chaqueta. El del callejón.
—Te dije que el laberinto no tenía salida —le dice, sentándose a su lado.
—¿Y tú qué haces aquí?
—Vivo aquí. Igual que tú. Pero yo dejé de buscar salidas. Empecé a construir cuartos nuevos. ¿Sabes? El truco no es escapar. Es rediseñar.
Thomas ríe, sin saber por qué. Es una risa seca, sin convicción.
—Rediseñar… ¿qué? ¿La ciudad? ¿Mi mente?
El hombre bebe.
—La soledad no es un laberinto inmutable. Puede cambiarse. El alcohol… ese sí es el toro. Te embiste lento. Te acaricia con los cuernos.
Leonard le mira sin estar convencido de que el individuo es real. ¿De qué coño le conoce?
—¿Por qué me estás diciendo todo esto?
El hombre suspira.
—Porque yo ya no puedo salir. Pero tú, quizás, aún tengas tiempo. Eso, sólo tú lo sabes, amigo.
Leonard se va del bar tambaleando. Camina hasta que el amanecer comienza a iluminar los bordes de los rascacielos. Y por primera vez en años, al llegar a casa, no abre la botella. En su lugar, clava primero, un alfiler azul sobre la posición aproximada de la cabina telefónica de la otra noche; otro más sobre el The Hollow, este amarillo; y, finalmente, otro blanco en una esquina del mapa donde no hay nada. Ni bar, ni librería, ni Jane, ni bourbon.
Solo el comienzo de algo.
Se acuesta vestido. Tiene dos horas antes de ir al trabajo y debe pasar por la consulta del médico.