Buscar
paisajes, esa era su misión. La productora cinematográfica estaba embarcada en
la filmación de una trama romántica, una película dulce, de amores tormentosos
que se arreglan cuando ya parece imposible que lo hagan, con un elenco de moda,
la pizca de erotismo justa para el éxito y una fotografía cuidada. Elías había
leído el guion la semana anterior y disponía de pocos días para encontrar los
escenarios adecuados antes de que el rodaje comenzara a final de mes. No se lo
había pensado dos veces. Recordaba haber visto fotos del lugar en un folleto de viajes y
enseguida le vino a la cabeza que allá podía encontrar el lugar idóneo. Tomó un
avión e hizo un trato con un barquero para que le condujera río arriba. Lo
mejor era ser sistemático, explorar cada recodo y cada remanso hasta dar con el
paisaje ideal. Una mochila, loción contra los mosquitos, un sombrero Panamá,
unas zapatillas cómodas y la réflex de diez megapíxeles le acompañaban.
El entusiasmo
inicial le había abandonado tras cuatro días de navegación sin hallar nada
interesante. La civilización lo invadía todo. Los mismos bungalows de
plástico alineados por millas y millas, las mismas carreteras repletas de
automóviles, las barcas con forma de pato llenas de turistas bronceados,
columpios deslucidos, papeleras desbordadas y antenas de telefonía móvil
repletas de parabólicas. Cada noche había dormido, para su pesar, en cómodos
hoteles sin necesidad de abrir la tienda de campaña que llevaba sobre la
mochila. Desmoralizado, decidió subir por el afluente del norte, apenas
turístico.
Aquel día de
finales de primavera, muy de mañana, la barcaza viró hacia la ribera al entrar
en un meandro enmarcado por una arboleda densa, voluptuosa y vehemente que
batallaba para cubrir el río de raíces y ramas amarillentas. No hablaban, pero
el rumor monótono del viejo motor, el deslizar del agua bajo la quilla y el
cantar políglota de las aves saturaban el aire de una armonía indefinida y
sutil. Sonidos de tierra, de campo, de campiña virgen.
-No puedo ir más
allá, señor- le indicó el barquero- Los rápidos están cerca y esta vieja lancha
no tiene potencia para retarlos.
Acordó que
regresara en tres días. Mientras, exploraría los alrededores a pie, como en sus viejos
tiempos de montañero. Llenó un par de bolsas con latas y galletas y saludó con
la mano en alto cuando vio alejarse el bote, humeando por encima de la chimenea
negra y metálica.
A medida que
avanzaba por la orilla, las aguas aceleraban su marcha y se arremolinaban alrededor de los
peñascos que, cual boyas ancladas, resistían los embates de la corriente. Como
para compensar el ímpetu del río, las campas que bordeaban el cauce se iban
tornando más suaves y lisas, con pastizales glaucos cuidados por la propia
naturaleza y parterres silvestres de dalias y campánulas blancas.
Divisó la granja
cuando el sol se alzaba sobre las copas de los almendros y el cielo se cubría
de nubes rasgadas y lejanas. Sería poco más del mediodía porque las sombras
eran breves y el calor apretaba. La casa, de una planta, estaba construida en
madera y sus ventanales, amplios, no tenían cortinas. La puerta abierta. En el
zaguán, un colgante lleno de flores. A través de la ventana se veían un piano
de pared y un reloj de péndulo apoyado contra uno de los muros. El porche
estaba delineado con macetas repletas de buganvillas púrpuras, hortensias y
alhelís. En él, a un lado del mismo, una mesa rústica y dos sillas de mimbre
con cojines de plumas esperaban una plática tranquila. El jardín que rodeaba la
vivienda tenía el césped cuidado y, en su centro, había un sauce grande y
solitario cuyas ramas más alejadas aspiraban a besar las aguas del río. Tomó su
cámara y comenzó a fotografiar los detalles, los rincones recoletos, los
destellos el sol jugueteando con la casa. Estaba absorto en la hermosura de la
atmósfera, en las imágenes que ya veía en la pantalla del cine, cuando se
sobresaltó al escuchar una voz tras de sí.
-
Hola, bienvenido.
Se volvió y fue
cuando la vio. Era hermosa. Pensó que nunca había visto una mujer tan hermosa
en su vida. Una de esas sorpresas que la existencia depara cuando uno se asombra
de cómo es posible que exista alguien con tanto embrujo, que haya sido posible
vivir anteriormente sin el deleite de tanto encanto en una sonrisa. No era una
jovencita pero él tampoco lo era. Delgada, su pelo se recogía en una coleta que
la hacía interesante. Su rostro, bronceado, matizado por el tiempo y la vida,
era cautivador; los hombros que asomaban por la camiseta, atractivos.
Ella le miraba
sin miedo, sin preguntarle por qué estaba invadiendo su propiedad, sonriéndole.
-
Lo siento-
balbuceó- no quería importunar. Lamento haberla asustado- dijo Elías.
-
No me ha
asustado. Le he estado observando hasta comprobar que era inofensivo- sonrió-,
no crea que estoy tan loca. Tengo teléfono para avisar y una escopeta en la
alcoba. Aunque lo parezca, no vivo en la selva. Tenemos luz eléctrica y los
guardas forestales se mueven rápido en el todoterreno- hizo un guiño cómplice.
-
Le aseguro que no
deseo molestar. Sólo quiero fotografiar su casa si me lo permite. Es una
preciosidad. ¿La cuida usted?
-
Trátame de tú si
te parece. Soy Ana.
-
Encantado de
conocerte, Ana. Soy Elías y trabajo en el cine- le brindó su mano.
-
Encantada- ella le
devolvió el gesto y demoró el saludo más de lo debido al contacto con su piel-
¿Cine? Tienes que contarme eso. Siempre me ha gustado el cine. Es una de las
pocas cosas que echo en falta, viviendo aquí. ¿Te apetece una limonada?
-
Será estupendo.
Sentados en el
porche, como si se conocieran de toda la vida, alternaron el refresco con el té
a medida que las horas pasaban, tan de incógnito que ninguno se dio cuenta que
el sol descendía poco a poco y los tarines bajaban a tierra para picotear junto
al ribazo de la colina. Él le contaba de su trabajo, anécdotas de rodajes que a
ella le encantaron, las manías locas de las estrellas, de cómo estaba buscando
paisajes y de cuánto le encantaba ser explorador de mundos e
imágenes. Consiguió que se dejara fotografiar y la grabó en decenas de poses
mientras ella reía divertida de sentirse una diva del celuloide. La tarde
calurosa fue tornándose templada a medida que la oscuridad caía con parsimonia
sobre el sauce y este, acunado por la brisa del atardecer, ondeaba sus brazos
curvados en una danza llena de embrujo. Ella le contó de cómo había heredado la
finca y de cómo se enamoró del lugar cuando fue a visitarlo por primera vez. Le
había costado años decidirse y dejar la ciudad, abandonar la rutina y el
desamor hasta que, un día, se armó de coraje y se traslado a Villa Cafetal,
que así se llamaba la propiedad, para ser ella misma, para sentir el mundo como
deseaba. Aún a riesgo de perderlo todo- le relató- necesitaba asegurarse que
podía ser feliz cambiando el navegar de su vida de norte a sur. Sentía que lo
había conseguido, que aquella nueva vida llena de trabajo en el huerto, música
y lecturas merecía la pena.
-
Espera un momento.-
dijo Ana mientras se levantaba y entraba en la casa.
De pronto, unos
farolillos de papel colgados se iluminaron en el exterior, desde el tejado
hasta por entre las ramas del sauce. La noche caía y aquel mundo de candiles y
rumores de hojas, de aguas cantarinas y frufrús de alas de insectos, de
pequeñas luminarias titilantes y estrellas que aparecían en el cielo, parecía
pintado por algún dios juguetón que conspiraba para enlazar vidas, almas y
deseo.
-
Voy en un
momento- gritó ella desde dentro, mientras una luz amarilla y suave iluminaba
la estancia y escapaba por la ventana.
Elías se levantó
y, en un repentino gesto que le sugirió el instinto, se descalzó y caminó por
el jardín hacia el gran árbol, sintiendo la caricia de la hierba y el tacto del
húmedo suelo. Necesitaba el contacto con la tierra. Se detuvo bajo los
farolillos de luz inquieta y supo que nunca diría a la productora que Villa
Cafetal existía. Los paraísos no deben ser hollados. Le dolía tener que marcharse.
Le dolía esa sensación que uno reconoce pocas veces en la vida de haber
encontrado el lugar buscado y nunca antes hallado, ese que siempre se encuentra
por azar y que se reconoce en un instante, sin pensarlo, sin razón, sin
necesidad, sin vuelta atrás, como un destino inexorable que nos hechiza sin
remedio.
Estaba absorto en
sus pensamientos, cuando de pronto sintió que ella le abrazaba la cintura por
detrás.
- ¿Te quedarás a cenar?- le preguntó, mientras le
besaba en el cuello con ternura.
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