Se llama Carlos pero todos le llaman Charly porque una vez, el último verano antes de que sus padres se divorciaran, pasó unas vacaciones en Estados Unidos y volvió de allá con una camiseta que llevaba impreso ese nombre y un guante de beisbol que ahora acumula polvo en el estante de la habitación. Desde entonces se acostumbró a contestar cool cuando algo le parece divertido.
Charly tiene diecisiete años, su rostro está en guerra declarada con el acné- algo que le avergüenza sobremanera-, viste sudaderas costosas, jeans y calza deportivas de marca. Acaba de empezar la universidad. Le hubiese gustado marcharse fuera – eso dice, al menos- a estudiar medicina pero, con esa volubilidad tan típica de los adolescentes, ha ingresado en la facultad de derecho. Una vocación súbita, piensa su madre, una ejecutiva de una empresa farmacéutica a la que no le falta el dinero (peor lo está pasando el padre de Charly desde la separación) y que permite demasiados caprichos a su hijo. Charly es desgarbado y aunque es alto y bien parecido, su cuerpo se mueve con cierta asimetría, como si fuese un robot un poco oxidado. Entre eso y que es excesivamente tímido, no puede decirse que sea un tío exitoso con las chicas aunque se siente a gusto con su vida social. Se muere por Merche aunque ese es el secreto mejor guardado después del de los americanos con los extraterrestres metidos en los congeladores del Área 51. Su casa, la de su madre, es un chalet a la orilla de la playa, un lugar que envidian todos sus compañeros.
Hoy no ha sido un buen día en clase a pesar de ser viernes. Un suspenso y encima, lo peor, no tuvo arrestos para invitar a una coca a Merche. Menos mal que la semana ha acabado y ahora toca diversión con los amigos. No piensa hacer más que estar con ellos y pasárselo bien durante dos días. Llega a casa en su moto y lanza las zapatillas a algún punto indeterminado del salón. Su madre le pregunta si tiene planes para el fin de semana y contesta que sí, que tiene que estar con un montón de gente. Su madre se está marchando a algún lugar y parece tener prisa. -Vuelvo el domingo a la noche. Pásalo bien con tus amigos, entonces, cariño. Hay de todo en el refrigerador- le dice mientras coge el bolso y le simula un beso con la mano.
Entra a su habitación y se pertrecha. Charly conoce todo sobre lo digital. Tiene un Ipad de 64 gigas, y un Iphone de última generación. Su ordenador de sobremesa tiene un procesador de seis núcleos y una tarjeta gráfica capaz de mover con fluidez los juegos más enrevesados. Está suscrito a todas las redes sociales. Coge la tableta y sale a la terraza. Se deja caer sobre la tumbona. El cielo se está transmutando en una orgía de colores mientras el sol rojizo baja hacia un mar verdoso. El rumor de las olas le llega a intervalos regulares aunque no se da cuenta de ello por lo ensimismado que está en el dispositivo electrónico. Suena el teléfono y Charly acude a responder. Es Marc que le pregunta si le apetece dar una vuelta. Le contesta que no, que está muy liado y que tiene un mogollón de gente con la que estar, que otra vez será.
Vuelve a la terraza. Las farolas del paseo marítimo se han encendido y jirones de azul oscuro comienzan a entrelazarse con los naranjas del atardecer. Enciende el Ipad y se conecta a Facebook. Observa que tiene 328 amigos más. Y eso en un día. Ya son 10.672. Se siente satisfecho de su vida social, es un chico popular. Un amigo le manda una foto copiada de Pinterest en donde se ve un atardecer precioso. Le da las gracias. Le gusta la imagen. Le gustaría vivir alguna vez un crepúsculo así. Las gaviotas planean en círculos sobre la amplia terraza pero tampoco las puede ver porque tiene que atender a los continuos clings que anuncian cada mensaje. Dedica un buen rato a hacer un scroll a lo largo de los textos. Contesta algunos, olvida otros y marca como favoritos unos cuantos. Tomás le pregunta con esa forma acortada des escribir que recuerda los telex de los años setenta si estará luego conectado en Tuenti. - La vamos a montar gorda, nos lo vamos a pasar fenómeno- le asegura. Charly contesta que vale, que se conectará hacia las once para pasarla juntos. Virtual Party le llaman. Es guay.
Charly – su vista bien fijada en la pantalla, sus dedos picoteando sobre ella- recuerda la cara de Merche, su pelo moreno, sus cejas finas, sus labios que le atraen, su ceñido talle. Piensa que se está enamorando aunque no sabe muy bien aún qué se siente estando enamorado. Eleva el Ipad y usa la cámara trasera para sacar una foto del atardecer hermoso que contempla. La pasa por la aplicación de dibujo para realzar el rango dinámico de luminancia, añade un filtro by-pass, bi-colour y corrige el croma de una esquina. La graba en formato jpg y se la envía a Merche por e-mail con un breve mensaje donde le explica cómo ha usado el filtro ese, una novedad de la Store. Se cuida muy mucho de escribirle nada más.
Mientras Charly fija sus ojos en la pantalla de la tablet, el sol se ha puesto y una luna nácar y casi gibosa sale por el horizonte. Los pequeños restaurantes del puerto se han llenado de bombillitas de colores pero no tiene tiempo para verlas porque los mensajes le llegan sin cesar. Un montón de conocidos - no los ha visto nunca en persona- ya están conectados y los comentarios que postean son muy divertidos. Es bueno tener tantos amigos por el mundo. Merche no está conectada pero confía en que lo haga pronto y así chatearán sobre qué hay de nuevo en la Store. Será una noche muy romántica.
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