30/7/13

El unicornio del bosque de Noissemberg





En pleno siglo XIX, todos en aquella pequeña ciudad de Bohemia sabían que los unicornios no existían, que aquellos caballos con un cuerno en su frente pertenecían a la mitología. No se trataba de una localidad importante ni el emperador la había visitado nunca pero la prosperidad que emanaba de sus artesanos del vidrio y de los telares la habían hecho educada y abierta al mundo, poco dada a creer en embustes y charlatanes.

Por eso resultó todavía más extraño que el periódico local llevara a su portada la noticia. Un conde, o al menos eso había dicho que era cuando se hospedó en casa del burgomaestre, había asegurado que el unicornio del rey, blanco, de largas crines y dorado cuerno retorcido en volutas, se había perdido en el cercano bosque de Noissemberg y que el monarca, afligido, preparaba una gran expedición para encontrarlo y devolverlo a palacio. Él, el conde, se había adelantado para inspeccionar la comarca y así facilitar la preparación del cortejo real. Por lo que indicó, el asunto le parecía complicado puesto que las cañadas, valles profundos y altas cordilleras ofrecían bueno escondites al jumento mágico. Serían precisos muchos hombres y extenuantes jornadas, de modo que cualquier información que la población local pudiera ofrecer sería recompensada generosamente.

- El rey es dadivoso con los que le ayudan- había afirmado con rotundidad mientras se despedía del alcalde- Nos veremos, señores.

La primera reacción de los que le escucharon fue de sarcasmo. Aquel individuo quizá fuera aristócrata pero, desde luego, su cabeza hacía mucho tiempo que se había extraviado. Era un loco sin más, uno de tantos que vagaban por los caminos.

- Será alemán- indicó con determinación el señor Hans, maestre del gremio de los cristaleros-. Los alemanes están todos locos, bien lo sabemos.
- Usted no se entrometa con los alemanes- contestó enfadado el alcalde que, aunque nacido en la región, tenía abuelos de Munich – Locos los hay en todos los sitios.
- Disculpe usted pero no me negará que el acento era alemán.

Fuese de donde fuese aquel personaje, lo cierto es que estaba loco, que los unicornios sólo existían en su imaginación y que los negocios de cada uno les reclamaban volver a su diaria rutina. En cualquier caso, la anécdota era divertida y todos los que habían tenido contacto con el conde la contaron en sus casas a mujeres, niños y criados y estos, a su vez, a sus amigos y a sus parientes. Al poco, el asunto era la comidilla de la ciudad y cualquier paseante que azuzase el oído podía escuchar algún comentario referente al fantástico animal.

- … Así se lo escuché al señor. Un unicornio del rey, perdido en Noissemberg. Ofrecen una buena suma al que informe de su paradero….
- ….El señor alcalde ha visto al unicornio del rey y se ha embolsado un buen dinero que le ha entregado el rey en persona….
- … yo creía que los unicornios no existían pero resulta que sí, que el rey, nuestro sabio rey, encontró uno….
- …..Sí, es un unicornio que le regaló el emperador francés, traído de África por exploradores rusos…
- …. Lo que no hay derecho es que el burgomaestre se quede con todo el dinero. No ha informado al pueblo para ser él el que cobre la recompensa….
- ….No digáis tonterías. Los unicornios no existen….
- …. Que nadie haya visto uno no significa que no existan. Sólo que no han sido vistos…
- …. Además, ¿quién si no iba a tener un espécimen tan fantástico sino un rey?

El tendero Mankel estaba sentado frente al fuego que chisporroteaba inquieto, fumando una buena pipa y meditando sobre sus negocios que no marchaban todo lo bien que él deseaba. Las deudas le atenazaban y los acreedores le acosaban. Hacía rato que ya era noche cerrada. Su mujer estaba cosiendo en la otra estancia y los dos niños, de seis y ocho años, jugaban cerca de él.

- Papá- dijo uno- he visto un caballo blanco esta tarde.

Mankel preguntó casi por rutina.

- Ah, ¿sí?, ¿dónde lo has visto?
- En el bosque, cuando fui a jugar con los otros niños, con la excursión de la semana. Era muy bonito.
- Seguro que sí – el hombre continuaba ensimismado en sus problemas. Sería tan bueno poder vender aquel lote de porcelana que le llegaría a final de mes.
- Y tenía la cabeza dorada, le brillaba.
- El sol de la tarde, sin duda- contestó. La porcelana podría reportarle un ciento por ciento de beneficio, lo suficiente para salir del apuro.
- Pero me daba pena- dijo el niño.
- ¿Por qué, cariño?, ¿Por qué te ha dado pena el caballito? – por un momento, prestó atención a su hijo antes de volver a pensar en la tienda.
- Le había salido un bulto en la cabeza, papá. Le tiene que doler mucho.
- No te preocupes, son duros esos animales.

No había hecho mucho caso al chiquillo pero, cuando se despertó a media noche, sudoroso y agitado, no daba crédito a lo que estaba pensando. Sabía que era una estupidez. Un bulo que corría por la ciudad, una bobada como otra cualquiera. De sus conciudadanos podía esperar cualquier majadería, cualquier invento idiota. ¿Pero de su inocente hijo? Si Kerner, el dueño de la tienda de la plaza, su competidor más odiado, se lo hubiera dicho no tendría dudas de que le quería engañar o, quizá, llamarle imbécil entre líneas. ¿Pero su hijo, su pequeñín?
 
Por muy alocado que fuese todo aquello, por muy increíble que resultara pensar que existían los unicornios, lo cierto era que suponía una esperanza. De acuerdo, pensó, no hay apenas probabilidades de que todo esto tenga un pequeño viso de verdad. Pero, ¿y ese cero, coma, cero, cero, cero, cero, uno de posibilidades? La benevolencia y gratitud del emperador serían a buen seguro enormes. Se le fue el pensamiento imaginando la cara de asombro del prestamista Kunde cuando le pagara las deudas y dos veces los intereses; y la del señor Prijmeni, el dueño de la cámara de comercio local, que tenía el monopolio de las telas que llegaban de la India. Se moriría por hacer negocios con él porque podría pujar con los mejores precios. Pero, no, era una locura, una estupidez fruto de la desazón por las deudas. Los unicornios no existían, eso lo sabía todo el mundo. Claro que tampoco existía América antes de descubrirla- razonó para sí-, ni los jeroglíficos tenían significado hasta que los franceses llegaron a las pirámides, la electricidad era una quimera impensable hasta que Tesla había sabido cómo domeñarla, ni nadie había creído que nuestros antepasados pintaran bellos dibujos hasta que hacía no muchos años, habían descubierto una inimaginable cueva allá en el norte de la lejana España. Y qué decir de la recién encontrada Troya. Mil años diciendo que era mitología y, de pronto, un tal Schliemann prueba que de mitología nada, que la ciudad estaba bajo las piedras turcas.  Pero, de entre todos sus pensamientos, lo que más le turbó fue recordar las historias que había leído en la biblioteca sobre el descubrimiento de los primeros huesos de los mamuts y el grabado que había visto de uno encontrado a primeros de siglo y expuesto en San Petersburgo. Él no creía en unicornios, seguramente jamás habían existido, pero ¿qué le costaba dar una oportunidad a la suerte y a la ciencia? ¿Era mucho ceder dar un paseo atento por el bosque? El no, ya lo tenía.

No durmió en lo que quedaba de noche y  cuando clareó le dijo a su esposa que el niño no iría ese día a clase, que avisara al profesor, que inventara cualquier excusa, un catarro, unas anginas.

- ¿Pero qué te ocurre? – se alarmó ella- los niños deben estar en la escuela.
- No te preocupes. Hoy puedo tomarme una jornada de fiesta y quiero disfrutarla con el niño. Iremos al monte, pasearemos. No tengo mucho tiempo para disfrutar de ellos y temo que se hagan mayores sin haber estado más con ellos- mintió.
- Debe ir a estudiar.
- Iremos a buscar el caballo blanco que viste ayer- le sonrió a su hijo, buscando su complicidad y que le ayudara a convencer a su madre.
- ¡Sí!- gritó entusiasmado el pequeño mientras su hermanito pedía ir él también.

Discutieron aun unos minutos pero finalmente, a media mañana, ambos, padre e hijo, salieron en la calesa hacia Noissemberg. Dejó el caballo atado en el abrevadero de la estación de ganado y se adentró a pie con su niño.

- ¿Y dónde le viste? – los niños habían ido de excursión, de modo que estaba seguro que los cuidadores apenas les habrían adentrado en el bosque que, por lo demás, era enorme.
- No sé, papá. No me acuerdo – tras una hora caminado por los alrededores, el niño estaba cansado.

Intentó divisar huellas y las encontró, pero bien podían pertenecer a cualquier caballo pues eran frecuentes los rebaños que cruzaban los caminos y las maniobras que el quinto de lanceros, acantonados no muy lejos, realizaban por la zona. Vieron caballos, siempre los había habido en el bosque, y sus cabezas eran de todo tipo, unas más feas y otras más estilizadas, más abultadas o menos, pero nada de unicornios ni cuernos mitológicos. Probablemente, el niño habría visto algún caballo con una pequeña herida o cualquier cosa que le llamó la atención. Cosas de críos.

Acabaron por regresar a casa y Mankel se avergonzó de lo que había llegado a pensar, dio por bueno el día porque al menos se había divertido con su hijo y pensó que lo mejor era no comentar con nadie el porqué de aquella excursión so pena de que se rieran de él toda la vida.
 
Lo que el comerciante no sabía era que su otro hijo, que sí había acudido a la escuela, había contado a todos sus compañeros que su padre había salido en busca de un precioso caballo blanco con un bulto en su frente. Tampoco sabía que aquellos pequeños, sin excepción, habían contado la historia a sus padres cuando llegaron a casa; que el maestro se lo había relatado a los demás profesores; que estos a sus amigos y estos a los amigos de sus amigos, a sus esposas y a sus amantes. No sabía que aquella noche toda la ciudad sabía que el comerciante Mankel estaba intentando hallar  el unicornio perdido del rey.

Unos le tomaron por idiota:

- Ya te lo decía yo- afirmó Kerner mientras sorbía la sopa de pollo que le había preparado su mujer-, ese Mankel es tonto del culo. Creer en unicornios, por amor de Dios. No me extraña que el negocio le vaya tan mal. Mejor así- sonrió para sí- pronto tendré dos tiendas y la suya la adquiriré a precio de saldo.

Otros, sin embargo, sintieron envidia o resquemor. Tampoco pensaban que pudiera existir el unicornio pero ¿y si existía? ¿Aquel tipo de la tienda se iba a llevar toda la recompensa? ¿Y total, qué se requería? ¿un paseo por el agradable bosque de Noissemberg? No se perdía nada por mirar y, en el peor de los casos, uno habría disfrutado de un agradable día de campo.

Dos días después era evidente que el bosque recibía muchos más visitantes que de costumbre. Todos se saludaban como quién no quiere la cosa, aparentaban pasear e incluso portaban canastillas con carne y panecillos, como lo hacían en los dominicales paseos por la ribera del río.

- ¿Cómo usted por aquí?
- Hay que aprovechar estos dulces días de otoño. Pronto llegará el invierno y ya no podremos disfrutar del bosque, ¿no cree usted?
- Por supuesto, por supuesto. Le dejo, amigo mío, que aún quiero caminar unos cuantos kilómetros. Es saludable, además.
- Buenos días, salude a su esposa.
- De su parte.

Unos se vigilaban a los otros. Si alguno se enfilaba hacia un sendero poco transitado, otros le seguían a distancia. Si alguno ascendía a una loma para divisar mejor el panorama, pronto aquella colina se llenaba de casuales compañeros de viaje. Por supuesto, nadie jamás mentaba el unicornio.

En el palacete Hoffmann, Prijmeni hizo llamar a su ayudante.

- Mande usted, Sr. Prijmeni.
- Siéntese, por favor. ¿Una copa de vino? – le ofreció.
- Será un placer- respondió el joven extrañado de tanta amabilidad en Prijmeni, un hombre que hasta entonces le trataba con desdén y poca amabilidad.
- Quiero pedirle un favor.
- Usted dirá, señor. Sabe que estoy a su entero servicio.
- Pero se trata de algo que espero poder mantener, digamos- se detuvo por un instante- con cierta reserva.
- Cuente conmigo, señor.
- Se trata de ese asunto del caballo…
- ¿El unicornio?- interrumpió ingenuamente el ayudante.
- Sea, veo que usted ya conoce del asunto y por tanto no precisamos irnos por las ramas.
- No acabo de entenderle, señor.
- Verá, Petersi, yo no creo en unicornios, supongo que tampoco usted pero, digamos, cómo decirlo, soy agnóstico. No creo pero tampoco dejo de creer. Me tengo por hombre de ciencia y, como usted sabe, la ciencia se guía por datos empíricos. Si no hay datos no es posible afirmar nada pero tampoco negarlo. Si nadie ha visto jamás un unicornio no es posible asegurar que existan o existieron pero tampoco negarlo. ¿Me sigue usted, Petersi?
- Creo que sí, señor.
- El caso es que, visto científicamente, no sabemos si esto es posible.
- Bueno no creo que….- el joven iba a manifestar que no había seres fantásticos en los que creer, pero el otro le contuvo.
- Déjeme continuar, por favor. Lo que sí es seguro es que hay dinero en juego. Y a mí el dinero me interesa.
- Pero los rumores sobre aquel conde no son de fiar.
- Lo sé, pero lo que ahora le voy a decir sí es de fiar.
- No le entiendo ahora, señor.
- Uno de mis contactos en Viena, una persona de toda confianza, me acaba de comunicar que el emperador vendrá a estar región la próxima semana. ¿Se da usted cuenta?
- ¿De qué?
- Nunca antes ha venido la corte hasta esta apartada ciudad. Si acaso, algún edecán o algún emisario. Pero el emperador, la emperatriz, su séquito, jamás han venido.
- Será un acontecimiento importante.
- Vienen de incógnito aunque no sé cómo piensan pasar desapercibidos si vienen en tropel. Pero, lo importante, lo único importante es… ¿no sé da usted cuenta?
- Pues, … lo siento… no acabo de…
- Hay algo que motiva este viaje, Petersi. Hay algo. No soy dado a creer fantasías pero, pensemos, ¿quién, en caso de existir,  puede tener un unicornio sino un emperador?
- ¿Qué piensa usted hacer?- preguntó el ayudante lleno de escepticismo.
- Yo nada, usted lo hará por mí. Quiero que vaya todos los días al bosque, que lo recorra, que vigile a todos esos que pasean por allá buscando rastros, que usted mismo investigue, que mire bien si hay indicios, por extraño que resulte todo esto, de que un unicornio se ha perdido en Noissemberg.
- ¿Lo dice en serio?
- ¿Ve usted que me río?- le miró furioso.
- No, señor Prijmeni. A sus órdenes.
- Y sea prudente, por el amor de Dios. Que nadie sospeche de su misión

La vida continuaba y, durante la semana, muchos debían ocuparse de sus trabajos y de sus haciendas. Aun así, Noissemberg y los alrededores se llenaban de visitantes y los domingos, tras la misa en San Michael, el bosque parecía la más concurrida avenida de Viena o de Praga. Las familias acudían enteras y sudaban bajo el calor y las interminables caminatas. Nadie mentaba nunca al unicornio excepto los niños que, aburridos, inventaron varios juegos en los que caballos mágicos y blancos eran los protagonistas. Mankel, también había vuelto a recorrer las frondas porque, como todos los demás, pensaba, "si ese está haciéndolo, por algo será, yo no voy a ser menos". El contagio era generalizado como cuando se hacía la rifa de la navidad en la que el alcalde sorteaba unos pavos. Todo el mundo sabía que las posibilidades de ser el agraciado era ridículas (sobre todo porque el alcalde hacía trampas y siempre tocaba a algún familiar) pero todos pagaban las dos monedas que costaba el boleto porque, como decía la señora Agne, “qué sería de mí si les toca y yo no he jugado”. Petersi informaba cada día a su jefe y este se enfurecía cada vez que le decía que no había ni rastro del animal.

Pasó casi un mes en el que aquella marabunta de excursionistas casi acaba con Noissemberg. No había rastro del unicornio pero la mayoría persistía en la búsqueda. Todos esperaban que fueran los otros los que desistieran primero, nadie quería correr el riesgo de ceder primero. Por si acaso, por si se daba la sorpresa, por no ser menos que nadie.

Un lunes, casi por sorpresa, una compañía de dragones entró al galope a la ciudad.  Desmontaron en la plaza, cerca del ayuntamiento y el capitán que los dirigía pidió entrevistarse con el alcalde. Le informó de que su majestad y su alto séquito iban a pasar por la localidad y por el bosque. Que ellos eran responsables de la seguridad y que sólo querían avisarle y pedir su plena colaboración. Ocurriría en una semana, durante la cual llegarían varios batallones del 5º de Línea y el 8º de dragones para dar cumplida cuenta de la misión protectora.

- ¡Lo ve, Petersi, lo ve! – gritaba entusiasmado Prijmeni- mis informaciones eran ciertas. Ya no hay nada que despistar. Yo mismo iré a buscar a ese endiablado bicho.

La esposa de Kerner, por su parte, no paraba de amonestarle:

- ¿Así que Mankel era un cretino, eh?, ¡que era un estúpido, decía el señorito! ¡Que iba a tener dos tiendas, afirmaba! ¡Más te vale salir ahí fuera y encontrar ese cuerno o seré yo quién te lo ponga, pedazo de alcornoque!

Aquello volvió locos a todos los pobladores de la ciudad. ¡Así que era cierto! El emperador venía en busca de su unicornio. Gratificaría al que le diera alguna pista. Quedaba una semana, no había tiempo que perder. Dejaron sus trabajos, se suspendió la escuela, se cancelaron los procedimientos judiciales y administrativos,  se alistaron criados y aprendices en escuadras que batieran el bosque de manera científica liderados por Prijmeni.

- ¡Ciencia, señores, ciencia! – enseñaba el presidente de la Cámara- ¡es preciso aplicar métodos científicos en la búsqueda del unicornio! Como Adams con los mamuts o Schlieman con Troya, ¡método científico!

Se parceló buen tramo del bosque y por cuadrillas de a cuatro se revisó palmo a palmo el terreno. Otros, menos rigurosos, se dedicaban a caminar por entre los árboles golpeando cacerolas pues alguien había afirmado que los unicornios eran especialmente asustadizos. Algunos más portaban grandes espejos con los que reflejaban los rayos de sol ya que era bien sabido- decían- que el cuerno de la bestia mitológica es atraído por el sol luminoso. Los soldados que iban llegando miraban todo aquello atónitos pero se dedicaban a lo suyo, a talar olmos en lo que sería el pasillo por donde avanzaría el cortejo real y a disponer vigías armados en todos los altos o lugares peligrosos. Viniendo de la guarnición en Viena veían a los de la ciudad como campesinos chiflados.

Por fin, el último día del mes, los dragones y los lanceros se apostaron en sus puestos de vigilancia y todos intuyeron que llegaba el emperador. El bosque fue desalojado como medida de seguridad y se instó a los ciudadanos a colocarse en los lugares indicados para saludar al rey a su paso. Las trompas de caza lo anunciaron una hora después y el polvo que la caravana levantaba se apercibió en el horizonte. El alcalde, el burgomaestre, el jefe de la policía local, el presidente de la cámara Prijmeni, el maestre Hans y todos los prohombres de la ciudad se vistieron con sus mejores trajes y subieron a una tribuna que habían construido el día anterior a toda prisa y que habían engalanado con una bandera y ramilletes de flores.

- Habrá que decir que estamos a su entera disposición para proseguir la búsqueda de la mascota de su soberana majestad- sonrío Prijmeni.
- Por supuesto, amigo  mío- contestó el alcalde-, y que toda la ciudad está a su servicio mientras permanezcan en ella buscando el unicornio.
- Cierto, cierto. Tantos distinguidos huéspedes dejarán buenas fortunas en nuestros negocios.
- Y una vez encontrado el animal, la generosidad del monarca será grande para los que le hemos ayudado.

Estaban encantados. Todo iba bien. Un golpe de suerte, un unicornio, un animal que nadie antes pensaba que podría existir, había cambiado para siempre la suerte de la ciudad. De pronto, eran importantes, la población destacaría en los mapas, quizá se convirtiera en favorito lugar de veraneo, los negocios prosperarían, ellos como gerentes de la villa eran ya hombres dignos, abrirían un museo, el museo del Unicornio, los libros de ciencia los citarían, serían la envidia de Bohemia y de todo el imperio.

La música militar se hizo más estruendosa y se animó a todos a que agitaran las banderas y honraran al emperador. La primera compañía de dragones, de uniformes rojos, cruzó casi al galope. Después un grueso contingente de coraceros pasó por la avenida y, tras estos, más de tres docenas de lujosos coches de caballos con sus palafreneros y sus lazos de colores ondeando al viento. Uno de aquellos coches iba rodeado por soldados a caballo y todos supusieron que justo allí viajaba el emperador y su emperatriz aunque tan sólo atisbaron a ver una  mano que saludaba con desdén.

Cuando por fin pasó la compañía de dragones de retaguardia todo el pueblo se lanzó a correr tras ellos, hacia el bosque de Noissemberg, seguros de que sería allá donde el soberano se detendría para iniciar, sin más retraso, la búsqueda del unicornio. El polvo que levantaban los cientos de caballos y las ruedas de los carros hacían difícil respirar y ver lo que sucedía más adelante pero el fervor popular era inmenso. Muchos simplemente corrían, los más ricos iban en calesas y otros habían montado en carretas colectivas. Todos querían ver la caza del unicornio, ver al emperador, colaborar, poder decirle “yo ayudé”, ser merecedores de su recompensa. Aquí y allá, los soldados montaban guardia e impedían que nadie se acercara mucho.

Para sorpresa de todos, y tras quedar agotados, el cortejo cruzó el bosque sin detenerse. Al principio pensaron que lo hacían así por seguridad, porque no era prudente para un monarca montar el campamento en medio de los árboles, que una vez establecidos volverían sobre sus pasos. El unicornio esperaba.

Pero, minutos después, se desalentaron. Los soldados que habían estado emboscados fueron saliendo de sus madrigueras y montando en las carretas del ejército. Simplemente, se iban, se alejaban seguramente en dirección a Brno.

La noche fue especialmente tranquila en la ciudad. Nadie salió a beber a las tabernas ni a platicar en las plazas. Se acostaron pronto, pero pocos durmieron. Por la mañana, los comercios abrieron con normalidad y el periódico local dio la noticia del esporádico paso de rey en letra pequeña y en páginas interiores. Un viaje a su palacio de verano en Brno, citaba una fuente. En otra página, se informaba de que la policía había detenido a un individuo que se había pasar por conde. Nadie dijo nada, nadie habló de aquello, nadie había estado en el bosque.

- ¿Y bien, Petersi, cómo es que no están acabados estos informes? – le gritó iracundo Prijmeni a su ayudante.
- Pero, señor… usted me mandó ir al bosque… ya sabe… el unicornio….
- ¿Está usted bien Petersi? ¿De qué habla? No tiente mi paciencia, Petersi. Si no ha realizado su trabajo, no invente patrañas.



Astri-Bee




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29/7/13

Any vision





Any Vision de Zuzana Husárová es más bien un experimento tecnológico que literario. Se trata de un alarde técnico por el cual varios anagramas se han ido grabando a escalas cada vez más pequeñas en una oblea de semiconductor de germanio, de modo que para su lectura y visualización se precisa de un microscopio electrónico. La grabación se realizó por haz de iones y las ampliaciones (reducciones) van de 400 a 10000 aumentos. A estas escalas, el tamaño de las fuentes es muchísimo menor que el tamaño de un píxel de una pantalla convencional. Los textos grabados proceden del manual de instrucciones del generador de iones.
 
 
 




26/7/13

Gustave Flaubert y George Sand, Correspondencia





Gustave Flaubert y George Sand, Correspondencia , (Marbot Ediciones, 2010) es una selección en español de algunas de las cartas que a lo largo de más de una década se intercambiaron dos de los escritores franceses más prestigiosos del siglo XIX, el misántropo Flaubert y la vitalista Sand, unas cartas admi- rablemente traducidas por Albert Julibert. Las cartas ya comenzaron a publicarse en 1884 y hay numerosas ediciones en otros idiomas pero esta selección es muy acertada.
 
Un epistolario siempre tiene el atractivo de la inmediatez, de la honestidad que surge de escribir con rapidez, con las palabras que brotan de uno sin pasar por el cedazo del estilo; del realismo que genera el abrirse a otro en lo que uno es sin sospechar que un siglo después alguien podrá estar interesado en lo que se dice, del voyeurismo que supone espiar los sentimientos escritos y confesados a otro. Esto resulta aún más interesante cuando las cartas nacen de la pluma de dos escritores imponentes acostumbrados a pulir sus escritos, a tamizarlos, a revisarlos. Aquí, se dejan llevar por lo que su corazón y su primer hálito les sugiere, podemos descubrir sus verdades y sus ideas espontáneas, especialmente en el caso de Flaubert que podía dedicar- en la creación de su obra literaria- 14 meses a rellenar una página, a encontrar su “mot juste”.
 
Así, estas cartas están llenas sobre todo de ternura y de admiración mutua. Son letras repletas de inteligencia, de elegancia, incluso al relatar lo más anodino, de descubrimiento de ideas vitales y sociales antagónicas las cuales, sin embargo, se complementan. Todas las cartas están impregnadas por ese concepto de polos de un imán, de dos partes contradictorias que se atraen sin poder evitarlo. Algo que, por otra parte, resultó habitual en la vida sentimental de Sand. Cuando conoció a Chopin preguntó si este señor Chopin, ¿es una niña?; mantuvo una relación lésbica con Marie Dorval, una actriz cuya personalidad no podía ser más diferente; se divorció de su marido asqueada de la conservadora y aburrida relación para abrazar la bohemia con su amante Jules Sandeau ; Listz era su antítesis. Más casi todos tenían algo en común y esto era su talento artístico. Era el arte, la capacidad creativa, lo que atraía a Sand por encima de todo.

Igual ocurre con Flaubert. Cuando conversan sobre literatura (y, curiosamente, siendo escritores, la literatura no ocupa mucho espacio en sus cartas) él es el escritor lento, que busca la perfección de la frase, es el hombre que se documenta, que harta a sus editores con sus retrasos, concienzudo hasta el desasosiego, que sufre escribiendo; ella es la escritora pletórica, de vasta obra, de texto fácil, rápida en la producción, que sobre todo espera ser leída.  Ella le reprende en esa búsqueda enfermiza de la perfección narrativa y en la obsesión por la forma que sólo aprecian muy pocos lectores y él la critica en su populismo, en la visión optimista del mundo, en su forma de narrar. En las cartas, Flaubert elogia en lo literario a su amiga aunque se conoce que criticaba su estilo en otros foros. En política, ella defiende el sufragio universal mientras que él lo denigra; él quiere un gobierno tecnocrático guiado por la ciencia y ella se cansa de sus prejuicios; ella es una aristócrata que se ha vuelto socialista mientras que a él le repele la política. Él vivía por y para la literatura mientras que ella amaba otras actividades como el periodismo, la música, la pintura, el ensayo o la política. Ella es madre amorosa, él no piensa en una familia que no sea su madre; Flaubert no gusta de fiestas y actos; ella es asidua. Él ama el arte, ella la vida. Él ansía la razón, Aurore ama el sentimiento. Ella es feminista y él misógino. La autora de Lelia tiene una amplia actividad social y gran número de amistades, él apenas unos pocos amigos que se le van muriendo. Cuando él se indigna, ella le contesta “me gustaría verte menos irritado, menos ocupado en la tontería de los demás. Para mí es tiempo perdido, como recrearse en el fastidio de la lluvia o de las moscas (…). Quizás esta indignación crónica es una necesidad tuya para organizarte. A mí me mataría”. Cuando Flaubert afirma que no debe escribirse sobre ningún asunto del corazón, Sand le replica: “No lo entiendo en absoluto, pero en absoluto. A mí me parece que no se puede poner otra cosa.” Ella tiene una figura delicada y pequeña, él es un tipo alto y grande. El creador de Madame Bovary tenía pocos focos de interés, a  Sand le interesaba todo. Ambos coinciden, no obstante, en un cierto elitismo por el que se creen culturalmente superiores a la mayoría de sus contemporáneos, manifestándolo en ocasiones con evidente falta de humildad y bastante arrogancia. En su correspondencia debaten sobre política (con la guerra franco-prusiana de 1870 como hecho más traumático), sobre religión, sobre los viajes, sobre la vida bucólica en el campo o la frenética en París, sobre editores y gentes célebres de su tiempo, sobre escaseces económicas y sobre sus familias respectivas, critican a otros escritores, opinan sobre la existencia. Sus cartas son también reflejo, en cierta medida, de la visión del mundo que tienen dos generaciones, la más vieja que representa Sand y la más joven de Flaubert aunque no precisamente esta última es la más optimista y decidida a conquistar al mundo. La escritora está esperanzada y cree en la humanidad mientras que Flaubert observa la sociedad con desilusión, hartazgo y mofa.
 
A pesar de esta atracción, ambos no se vieron mucho y parece como si hubieran preferido mantener un amor platónico, evitando que la cruda realidad de la vida y de su antagonismos pudiesen destruir el sentimiento etéreo que les une. Cuando ambos autores se conocieron en 1857, él tenía 45 años y ella 62. Les costó a ambos establecer una relación estrecha, no siendo hasta 1866 cuando inician una correspondencia asidua, intensa en ocasiones, un contacto que se prolongaría hasta 1876, apenas dos años antes de la muerte de ella. No se vieron mucho pero a la luz de lo que se escriben cuando recuerdan las semanas que compartieron y los deseos de verse, puede decirse que fueron encuentros llenos de sentimiento. En ese periodo, Flaubert, que era defensivo ante las mujeres y no creía en el amor, mantiene un idilio tormentoso con su amante Louise Colet (con la que mantiene otra intensa correspondencia también publicada). Ella, en su vejez, abuela con nietos, ya no es la mujer vitalista de vida intensa y escandalosa, coleccionista de amantes célebres, musa de Chopin, sino una dama que aprecia la belleza de la naturaleza y cree en la bondad humana.
 
En casi todas las cartas, versen de lo que versen, siempre flota un hálito de flirteo, de cortejo oculto, de intimidad presumida, de amistad que va más allá de la amistad, de emotividad contenida. Probablemente, ambos se amaron sexualmente en alguno de sus encuentros pero en las misivas se cuidan muy mucho de ser explícitos aunque dan a entender, con eufemismos controlados, la ternura, el cariño e incluso la pasión que se tienen. Sus planes para verse suenan mucho más a encuentros furtivos y deseados que a una reunión de amigos. Las despedidas están llenas de abrazos, de besos, de ansia por encontrarse de nuevo, de calidez tierna, de brindarse ayuda o consuelo. También, por parte de ella, hay un sentimiento maternal por cuidarlo. Nunca se llaman con adjetivos amorosos pero ella es “mi maestra”, incluso  “mi maestra adorable” y él  es “su viejo trovador”. Cuando las cartas se retrasan, las reclaman con anhelo. Aunque discutan, cada párrafo está impregnado de una dulzura amorosa evidente.  Resulta incomprensible el porqué de la atracción entre ellos pero las asimetrías, las contradicciones, también crean dependendia porque complementan, porque enseñan, porque permiten descubrir y admirar lo contrario, lo que uno nunca había llegado a pensar. Quizá el verdadero cemento de su relación era la admiración mutua, la consciencia de la calidad humana y artística que veían en el otro.
 
Las cartas entre Sand y Flaubert son interesantes y emocionantes, en el fondo, porque trascienden a los escritores para ser reflejo de las cuitas de cualquier ser humano. Y no debería resultar extraño que los sentimientos y pasiones contados por dos grandes escritores nos resulten más reales y cercanos que la realidad misma.

 

25/7/13

Slamming the Sonnet





Slamming the Sonnet, de Jayne Fenton Keane y David Keane es un poema digital programado en Flash. Un completo trabajo que incluye numerosas opciones, elevada interactividad, sonidos, audio lecturas, textos, gráficos animados e imágenes estáticas. Existen multitud de enlaces embebidos que van - o deberían ir- a dar a otras obras, webs, biografías, etc. Sin embargo, muchos de estos enlaces están rotos lo que va en detrimento de la lectura de la aplicación sobre todo si a uno le tocan tres o cuatro enlaces desaparecidos seguidos y desiste de continuar. Un problema este, el de los enlaces rotos, que es un cáncer en cualquier obra digital que esté conectada con sitios no auto contenidos en ella.
 






 

24/7/13

La vida de luto



Curso eBook





Del próximo 29 de julio al 3 de agosto, y por un total de 24 horas lectivas, Cálamo & Cran organiza un curso sobre qué es un libro electrónico, cómo funciona y cómo crearlo. Particularmente interesante puede ser esto último ya que se estudiará cómo crear un fichero ePub o Mobi a partir de ficheros en PDF o creados en InDesign o Quark.
 
El programa completo se ve a continuación. La inscripción al curso puede hacerse desde este enlace. No es barato, 320 euros.
 
    1. El libro electrónico
  • 1.1. Libro electrónico vs. Libro en papel. Ventajas e inconvenientes.
  • 1.2. Historia del ebook.
  • 1.3. Aparatos "lectores": Retroiluminación, tinta electrónica, pantallas mirasol.
  • 1.4. Formatos de libro electrónico. Protección DRM. Formas de lectura.
  • 1.5. Situación actual del mercado editorial digital en España.
    2. El formato ePub. Un "estándar"
  • 2.1. Características.
  • 2.2. Estructura de un fichero ePub.
  • 2.3. Toc.ncx y Content.opf.
    3. "Maquetar con estilo"
  • 3.1. Separar contenido y formato: uso de estilos en un procesador de textos.
  • 3.2. Creación de la tabla de contenido.
  • 3.3. Generar el código HTML y CSS.
  • 3.4. Integración del código en un ePub.
  • 3.5. Nuestro primer ePub (aún imperfecto)
    4. XHTML y CSS
  • 4.1. Separar contenido (XHTML) y formato (CSS)
  • 4.2. Nociones de XHTML
  • 4.3. Nociones de CSS (hojas de estilo)
    5. Edición de ePub
  • 5.1. ¿Por qué usar un editor de ePub? Sigil
  • 5.2. Particiones. Cabeceras. Crear TOC. Insertar imágenes. Metadatos. Portadas.
  • Semántica. Fuentes tipográficas.
  • 5.3. Dando formato con hoja de estilo.
  • 5.4. Usar editores de código y "compilando" el ePub con ePubPack
  • 5.5. Validar ePub: ePubCheck.
    6. Pensar en digital. Preparar maquetas en inDesign
  • 6.1. Introducción a InDesign.
  • 6.2. Documento. Páginas. Páginas Maestras.
  • 6.3. Estilos de párrafo y de carácter.
  • 6.4. Flujo de texto.
  • 6.5. Imágenes.
  • 6.6. Incrustración de fuentes.
  • 6.7. Notas al pie.
  • 6.8. Metadatos desde indesign.
  • 6.9. Tabla de contenido.
  • 6.10. Trabajar con "libros" para exportar a ePub
  • 6.11. Exportación a ePub.
  • 6.12. Para usuarios de Quark.
    7. Conversión a mobiPocket (Amazon)
  • 7.1. Diferencias entre ePub y MobiPocket.
  • 7.2. Partir del código del ePub para generar mobiPocket.
  • 7.3. Uso de mobigen.exe.
  • 7.4. Uso Mobipocket Creator.
    8. Partiendo de otros formatos
  • 8.1. PDF.
  • 8.2. Uso de Calibre.
  • 8.3. Otros programas.
    9. Introducción a los formatos que vienen
  • 9.1. Introducción a ePub3 y HTML5.
  • 9.2. Libros enriquecidos: apps.
  • 9.3. Revistas interactivas.
  • 9.4. Sugerencias, dudas y recomendaciones.

23/7/13

meme.garden




meme.garden, de Daniel Howe (liderando un amplio equipo de artistas y programadores) es una aplicación digital interesante, a medio camino entre la literatura y las artes visuales, realizada con gusto y calidad. Pero, a su vez, es un experimento en búsqueda y catalogación de datos. Sobre semillas textuales que el usuario propone, el sistema explora numerosas fuentes y va dibujando en forma de árbol los párrafos que halla relacionados con la palabra fuente. Permite diversos métodos de inicio, desde generar semillas a buscarlas o visitar "jardines" creados por otros usuarios.
 
 

22/7/13

Ghost




Ghost de Thomas Eberwein , Thomas Traum y Tim Gfrerer es un espectáculo visual interactivo en el que un sistema de cámaras e informático combina en tiempo real las siluetas y movimientos de los espectadores con un escenario en el que se desata una tormenta de nieve. Pueden programarse la intensidad de la tormenta, la luz ambiental, la música, el ruido ambiente y la tonalidad de la niebla que envuelve el paisaje.
 
También, es una instalación narrativa en la medida que los usuarios interaccionan entre sí y se sumergen en la historia que ellos mismos están creando.
 
Digno de verse.
 
 
 




21/7/13

Navega en privado





Navega en privado de Susana Heredia y Cristina Saraldi es un trabajo realizado como proyecto final para la asignatura "Escritura no lineal" interesante y bien concebido. Programado en Flash, combina muchas técnicas que confieren variedad e interés a la lectura: textos, simulación de chats, imágenes, mails, enlaces, simulación de correos, etc.
 
La interface es también correcta con un escaso cromatismo que otorga al relato una imagen seria y profesional.







20/7/13

SLSP 2013



 
 
Del 29 al 31 de este mes se celebrará en Tarragona la primera Conferencia Internacional sobre lingüística estadística y procesamiento del lenguaje (SLSP 2013) con ponencias sobre semántica, fonología, generación automática de lenguaje, reconocimiento de lenguaje, procesos de parsing, generación de resúmenes automáticos.
 
Para más información, accédase a la web del evento.

19/7/13

Una tarde al borde del mar





Un día, le había dado un consejo.  

-        No dejes de mirar la vida porque estés solo. Hay tantas cosas hermosas que disfrutar. El caer de la tarde con nubes altas y amarillentas, las farolas que combinan reflejos en la noche, la luna recostada sobre el horizonte, las olas que descansan rítmicamente en la orilla, el trino de los petirrojos al amanecer. Estate atento a ellas y te encantará el mundo. No dejes de mirar, aunque nadie te acompañe – le dijo, ante el escepticismo del hombre.

Lo creía de veras. El deleite por el aire fresco, el perfume de la tierra mojada o el pálpito de la vida necesitaban sólo dos ojos, un corazón, un rostro. No había por qué duplicarlos.

Era verano y el calor de los días anteriores había saturado el cielo de humedad y deseo de tronada. Se tumbó sobre la toalla, abrió el libro recién empezado y dejó que la brisa, cargada de salitre y aroma de algas, acariciara su cuerpo. Luego, se sentó con la mirada fija en el horizonte, por donde alguna galerna lejana traía un telón de nubes plomizas. Dejó que el aire inquieto peinará su cabello. Decidió darse un baño. La mar estaba calma e invitaba a disfrutarla. A media tarde, el cielo estaba gris, con algún claro, dando al mar ese tono entre azul y plata que tanto le gustaba. Mientras nadaba, un velero con una enorme vela roja se aproximaba desde la barra, como si el azar fuese un artista que hubiera decidido poner una nota de color al lienzo.

Pensó en él y en lo bonito que sería compartir el instante. Al cabo, quizá sí fuera necesario duplicar las almas y enlazar las manos frente a un escenario. No pudo ver que, sobre el cuadro que el mundo estaba pintando, lo más hermoso era su rostro salpicado de gotitas de mar.

Like stars in a clear night sky





Like stars in a clear night sky de Sharif Ezzat es una muy interesante propuesta poética digital programada en Flash. Combina los textos de los poemas, la interactividad, la voz del autor en árabe y los subtítulos en inglés con un fondo sonoro que crea la precisa atmósfera que se necesita. En el firmamento de la pantalla van apareciendo las estrellas con las que el lector puede interaccionar para descubrir los diversos poemas escondidos en ese cielo virtual.
 
Se trata de un trabajo conceptualmente sencillo pero que logra un entorno lírico y etéreo muy adecuado.


18/7/13

De l'amour




De l'amour de Xavier Malbreil es un trabajo literario digital, programado en HTML y JavaScript, que se concibe como un conjunto de fragmentos amorosos y eróticos, algunas animaciones en formato GIF y recortes que van apareciendo a medida que el lector cliquea sobre la pantalla. Unos textos anotados, marcados y "usados". El control de qué aparece en cada momento está predeterminado por el programa y el usuario se limita a dar la orden de continuar realmente.
 
Se trata, con todo, de un trabajo interesante tanto desde el punto de vista de la programación como del de la lectura ya que existe suficiente material y el ciclo es lo suficientemente largo como para que no se haga repetitivo.



17/7/13

Lektz eBook Reader





Lektz eBook Reader es una aplicación de lectura de libros electrónicos que corre sobre Android y que se plantea también como una extensión de Chrome. Permite visualizar contenidos en los formatos ePub y PDF, bien sea de los libros propios que uno tenga almacenados en su dispositivo o de los que se descargan de la librería-plataforma Lektz.
 
La presentación de la librería es similar a la de otras aplicaciones, quizá menos 3D, más esquemática y clara. Permite las funciones habituales de paso de página simulando un libro real, orientación horizontal o vertical, cambio de tamaño y tipo de letras, hacer anotaciones, etc.
 
 
 

Free Haiku




 
Free Haiku de Ingrid Ankerson y The Dada Sprokets es una pequeña aplicación escrita en Flash que, sobre unos gráficos bucólicos y animados va mostrando pequeños haikus (más bien palabras sueltas) a medida que se mueve el ratón por la pantalla. Aunque se usan diversas tipografías y aunque la interface es agradable, pronto se torna repetitivo.



14/7/13

Perception and Action in Immersive Worlds





El próximo martes se celebra el evento Perception and Action in Immersive Worlds en el hotel Sheraton de San Diego, en California, una serie de conferencias que explorará la interrelación entre la percepción sensorial humana y la narrativa de inmersión. Como ya se ha hablado en bastantes entradas de este blog, el futuro a largo plazo de la literatura digital puede pasar porque el lector deje de ser un sujeto "pasivo" (entrecomillo la palabra porque la mente lectora dista mucho de ser pasiva; por el contrario, es la que crea el mundo narrado) para introducirse físicamente en la historia "viendo" los escenarios creados por el autor, "sintiendo" mediante técnicas sensoriales y participando en la historia. Se está muy lejos todavía de la holosala pero existe un amplio campo de experimentación al respecto.

13/7/13

Algunas ideas para autoconstruir Ficción interactiva en Twitter





La ficción interactiva se fundamenta en crear una historia ramificada basada en nodos desde cada uno de los cuales pueden tomarse varios caminos diferenciados de lectura. Cada fragmento de texto (que puede estar enriquecido con contenido multimedia o, incluso, ser fragmentos sólo visuales, por ejemplo un videoclip que cuente parte de la historia) finaliza en un nodo de decisión, momento en el cual se le plantean al lector varias posibilidades, usualmente de 3 a 5 opciones. Una vez que el usuario elige qué camino desea tomar, se muestra el fragmento siguiente de ese ramal que da origen a un nuevo nodo con más opciones y así sucesivamente. Se comprende que la narrativa interactiva en rama puede ser muy compleja ya que las combinaciones posibles de lectura aumentan exponencialmente y para muchos nodos con muchos enlaces en cada uno de ellos, la cantidad de posibles lecturas diferentes es enorme. Sin embargo, por muy grande que sea el número de posibilidades, es finito y, en términos matemáticos, reducidamente finito.




Resulta complicado para el escritor, además, generar un árbol de decisiones muy complicado porque el tiempo de escritura y programación es demasiado alto y porque es muy difícil mantener el interés de las tramas cuando el número de universos paralelos y de discursos simultáneos aumenta.

Una manera de complicar y hacer que las opciones sean aún mucho mayores (siempre finitas pero ya en un valor que para un lector humano se trata virtualmente de una novela infinita) es permitir que sean los lectores los que desarrollen la narrativa por sí mismos. Y, si el trabajo interesa y acceden a él muchos lectores, esta explosión de enlaces puede ser monumental, con ramas narrativas inimaginables al comienzo e imposibles de haber previsto y pensado por un único escritor.

Para que sean los lectores los que escriban por sí mismos ramas nuevas de la historia hay que trabajar en red al modo de las historias colaborativas que ya son habituales. Estas suelen ser hipertextos en los que escritores añaden enlaces y ramas textuales anclados en palabras del texto original. A su vez, estas nuevas ramas pueden ser nuevamente enlazadas y así sucesivamente. Bastaría modificar este concepto haciendo que los nuevos lecto-escritores no generen enlaces e hipertextos sino que prosigan un nodo con otra rama que acabe de nuevo en más nodos los cuales pueden ser ampliados por otros escritores que colaboren.

Twitter se brinda muy bien a hacer este tipo de experimentos sobre todo porque la limitación de los 140 caracteres hace que sea sencillo e inmediato proponer textos.

Una semilla puede ser tan simple como:

“Frente a la colina de los duendes un camino asciende y el otro circunvala. ¿Cuál eliges?”

Son 88 caracteres, menos de los 140 permitidos.

Cuando un lector conteste a ese usuario eligiendo uno de los dos caminos, otro puede crear on-time un fragmento que continúe esa opción:

- @User1 : El que asciende”
- @User2: Es empinado. Tengo sed. Un hombre huraño, sin rasurar, viene hacia nosotros. ¿Le pido agua?”
- @User1: No”
- @User2: El hombre pasa de largo pero necesito agua. Hay una casa. ¿Llamo? ¿Sí o no?”
- @User1: Sí”
- @User2: Me abre un tipo flaco, de ojos oscuros. ¿Le pido agua o vino?”
- @User1: vino”

Etc.

Este tipo de narrativas son impredecibles porque no están predeterminadas de ninguna manera. Pueden morir al poco de empezar por falta de interés en los lectores o pueden desarrollarse rápidamente. Habrá ramas (contestaciones en los nodos) que prosigan con cierta fluidez mientras que otras se estancarán y se olvidarán en lo profundo de la línea de tiempo de Twitter. Algunos usuarios estarán leyendo lo que les ocurre a otros (y por tanto pueden tener un cierto preaviso de por dónde se desarrolla esa rama) mientras que otros llegarán a la lectura sin haber leído nada anteriormente.

En este tipo de ficciones interactivas abiertas es recomendable, también, disponer de una cierta codificación para poder seguir y saber en qué rama estamos. El uso de contestar (@) o retuiterar (@RT) es útil al respecto porque permite empezar con un código para saber dónde estamos.
 
También hay mucho riesgo de crear una maraña incomprensible. Sin un tutor o un moderador, es muy fácil que entre trolls, chistosos y “pasabaporaquís” las historias no se desarrollen o que nadie conteste a nadie, iniciando ramas exnovo que nunca prosiguen. Un experimento de este tipo funciona mejor cuando hay uno o varios moderadores que se preocupan de dar respuestas coherentes a todas las ramas iniciales y luego a aquellas más prometedoras o, por el contrario, a ramas que no han evolucionado y que con cierta ayuda pueden hacerlo.

La siguiente figura muestra una imagen ficticia (cualquier nombre que pueda parecer real es pura coincidencia) de una sesión de narrativa interactiva en Twitter.





   

12/7/13

Rayuela dinámica




A estas alturas poco nuevo se puede decir de la famosa novela de Cortázar, Rayuela. Es bien conocido que este libro puede considerarse un hito importante en la narrativa fragmentada y en el hiperenlace antes del hipertexto digital. Rayuela puede leerse de dos maneras fundamentales. La primera, de forma lineal hasta el capítulo 56. La segunda, a saltos, partiendo del capítulo 73 y siguiendo una hoja de ruta que el propio autor indica en el libro.
 
Santiago Ortiz propone una versión digital de Rayuela, una versión dinámica en la que el lector se sumerge en un mar de ondas matemáticas cuyos nodos representan los capítulos, pudiéndose leer estos y saltar o no a los consecutivos y precedentes de acuerdo al mapa de enlaces. Las líneas, precisamente, unen estos caminos hipertextuales de manera gráfica.






10/7/13

Comparative Literature as a Critical Approach




La próxima semana, en concreto entre los días 18 y 24, se celebrará en la Sorbona, en París, el Congreso Comparative Literature as a Critical Approach. Los talleres que están programados son, entre otros:
 
- Affronter l'ancien
- Traduction, traductologie
- Plurilinguismes
- La littérature et le numérique
- Littérature et musique
- Trascontinentales
- Théories et pratiques comparatistes
- Mondial
- Littérature et Arts, intermédialité
- Littérature et sciences
- Littérature et sciences humaines
- Littérature et territoires
 
La inscripción puede realizarse en este enlace.



El mar que ampara




Las noticias que los periódicos dan sobre el mar suelen estar relacionadas con desgracias, nos hablan de un océano que arrebata seres queridos, que engulle navíos o que inunda sembrados y aldeas. Yo he de decir que el mar es salvador. Cuando yo estaba atrapado en las tinieblas de la vida, fue él quien me liberó y me amparó. Para ser exactos, fueron el mar y Silvino, un pescador de cara ovalada y nariz ancha, frente hollada por profundos surcos esculpidos por el tiempo y el salitre, cabello cano, voz ronca y manos ásperas.
 
-        Si has salido de esta, si el mar te ha respetado, no me digas que no puedes levantarte- me dijo un día, mientras yo tosía intentando expulsar el agua que encharcaba mis pulmones.
 
Sí, miré al mar, entendí su mensaje redentor, y me levanté para siempre.
 
Por aquel entonces, yo tenía diecisiete años. No puedo decir que mi familia estuviera rota ni que mi vida hubiera sido un calvario de adversidades semejante al de los personajes de Dickens. Hasta donde recuerdo, mi niñez había sido tranquila, habitual para un crío de clase media que vive en un barrio corriente, estudiante mediocre, con escaso éxito entre las chicas y bien dotado para el deporte, especialmente para el baloncesto, donde mi metro ochenta y cinco y mi habilidad con el "alley-oop" me hacían popular y deseado en el equipo juvenil de la ciudad. Mi padre paraba poco por casa ya que su trabajo de agente comercial le hacía saltar de avión en avión, pero llamaba a menudo y aún me acuerdo de la ilusión que me hacía ayudarle a abrir la maleta porque siempre había un obsequio para mí. Mi madre no había tenido un empleo durante años pero un día se presentó en casa diciendo que al siguiente lunes comenzaba como vendedora en una agencia inmobiliaria. La empresa le ponía coche- un Vokswagen escarabajo, amarillo chillón, con reclamos publicitarios escritos en los laterales, en el que a mí siempre me dio mucha vergüenza montarme- y le ofrecía unas buenas comisiones por cada venta a cambio de trabajar los fines de semana, días en los que los potenciales compradores disponían del tiempo libre necesario para visitar los inmuebles disponibles.
 
Al entrar en la adolescencia, y como suele ocurrir, comencé a ver a mis padres como extraños, fracasados y anticuados. En ocasiones, les reprochaba el que no hubieran sabido triunfar en la vida, tener una holgada cuenta corriente en el banco, conducir un BMW como el del padre de mi amigo Jaime, que era el ricachón de la cuadrilla, o poder pagarme unas vacaciones de verano en Inglaterra. Pero otras, y contradiciéndome sin pudor, les recriminaba el que estuvieran tanto tiempo fuera, en el trabajo, les moralizaba sobre que hay cosas más importantes que el dinero y les hacía sufrir diciéndoles que me sentía solo. Mi pandilla, Manu, Jaime, Juanma, Rodri y Jorge, era mi refugio y pasábamos cuanto más tiempo mejor juntos. En cuestión de chicas, me gustaban casi todas pero tonteaba con Mila, no tanto porque estuviera enamorado sino porque sus pechos eran un objetivo que yo había jurado conquistar. Ella jugueteaba conmigo, me seducía, dejaba que me hiciera ilusiones justo hasta el punto en que mis manos se acercaban a dos centímetros de su cuerpo, momento en el que recibía un empujón que, lejos de quitarme las ganas, me reafirmaban en mi pensamiento de que alguna vez sería mía.
 
Fue Jaime, precisamente, el que en una noche de discoteca y baile con las amigas de Mila- un sábado en que llovía como si Noé hubiese vuelto a nacer- trajo aquello que, según afirmó, todos debían de probar alguna vez en la vida. Unas pastillitas blancas, pequeñas, que eran buenas para sentirse bien. No recuerdo cómo empezó todo aquella noche pero sí lo que siguió y cómo acabé al amanecer. Quizá fuera la tormenta la que nos puso melancólicos pero el hecho es que, cuando la disco cerró, nos sentamos al borde del lago, bajo la marquesina del club de remo, con unos cuantos botellines de cerveza y una radio a todo volumen en la que Willie Nelson cantaba el Always on my mind, algo que puede hacer temblar el alma del ser más templado. Las seis muchachas y nosotros seis nos pasamos un cigarrillo compartido mientras mirábamos la luna nacarada que comenzaba a aparecer entre los nubarrones cargados de lluvia que, por fin, iban alejándose.
 
-        Si estás jodido, con esto te reconcilias con el mundo- dijo Jaime, a la vez que se tragaba una de las pastillas que antes nos había mostrado.
 
Los demás le miramos sin saber muy bien qué hacía y continuamos mezclando las burbujas de la cerveza con las volutas azuladas del tabaco hasta que Mila le pidió una pastillita de aquellas y se la tragó sin pensárselo. Lo que ocurrió una hora después es que, por primera vez, besé a Mila, que descubrí el secreto que ocultaba su sujetador y supe que era mejor que todo lo que había imaginado, que tomé otra pastilla cuando ella me lo pidió, que disfruté de las ondas de sus caderas y de sus muslos, del aroma de su cabello, del hechizo de su mirada, y que la maravilla se prolongó hasta que el amanecer nos sorprendió sobre la hierba medio dormidos.
 
Es difícil, y más si uno es joven, resistirse a sentirse bien, a enamorarse, a disfrutar del placer del cuerpo, a ver el mundo a través de un filtro semejante a esos cristalitos que se enroscan al objetivo de una cámara y convierten los cielos nublados en atardeceres dorados y los campos agostados en trigales de vibrantes amarillos. Repetimos, sí, repetimos casi cada noche. Mila y yo nos hicimos inseparables y  todo fue bien durante un tiempo con la ayuda de Jaime que nos proporcionaba las pastillas de modo habitual. Cierto que también pasamos noches sin tomarlas pero no era lo mismo. Era como si faltase el brillo final, la chispa mágica, el fogonazo de bienestar, como si el rumor de las aguas que morían sobre las redondeadas piedras en la orilla del pantano estuviera amortiguado, como si la brisa ya no emitiera música al volar entre los árboles, como si las hortensias se colorearan de gris.
 
-        Anda, toma, disfrutemos de nosotros – solía decir Mila, y ambos nos internábamos en el edén artificial.
 
Meses después, Jaime nos trajo otro tipo de píldoras con las que descubrimos que podíamos emular a los más expertos actores de aquellas películas que vendían en el videoclub. Aprendimos a combinarlas, a sacar lo máximo de los cócteles que imaginábamos y a disfrutar de todos nuestros sentidos como si la vida nos fuera en ello. Y, en verdad, nos iba aunque entonces no éramos conscientes de eso.
 
Nos percatamos de que las cosas no marchaban tan bien como pensábamos cuando Mila comenzó a adelgazar rápidamente y a pasarse las noches en vela. Lo primero no parecía molestarla, incluso le gustó por un tiempo, pero para el insomnio hubimos de recurrir a más medicamentos. Yo mismo comencé también a sentir los mismos efectos, aunque mucho más ligeros, pero lo atribuí a mi preocupación por mi chica. Ni se me pasaba por la cabeza acudir a mis padres que, aparte de darse cuenta de que mis notas eran aún peores que lo habitual, no parecían sospechar la causa de mi malestar.
 
Definitivamente, todo se torció cuando Jaime se marchó a vivir a Madrid. Ocurrió justo antes de que nos fuéramos de vacaciones todos los amigos al sur. Lo habíamos preparado durante semanas. Estaba feliz porque mis padres me habían dado permiso y estaría un mes disfrutando de mi libertad. Pero Jaime se marchó y todo cambió. De pronto, el suministro de pastillas cesó. Hasta entonces, habíamos pensado que las píldoras eran gratis, que él las conseguía de manera sencilla, nunca le preguntamos de dónde las sacaba, cómo las pagaba, si las compraba o se las regalaban y él nunca nos lo dijo.
 
Unos pocos días después de que Jaime se mudara, Mila comenzó a sentirse extremadamente inquieta. Me decía que le consiguiera una cápsula, que estaba fastidiada, hundida, que necesitaba tranquilizarse, pero yo no sabía a quién acudir ni era consciente de que su necesidad era tan acuciante. Intenté llamar a Jaime pero no pude localizarle. Pregunté aquí y allá pero, por toda respuesta, un tipo siniestro me indicó que preguntara por “El Mula” en una discoteca de las afueras. Encontré al hombre y, cuando le pregunté si tenía pastillas, me apartó bruscamente a una esquina y me dijo.
 
-        Chisttt, chaval. Esto no se pregunta a grito pelado, cojones. ¿De dónde coño sales tú? ¿Tienes cuarenta mil pelas?
 
No, no las tenía. Me encerré con mi novia en la cabaña que usábamos en verano. Allá no solía ir nadie. Para el final de semana, Mila estaba muy mal. No había ido a su casa y yo llamé para tranquilizar a sus padres, mintiendo y diciéndoles que estábamos ya de camino hacia nuestras vacaciones, que pasaríamos en una de las casas de Jaime. Mila no dormía, sudaba profusamente y, a ratos, temblaba. Apenas comíamos. Quise llamar al médico pero ella me dijo que no, que se mataría antes de que sus padres se enteraran de todo aquello, que encontrara pastillas como fuese, que las necesitaba más que nada en el mundo. A ratos, se volvía violenta y me decía que era un gilipollas incapaz de darle lo que necesitaba, que no la quería, que si lo hiciera sabría cómo conseguir la droga, que Jaime sí que era un tío con huevos.
 
Un día después supe que tenía que llamar a un médico. Había anochecido. Salí cuando, rendida de las tiritonas, se había dormido y paré al primer guardia municipal que vi. Una media hora después, dos ambulancias rodeaban la cabaña, unos socorristas sacaban a Mila en camilla y los padres de ella, alertados por los servicios públicos, lloraban desconsoladamente. Sabía que me preguntarían, que sonsacarían sobre la droga. No podía enfrentarlo y menos bajo aquella necesidad de pastillas que se iba haciendo cada vez más insistente también en mi mente.  Hasta ese momento, quizá por el estrés, lo había aguantado bien pero cuando los destellos de las ambulancias se perdieron en la avenida y me quedé solo, mi ansia de tragarme una de aquellas píldoras me abofeteó de pronto. Huí. Telefoneé a mis padres y les dije que habíamos llegado bien a nuestro destino, que todo iba fenómeno en las vacaciones. Me mandaron un beso y me dijeron que me querían, pero apenas los escuché. Me puse a andar intentando olvidar la droga y olvidar a Mila, olvidarlo todo. Caminé durante horas y, cuando amanecía, me subí a un tren de mercancías que se ponía en movimiento. Caí agotado sobre el vagón, en compañía de unos rollos de cable enormes que amenazaban con volcarse sobre mí mientras veía cómo las luces de las farolas se alejaban y cómo el cielo comenzaba a llenarse de estrellas a medida que nos adentrábamos en el campo. No sabía a dónde me dirigía. Tampoco me importaba.
 
Dormí hasta que un frenazo brusco y el chirrido de los frenos metálicos me despertaron. Tenía fiebre o, al menos, me ardía la frente. Mi garganta estaba tan seca que podía sentir el roce de cada bocanada de aire. Me temblaban las manos de una forma que no podía controlar. A través de la rendija de la puerta del vagón vi el mar. El cielo estaba pintado de un azul cobalto y se escuchaban graznidos de gaviotas a lo lejos. Aprovechando la parada del tren, salté y dejé que la brisa cargada de salitre me despejara un poco. Comencé a caminar sin rumbo, no había ninguna ciudad a la vista y sólo se vislumbraba un camino estrecho que delineaba el borde del acantilado. Avancé como un sonámbulo que desconoce a dónde va. Me desmayé poco después.
 
Sé que dormí casi veinte horas porque él me lo dijo días después. Cuando desperté, me encontré en una cabaña acogedora de cuyas paredes colgaban aparejos de pesca y banastas, con fotos sepias adornando los tabiques. Las vigas que soportaban el techo eran de gruesa madera, el suelo estaba cubierto por una alfombra de lana y en la estancia olía a salmuera y a espliego. A través del ventanal se veía un tejadillo de caña y anea que daba sombra a un soportal con una mesa sobre la que reposaban un búcaro de flores y una jarra de limonada.
 
-        Tendrás hambre y sed- escuché tras de mí.
 
Me volví y vi a Silvino por primera vez en mi vida. Vestía una camisa de cuadros azules, con margas largas remangadas hasta más arriba del codo, y un pantalón de mahón  bastante ajado. Era un hombre entrado en años, con un estómago que decía todo respecto a su gusto por la comida, una cara bragada por la sal del mar, dientes amarilleados, y una manos grandotas que, sin embrago, más tarde supe que eran  extremadamente hábiles a la hora de trenzar nudos o encarnar el cebo en los anzuelos. Con todo, su presencia era elegante, con unos modales que sugerían una vida repleta de historias que contar.
 
-        Aquí tienes unas fanecas asadas, chaval. Y un buen vaso de leche. Parece que te hace falta, carajo.
 
-        ¿Dónde estoy? – atiné a preguntar, medio incorporado en el camastro. Me dolía el estómago y sentía una inquietud general que supe atribuir a la falta de droga.
 
-        En mi casa, chaval. No sé cómo diantres llegaste aquí pero si no me topo ayer contigo, seguro que la habrías palmado. ¿Cómo te llamas? ¿De dónde eres? Yo soy Silvino.
 
Le mentí. ¿Qué otra cosa podía hacer? Le dije que estaba de vacaciones, que quería hacer excursiones a pie por el norte, conocer los pequeños pueblos, acampar por libre,  pero que me habían robado en el camino y había enfermado, quizá por la falta de recursos tras el robo. Preguntó por mis padres y volví a mentir diciéndole que estaban de viaje en el extranjero y no me esperaban hasta final de mes. Si Silvino me creyó, no lo sé. Es algo que nunca hemos comentado en estos años y permanece como un secreto que no merece desenterrar, como esas zapatas de los grandes edificios que nadie puede ver, que deben estar bien soterradas bajo tierra, pero sobre las que se sustenta toda la casa , sin las cuales, esta se vendría abajo instantáneamente.
 
-        Anda, come- me contestó, sin hacer más preguntas, mientras me acercaba el plato de pescado recién braseado- lo necesitas. Y dime cómo te llamas.
 
Le dije mi nombre, Javi, aunque nunca jamás le oí que me llamara por él porque siempre me dijo chaval. Comí lo que pude, bebí tres grandes vasos de leche y volví a dormirme hasta el amanecer del siguiente día. Tuve pesadillas en donde veía a Mila morirse, en donde millones de pastillas giraban a mi alrededor sin que yo pudiera atraparlas y en donde escuchaba a Jaime reírse de nosotros. Cuando por fin me levanté, sentí la mano fuerte de Silvino en mi hombro. Me volví y su mirada se cruzó con la mía. Bastó. Algo había en aquellos ojos francos que me tranquilizó, que me dio a entender que no estaba solo.
 
-        Toma. Aquí tienes una taza de café con leche y unas tostadas. Ahí tienes mantequilla y mermelada si quieres. Y tómate esto con la leche. Te hará bien- y me alargó una pastilla discretamente.
 
Asentí mecánicamente, no sé si por confianza o por ausencia de cualquier otra posibilidad. No sé qué tenía la píldora que me dio pero me tranquilizó y, aunque nunca me lo ha dicho, estoy seguro que era o bien droga o un sustituto de ella. El caso es que atenuó el síndrome de abstinencia. No sé cómo Silvino supo de mi necesidad o cómo consiguió aquello pero sospecho que su pareja de mus, el farmacéutico Germán al que semanas después conocería, tuvo mucho que ver.
 
-        Habría que llamar a la policía para que te lleven a casa, ¿no?- dijo de pronto.
 
Debió ver la expresión de terror que se dibujó en mi rostro porque se echó a reír mientras decía:
 
-        Tranquilo, chaval. Que la policía y yo no tenemos buen mezclar. Ya sabes, son quisquillosos con lo de los permisos de pesca y esas mierdas. Vendrás a faenar conmigo hoy. Nada mejor que trabajar un poco en el mar para sentirse sano.
 
Silvino tenía un vaporcito azul con una franja blanca desde la amura hasta la proa. Un mástil coronado por una pequeña cofa y dos grandes faroles, rojo y verde, se asentaba sobre un castillete de ventanales redondos. En la proa, nasas y redes amontonados en un orden que sólo él conocía. Del codaste a la roda, colgaban neumáticos atados con sogas a la cubierta junto a dos boyas de emergencia pintadas de rosa llamativo. Con quince metros de eslora, dos depósitos para el pescado y un cabrestante a popa, el barco llevaba ya más de treinta años en el mar. Silvino lo había comprado a buen precio cuando la naviera estimó que ya no servía para sus fines comerciales y, con tiempo y buenas mañas en la reparación, había logrado restaurarlo. Quizá no podría enfrentar el océano bravo del gran norte pero se manejaba bien en el Cantábrico bajo el mando diestro del hombre. Numerosos aperos, cañas y artes se sujetaban sobre el costado de la caseta.
 
-        Suelta ese cabo – me gritó- y quédate en el centro del barco, chaval. No tengo edad para saltar a por ti si te caes por la borda. Y te juro que, si lo haces, dejo que te hundas.
 
Mi conocimiento del mar se limitaba a las playas de vacaciones y a las películas de Hollywood. En nada se parecían aquel aroma fresco a sal, al olor pegajoso a crema solar, ni el ronroneo amistoso del motor con el griterío estridente de miles de turistas apelotonados en cien metros cuadrados. Me gustó. Instintivamente, me sentí bien  conmigo mismo, como hacía muchísimo tiempo que no lo estaba. La mar, aquel día, estaba calma y aparte de algunos borreguitos de espuma a lo lejos, se dejaba navegar suavemente. Me quedé un buen rato apoyado sobre la banda de estribor, simplemente escuchando la tremolina del aire en las jarcias y mirando el horizonte y a las gavinas que planeaban sobre el vapor, atentas a cualquier pez que pudiera caerse por la borda. Silvino no me quitaba ojo aunque aparentaba estar ocupado en preparar los aparejos. No le hacía falta estar en la cabina. Su piloto automático era una barra de esas para evitar robos en las bicicletas con la que amarraba el timón a la silla para que aquel se quedara fijo, un artilugio rudimentario más que suficiente en un día tan claro y en el cual no pensaba perder de vista la costa.
 
-        Ven p’acá, chaval – me llamó- ya está bien de ver las vistas. Que tenemos que trabajar. Aquí estamos para pescar, ¿sabes? Venga, ayúdame con esto.
 
Aquel día fue el más feliz de mi vida desde hacía muchos meses. Por unas horas, mientras colocaba cañas en los costados, aprendía el arte del ballestrinque, recogía peces y me pinchaba hasta hacerme sangre con los anzuelos, se me olvidaron las imágenes de las ambulancias, la cara llena de espasmos de Mila, la fiebre de los días anteriores, mi huida de la ciudad y los miedos que el futuro me provocaba. Pensé con afecto en mis padres y deseé que estuviesen conmigo en aquel bote, en medio del océano. Me parecía que el mar me aislaba de los problemas, de la vida amenazante que deambula por las calles de las ciudades. Al contrario que lo que muchos piensan, el mar me abrazaba con ternura, alejándome de los temores, como esos brazos dulces de una madre que ocultan la miseria que hay fuera de ellos.
 
Al atardecer, atracamos junto al espigón. Estaba molido. Yo creo que nunca había trabajado tanto en mi vida. Aún así, hube de descargar las cajas con la pesca envuelta en hielo, recoger las artes, enrollar las redes y limpiar la cubierta. Silvino hizo caso omiso de mis quejas.
 
-        Si comes de mi comida, te la ganas, chaval. Vosotros, los de la ciudad sois demasiado enclenques, coño.
 
Aquella noche caí rendido, pero extrañamente feliz y en calma y, por primera vez en mucho tiempo, no tuve pesadillas y reposé.
 
-        Vamos, hay que levantarse. La marea espera.
 
Protesté porque tenía sueño pero el sol hacía rato que sobresalía por detrás de la colina que rodeaba la rada y el pescador estaba decidido a aprovechar el día. Bebí apresuradamente el café con leche y, aún con una tostada en la boca, salimos hacia el puerto. Quizá por el beneficio del clima, o por el trabajo, o más probable por la pastilla que había tomado el día anterior, me encontraba bien, sereno, con ganas de disfrutar. Y, sobre todo, estaba a gusto. Lo normal hubiera sido que aquel hombre me hubiese asaeteado con preguntas, que hubiera llamado a las autoridades, que hubiese insistido en conocer a mis padres o, en su ausencia, a algún pariente. No obstante, él no hacía nada de eso. Simplemente, se limitaba a aceptarme como a un igual, a hacerme trabajar como él mismo lo hacía y a compartir su comida y su casa. Su falta de preguntas me ayudaba, su mirada libre de acusación, me tranquilizaba.
 
Durante la primera semana se repitió la rutina. Salíamos de pesca al poco de amanecer y regresábamos hacia las cinco. Hacia la mitad de aquellos días, sentí nuevamente la ansiedad de la abstinencia y, como había sucedido el primer día, Silvino me facilitó una pastilla que tragué con el desayuno. Sin preguntas. Como si él fuera médico y yo sólo debiera cumplir con la prescripción del facultativo. Con los días, mi habilidad para ejecutar las tareas mejoró, de modo que íbamos más rápidos y Silvino acabó por confiar en que no hundiría el buque en cuanto él se descuidara.
 
-        Vaya, chaval. Me alegro que aprendas- me dijo un tarde que yo había hecho un atrapaperros más rápido que él mismo- igual conseguimos que no mandes a pique el Solitario. Porque así se llamaba el barco, quizá en recuerdo de su propia soledad. Me sonrió y, en aquel instante, aquella sonrisa me satisfizo como un halago de lo más preciado.
 
Alguna tarde acudíamos al pueblo, donde él platicaba con los amigos y jugaba al mus ante un par de vasos de cerveza fría. Si en el mar, Silvino era un hombre sosegado, tranquilo en el mejor sentido de la palabra, hábil en su oficio, en el juego era un negado. Desesperaba a su pareja, soltaba la carta más grande cuando iban a chicas y se lanzaba a dar órdagos que siempre perdía.
 
-        Así que este es el mozalbete, ¿eh? – preguntó un día el farmacéutico, mientras me escrutaba de pies a cabeza.
 
-        Este es, Germán- contestó Silvino- creo que amará el mar tanto como nosotros. Pero de momento está un poco torpe.
 
Iba a seguir hablando pero en esto le llegó el impulso de subir la apuesta a pares con sólo una pareja de treses, lo que aparte de hacerles perder la jugada, desató una divertida y acalorada discusión entre los jugadores, plagada de tacos y cariñosas reprimendas. Yo reía pero, al contrario que me sucedía cuando estaba en casa, no consideraba a ninguno de aquellos personajes adultos como los perdedores que siempre veía en la ciudad.
 
Antes de acostarnos, mientras la noche iba pintando la cala de negro y la mar se llenaba de pequeñas candelarias que moteaban las aguas, Silvino tomaba su armónica y tocaba. Entre melodía y melodía, me señalaba alguna luz y aseguraba conocer a quién pertenecía.
 
-        Mira, aquél será el Manolín. Estará al chipirón, seguro.
 
 
 
Mi salud iba mejorando pero, cada cierto número de días, cada vez más espaciados, él me traía la pastillita que decía que era sólo una medicina tonificante para evitar mareos. Llamé un par de veces a mis padres a los que, una vez más, engañé diciéndoles que estaba con los amigos y que todo iba fenomenal. Bueno, en esto no mentí tanto porque lo cierto es que me iba bien, que era feliz en aquellos días. No me atreví a llamar a Mila y eso era algo que me remordía a menudo.
 
Una tarde, habiendo ya pasado casi tres semanas, pesqué una merluza, algo que según el hombre era del todo inusual a tan pocas millas de la costa. Me sentí el ganador de los juegos olímpicos. Aquel pescado era para mí como una medalla de oro, como un reto imposible que había superado. Silvino me abrazó como si realmente él estuviera tan feliz como yo, con esa sonrisa franca del que se alegra del éxito de otro. Entonces no lo comprendía, pero sentí que el abrazo era importante. Hoy sé que lo que esa alegría significa. Se dice pronto, pero representa mucho. Significa afecto sincero, y sólo pasa muy de vez en cuando: con los hijos, con los grandes amigos, con la madre.
 
Por la noche, él mismo limpió el pez y lo asó a la brasa. Me fijé en el cuidado con que quitó la escamas, la precisión con la que limpió las entrañas y el gusto con que rocío de aceite la merluza antes de colocarlo sobre las ascuas. Preparó unas patatas panaderas y un poco de verdura para acompañarlo y tuvimos una de las mejores cenas que yo recuerdo en toda mi vida. Me dejó beber de su vino blanco.
 
-        Para qué te voy a decir que es malo si seguro que ya te has puesto ciego de él y yo lo tomo cada día.
 
Nos acostamos muy tarde. La magia del momento nos desató la lengua y nos contamos confidencias de manera extraña porque, en el fondo, apenas nos conocíamos. Yo mismo, mientras hablaba, me daba cuenta de que era capaz de confesarle sentimientos que nunca hubiera contado a un adulto, ni siquiera a mis padres. Él me contó de Montse, la mujer a la que, afirmó, había amado más que a su vida. La había conocido cuando era marinero de altura en un buque que transportaba mercancías entre Ámsterdam y la India. En su periplo, hacían escala en Lisboa, Cádiz, Barcelona, Atenas y Muscat, antes de hacer arribo en Chennai. Fue precisamente en uno de esos viajes cuando conoció a Montse en la Barceloneta. Haciendo el tonto, me dijo, jugueteando, persiguiendo sólo una noche de amor tibio bajo las sábanas, encontró al que había sido su amor radical, eterno, imposible de sentir nunca más. Se escribían largas cartas, que el correo tardaba en entregar hasta una semana cuando él se encontraba en Asia, y siempre que el barco recalaba en Barcelona, pasaban el día y la noche juntos, embelesados, amantes, prometiéndose miles de maravillas que finalmente nunca ocurrieron. Ella enfermó y él se enteró de ello cuando el paquebote estaba en el Índico, camino de Asia. No pudo regresar hasta casi un mes después y la encontró en el Vall d’Hebron. Cáncer. El jodido cáncer que se lleva lo que más queremos. No continúo el viaje y el patrón fue comprensivo con él. Se quedó allá hasta el último día, llorando de rabia y congoja y cagándose en todo lo sagrado que recordaba.
 
-        Se fue con su mano apretando la mía, ¿sabes?- se frotó los ojos con sus manos grandotas, esforzándose en que las lágrimas no asomaran por ellos- No la he olvidado pero el mar me ha ayudado a sobrellevar su ausencia.
 
Yo le conté de Mila, de que se había puesto muy enferma, de que había caído en la droga sin casi darse cuenta, de que la había visto al borde de la muerte pero que ahora no sabía cómo estaba. No le conté de mi propia adición a la droga porque sentía una vergüenza de muerte y porque ambos éramos conscientes de que eso era lo único que no hacía falta contar, tan claro que estaba.
 
-        Un hombre se preocupa de corazón por quiénes ama- y aunque no me dijo nada más supe que estaba haciendo mal, escapándome de ella y de todo aquello.
 
Le conté también de mi vida, de mis padres a los que empezaba a echar de menos cuando hasta ahora había deseado tenerlos lejos, de mis memorias con ellos, de cómo abría la maleta de mi padre con ilusión cuando él llegaba, de las melodías que mi madre, pianista aficionada, arrebataba a un piano destartalado comprado de segunda mano, de las risas al verla conducir el Volkswagen amarillo, de lo mucho que me gustaba vivir en el mar. Mi mundo, antes tan maltrecho, comenzaba a encajar. Los fragmentos de mi vida que habían ido disgregándose comenzaban a juntarse milagrosamente, como si cada trozo estuviera diseñado para ello, en un todo que, a la postre, no parecía ser tan malo.
 
Me sirvió otro vaso de vino y me hizo chocarlo contra el suyo con fuerza.
 
-        Como brindan los hombres. Por nosotros y nuestros muertos. Venga, de un trago.
 
-        Por el mar, contesté yo.
 
-        Por el mar, chaval. Por el mar.
 
Por una vez, dormimos hasta tarde y al día siguiente no salimos a pescar. Ninguno de los dos comentó lo acaecido la noche anterior ni lo que nos contamos ni lo blandengues que nos pusimos por momentos. Como si nunca hubiera ocurrido, como si siempre hubiéramos sabido todo el uno del otro.
 
Un martes, poco antes de acabarse el verano, salimos al mar como cada día. El parte meteorológico había anunciado tormenta para la tarde pero, al amanecer, el cielo estaba límpido y la luz era más clara que nunca. El océano estaba algo encabrillado pero nada que el Solitario no pudiera afrontar. Navegamos más allá de Cabo Santa María y dejamos atrás la vista de la costa a unas seis millas de El Farón. Silvino estaba convencido de haber divisado un cardumen de anchoas y, cuando se le metía en la cabezota que había peces cerca, no había forma de evitar que los persiguiera hasta el fin del mundo. Lo cierto es que acertó porque para el mediodía habíamos llenado ya más de diez cajas de brillantes anchoas, doradas, panchitos, y alguna que otra lubina. Halagué su buen ojo y a él se le hinchó el pecho de satisfacción.
 
-        El que sabe, sabe- afirmó como si hubiese acabado de descubrir un axioma universal.
 
Comimos frugalmente a bordo y, a eso de las tres, Silvino giró el timón a fondo para regresar. Fue entonces cuando recibimos el aviso por radio. Una tormenta se estaba formando rápido a dos millas de la costa y, minuto a minuto, se iba agrandando, cubriendo ya un frente de más de cuatro millas de este a oeste, justo enfrente de nuestro trayecto. Silvino torció el morro y yo, para entonces, sabía que ese mohín significaba preocupación y el que un hombre de mar tan experto como él se preocupara hacía que yo mismo temblara de miedo. Dejó la radio abierta y por ella fui escuchando cómo todos los vapores se iban retirando a puerto seguro y cómo la comandancia de marina anunciaba de la galerna y de fuertes lluvias a la altura de nuestra latitud. Vientos de fuerza diez, escuché sin saber cuánto era eso pero me bastó observar la expresión adusta y seria de Silvino para comprender que no era una buena cifra para nosotros. Tamborileó sobre el cristal que cubría la aguja del barómetro, como si no diera crédito a la posición en que se encontraba. El mar se había cubierto de espuma y, aquí y allá, el burbujeo blanco del mar inquieto dibujaba espirales que se hundían hacia el fondo para, poco después, salir a la superficie como atraídas por una mano invisible. Nos colocamos los chubasqueros y el gorro de goma bien atado con la cincha. Una rompiente barrió la cubierta y lanzó varios capazos al mar.
 
-        ¡Chaval, ponte  el arnés, cagando leches!- me gritó de pronto- ¡Póntelo ya mismo!- y me hizo gestos apremiantes de que corriera.
 
Estaba asustado. Más asustado que cuando a Mila le dieron los espasmos o cuando creí morir por la abstinencia de la droga. Recordé que había oído una vez un refrán marinero, “La mar enseña a rezar”. Frente a nosotros, una pared de plomo se extendía desde más allá de donde podía yo ver en el este, hasta más allá del horizonte por el oeste. Su color variaba desde el gris más tétrico hasta el negro más profundo y, de tanto en cuanto, se iluminaba con el destello de un relámpago. Luego, nos llegaba el estruendo del trueno que retumbaba entre las cuadernas del Solitario y lo hacía estremecer. El viento, del noroeste, inmisericorde y enérgico, jugaba con las jarcias como si de las cuerdas de una guitarra fueran pero era un mal músico y sólo arrancaba quejidos discordantes. Las olas eran ya demasiado altas para lo que mi estómago podía aguantar y vomité la comida sin que me diera tiempo a llegar a la borda.
 
-        No te preocupes de eso ahora, chaval, así te será más fácil lo que viene ahora. No te alejes de mí por nada del mundo – su voz era agitada pero segura. Sabía lo que decía y por qué lo decía.
 
La lluvia azotaba los ventanales y el limpiaparabrisas pronto dejó de hacer ningún efecto apreciable. Afianzamos la puerta del tambucho para evitar que el agua se colara dentro. Silvino se aferraba al timón y no apartaba ojo del radar en donde una mancha enorme verde indicaba que nos estábamos metiendo de lleno en la boca del temporal.
 
-        Solitario, cuarenta y tres, cincuenta y siete, norte; tres, cuarenta y uno, oeste. ¿me escuchan? Repito, mi posición es cuarenta y tres, cincuenta y siete, norte; tres, cuarenta y uno, oeste.- tomaba su lápiz y marcaba puntos en la carta.
 
El mar que yo conocía hasta aquel día había desaparecido. No podía dar un paso sin asirme a los andariveles, tal era el vaivén de la nave. Ya no se trataba del océano afable, sereno, la pradera líquida que me acunaba como a un niño. Al contrario, se había convertido en una cordillera procelosa de olas enormes y valles profundos entre los que nuestro vapor navegaba como una pequeña cáscara de nuez. A veces, la proa se elevaba hasta un punto en el que la quilla empezaba a crujir del peso acumulado en la popa para, a continuación, desplomarse sobre el agujero que las aguas habían horadado al frente del barco. Entonces, mi estómago se subía hasta mi garganta y no podía evitar gritar de espanto.
 
-        Chaval, calla, que ya hacen bastante ruido los truenos- me decía Silvino- mientras continuaba con sus fuertes manos en el timón, atento a atacar las olas de frente para que la nave no rolara en exceso.
 
El embate del mar y del viento nos iba derivando hacia el oeste pero eso era lo de menos. La prioridad era salir de las garras del temporal. Luego, ya habría tiempo de retornar porque combustible siempre llevábamos de sobra. Algo que no me tranquilizaba lo más mínimo porque el tiempo que transcurría entre el centelleo de los rayos y el rugir de la tronada era cada vez más escaso, señal de que la tormenta estaba más cerca aún. A veces, las aguas saltaban antes que nosotros como impulsadas por un dios colérico y, entonces, una catarata se desplomaba sobre el barco.
 
-        ¿No es esto vida, chaval? ¿Hay algo más vivo que el mar? – me dijo de pronto Silvino y, dentro de la tensión del momento, sonrió como si tuviese al mundo controlado. Me vino a la mente el pasaje en el que, en catequesis, me contaban de Jesús despertándose y calmando las aguas.
 
El barco flotaba escorado sobre las aguas y Silvino acompañaba tal inclinación como si fuera parte integrante de él, como esos motoristas que toman una curva arriesgada y casi se tumban sobre la pista. Yo, en ocasiones, me resbalaba y mi poca experiencia y pericia me hubieran hecho caer si no hubiera sido por el arnés que me sujetaba firme a mi puesto. Un bosque sombrío de lluvia y viento continuaba envolviéndonos y por el altavoz de la radio sólo se escuchaba ya el ruido de la electricidad estática que saturaba la atmósfera. Afortunadamente, el radar parecía seguir funcionando y el patrón guiaba al vapor hacia donde el color de la tormenta era más débil. Sin embargo, faltaban muchas millas aún para llegar a esa zona más segura y el mar no estaba dispuesto a darnos tregua ni a facilitarnos la tarea. Las trabazones del Solitario se tensaban con cada embate como si fuesen a partirse. Una gran ola, que surgió de pronto por babor con su cima barboteando espuma, nos pilló por sorpresa y agitó al Solitario como si se tratara de una cometa no sujeta en el aire. Los obenques se soltaron y dos cables golpearon con fuerza la mampara de la cabina. Por instinto, como quién reacciona ante una caída o un sonido, me volví para intentar atrapar el cable. Este, agitado con violencia por el huracán, me golpeó en el cuerpo, desequilibrándome y cayendo al suelo. El arnés me sujetó pero el cable se enrolló sobre mí, de modo que mi cuerpo quedó estrangulado entre mi apero y el alambre, apretando mi pecho y asfixiándome. El agua me entraba a raudales por la boca y yo sentía que el aire y la vida se me escapaban. Silvino se percató de la gravedad de la situación casi inmediatamente pero dudó por unos segundos entre soltar el timón y que el barco rolara sin control, o socorrerme. No grité. No podía. Recuerdo que le miré y mis ojos le dijeron todo, sin necesitar palabra alguna. Y los suyos, que se detuvieron en mi mirar, me transmitieron que la decisión estaba tomada, que no me preocupara, que allá estaba él para salvarme por segunda vez. Brincó con una agilidad impropia de su edad y en un instante estuvo a mi lado desenredando el obenque y ayudándome a incorporarme. Quizá necesitó unos veinte o treinta segundos, no más, pero fueron suficientes para que el Solitario girara completamente y mostrara el tajamar a las olas que llegaban, una situación del todo comprometida. No sé cómo nos entendimos porque no recuerdo que dijéramos nada ninguno, pero yo me agarré a un asidero, casi sin respiración, y él corrió al timón tirando de él hacia un lado y haciéndolo girar a toda prisa. El mar nos amparó entonces y su alma, que la tiene, hizo demorar la siguiente ola el tiempo suficiente para que Silvino se hiciera con la nave. La proa volvió a mirar a la ola justo a tiempo cuando ya se alzaba frente a nosotros. El barco brincó sobre ella con agilidad y mi amigo pareció relajarse. Me miró, y con una gravedad en la voz que yo jamás había escuchado antes en él, me dijo:
 
-        Si has salido de esta, si el mar te ha respetado, no me digas que no puedes levantarte- y me miró largo, mientras yo tosía intentando expulsar el agua que aún encharcaba mis pulmones.
 
La tormenta pasó y sentí la mayor alegría de mi vida cuando por la radio escuchamos al guardacostas que nos buscaba y la mancha verde oscura del radar se fue aclarando. El mar se amansó rápido y arribamos a puerto, sanos y salvos. Es más, incluso con la carga de pescado en las bodegas. Sobre la dársena, el sol que se ponía pintaba el cielo de tonos rosas caprichosos y muy hermosos. Nadie podría haber dicho que nosotros llegábamos de la más oscura pesadilla. Aquella noche apenas hablamos. No hacía falta realmente.
 
Pocos días después se cumplieron los días en que yo estaba teóricamente de vacaciones. Silvino me prestó el dinero para tomar el tren y me acompañó a la estación. Me dio un abrazo al despedirse y me hizo prometerle que le visitaría algún día. Por si acaso, me metió una pastilla en el bolsillo.
 
-        Sólo por si te mareas- me sonrió.
 
Tuve ganas de tomarla pero me aguanté. El mar me había salvado y no sería yo el que me dejara morir. Llegué a casa y me abracé a mis padres, ajenos ingenuamente a todo, a los que conté la verdad de aquellos meses. Tuvimos una escena terrible, mi madre me dio una bofetada y se echó a llorar mientras mi padre golpeaba histérico un mueble. Hablamos toda la noche y alternamos entre la bronca y los chillidos, los abrazos y los besos. Me puse en tratamiento y, en pocos meses, los médicos me dieron el alta definitiva. Me resultó más cuesta arriba contactar con Mila porque me sentía culpable y cobarde por haberla abandonado aunque, en realidad, salvé su vida llamando a urgencias. La telefoneé una tarde lluviosa que me recordó que yo podía vencer las tormentas y desafiar los malos momentos. Ella también se estaba recuperando. Nos carteamos de vez en cuando, pero nada volvió  a ser como antes. Creo que marchó a vivir a la capital.


Han pasado más de quince años. Entre tanto, encontré a Lurdes, una mujer extraordinaria de la que estoy enamorado y tenemos un crío de seis años al que estoy enseñando a pescar. Hemos ido casi todos los veranos a visitar a Silvino, sólo uno o dos días cada vez, para no molestar mucho. Está ya viejo y sale menos al mar que antes. Ha tenido un problema de riñón y su amigo el farmacéutico se encarga de que se tome las medicinas a tiempo y visite al médico, lo que le da más miedo que el más tenaz de los temporales. Me abraza como a un hijo cuando llego, nos contamos de mi trabajo y de sus pesquerías, le escuchamos tocar la armónica y salimos a navegar un rato en el Solitario, cuyo motor, aunque renqueante y asmático, sigue propulsando el vapor como en los mejores tiempos. El barco necesita una capa de pintura y le he prometido que el próximo verano le ayudaré a darla. Mi hijo disfruta de esas travesías y luego hace dibujos en los que se ve el mar y un capitán gigantesco que dice que es Silvino. Seguramente, le admira. Yo, le quiero como a un padre. A veces, me siento en Punta Salazar y paso la tarde mirando al mar y agradeciéndole que me amparara cuando lo necesité, que me enseñara lo mejor de la vida.