Su reino existía en las noches cálidas, cuando en las terrazas del boulevard las conversaciones se tornaban más dulces y los ojos de las parejas se entrelazaban construyendo con parsimonia el deseo que luego, más tarde, cuando el camarero dijera que era hora de bajar la persiana, habrían de liberar sobre las sábanas de una habitación apenas iluminada por una luz tibia y vaporosa. Era entonces cuando Luis congregaba a sus espectadores. Siempre vestido impecablemente con un traje a rayas que le daban un aspecto de indiano recién llegado de Cuba y un sombrero Panamá ya raído, aparecía por detrás de la estatua de Bécquer que decoraba el parque, con un cigarrillo en una mano y la guitarra en la otra. Caminaba despacio, arrastrando no el cansancio del día sino el de una vida en que la ausencia de María Eugenia le pesaba como si todo el universo se apoyara sobre sus espaldas. El posadero – que sabía que seducía a los parroquianos- le permitía que se sentara en la mesa de la esquina, adornada con un mantel de cuadros rojos y un búcaro que siempre cobijaba una rosa de plástico. Se quitaba el sombrero con un gesto que era un saludo imperceptible a la clientela, casi al tiempo que le servían un café cargado cuyo aroma le recordaba aún más sus tiempos en América. En el fondo de su alma necesitaba aquel recuerdo para que las memorias se le apelotonaran impetuosas en su mente y, buscando una salida desesperada, fluyeran a sus dedos huesudos que ya se situaban sobre los trastes. Apenas dos sorbos de café, una calada profunda al tabaco y tres acordes rasgados, precisos, gimientes volaban por el aire calmo de la noche como luciérnagas inquietas. Su especialidad eran los boleros y la canción de autor sudamericana pero no le hacía ascos a los blues quejumbrosos o a las guajiras. Le gustaba comenzar con “Aquellos ojos verdes” pero luego desgranaba melodías que él mismo componía en las noches frías, cuando no podía matar su penar cantando por las avenidas y se refugiaba con un par de botellas de ron entre las cuerdas de la guitarra. Sus melodías y su voz quebrada conversaban cada noche con las sombras juguetonas de las farolas y el rumor de la brisa oscura que tremolaba entre los almendros. Cuando, tras seis o siete piezas, carraspeaba tratando de humedecer la garganta reseca, Carmela, la hija del dueño, le servía un vasito de saoco que él tomaba de un trago. Luego, se ponía triste, pensaba en María Eugenia, y cantaba las baladas más lentas de Silvio o de Milanés. Las parejas se acercaban entre ellas como si las melodías las fuesen constriñendo en círculos cada vez más estrechos. Primero, se daban la mano, luego se entrelazaban los brazos por la cintura y finalmente el rostro de uno se apoyaba en el hombro de otro. Se detenían el tiempo, los luceros del cielo y la luna nacarada. Luis cantaba, su mirada perdida en Dios sabe dónde, mientras las voces se iban alejando en susurros tiernos y la noche se iba quedando sola y vacía. Nunca se oyó a ningún vecino protestar por su canto.
28/2/11
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