Al principio, pensó que se trataría de un registro
rutinario. El Ayuntamiento solía hacerlos de tanto en cuanto para revisar las
cañerías, las tuberías del gas ciudad o, simplemente, verificar que el
propietario no alquilaba la estancia sin pagar impuestos. Así que no se fijó en
aquel hombre hasta que sus entradas y salidas en el 3ºB se repitieron durante
una semana seguida. El viernes, de hecho, se cruzó con él en el rellano de la escalera y,
aunque el encuentro duró sólo unos pocos segundos – lo que él tardó en
apartarse mientras subía y ella necesitó para saludar con un gesto anodino de
cabeza mientras bajaba-, estos fueron suficientes para inocular en Josefina una
inquietud que no recordaba en años. Así, se lo dijo a su hermana aquella noche
mientras cenaban:
-
El piso de al lado está alquilado, al parecer.
-
¿Y? No es la primera vez- contestó Almudena sin
apartar la vista de la tortilla francesa que estaba degustando.
-
Esta vez es un caballero – afirmó Josefina.
-
No es la primera vez – repitió la hermana.
-
Me lo crucé en la escalera esta mañana.
-
Vaya una noticia.
-
Me resultó enigmático, un hombre con una
historia que ocultar .
-
Ya, como aquel de hace unos años al que vinieron
a buscar los guardias – Almudena terminó el pan que le quedaba y apartó el
plato. – Tienes demasiados pájaros en la cabeza. Debes dejar de leer tantas
novelas baratas.
-
Siempre tan desconfiada - protestó la hermana
mientras se levantaba y llevaba la vajilla al fregadero.
Josefina y Almudena Recalde vivían en aquella casa desde
hacía más de veinte años. Ocurrió sin esperarlo. Tras la graduación en la
universidad, ambas se habían marchado al sur y, ambas también, disfrutaron por
unos años de amores apasionados. Quizá era algo genético o un destino ya
labrado en su nacimiento si es que alguien cree en tales prodigios pero, fuese
como fuese, sus vidas habían sido paralelas. Se enamoraron casi al mismo
tiempo, Josefina de un contable sevillano que acabó marchándose a Colombia con
una negra estupenda y Almudena con un viajante de ropa deportiva que, tras
dejarla sin dinero, se marchó también a Colombia aunque sin mujer de bandera
que le acompañara. Las dos pasaron sus penas en soledad hasta que un día,
llovía a cántaros, eso lo recordaban ambas, se encontraron en una cafetería de
la Avenida Garbo. Les costó recuperar la confianza, al principio sólo hablaron
de banalidades y se mintieron la una a la otra contándose cuán felices eran y
cómo de alborotado tenían sus corazones y su sexo. Al final, acabaron llorando
juntas, maldiciendo a Colombia y bebiéndose una botella de Pedro Ximénez. Pocas
semanas después decidieron que era un gasto inútil mantener dos apartamentos y
se mudaron al edificio de la calle Retolaza, concretamente al número 24. El
barrio no era de los mejores y los inquilinos de la casa variaban continuamente
pero el precio estaba bien y ellas, con su escaso salario, no podían permitirse
muchos más lujos.
Durante aquellos veinte años instauraron una rutina gris y
fría que si bien aburría lo más profundo de sus almas, les protegía del dolor del
desamor que aún recordaban. La repetición de actos que conocían bien, el mismo
autobús por las mañanas, el mismo tranvía cada tarde, los mismos informes en la
mesa cada jornada, casi la misma cena cada noche, la misa del domingo y el
paseo por Santa Marta el sábado, les
apartaba de los recuerdos, los temidos y nunca cicatrizados recuerdos. Era una coraza de protección que el tiempo y el miedo al futuro habían construido sin que apenas se apercibieran de ello. Se
habían convertido, con premeditación y alevosía, en lo que el mundo denomina
solteronas.
-
Mejor estar solas que mal acompañadas- repetía
con frecuencia Almudena.
-
No sé, no sé – contestaba Josefina-, al cabo
vivimos el amor y no me hubiera gustado morirme sin haberlo conocido.
-
Tonterías - cortaba la otra – lo peor que puede
ocurrirle a alguien es ser un romántico. Lo mejor es estar cada uno en su casa.
-
Sí, quizá tengas razón – concedía su hermana.
Tan sólo en una ocasión, alrededor de las navidades del
noventa y ocho, Josefina había sentido algo de interés por un compañero de
trabajo, un par de años más joven que ella y algo dado a la ensoñación, con el
que cenó en dos ocasiones. Más él perdió el interés y ella no se decidió a
llamarle nuevamente y, unos meses después, le despidieron cuando se produjo uno
de los periódicos recortes de personal.
Volvió a encontrarse con el hombre que habitaba en el 3ºB,
dos días después. Esta vez demoraron unos pocos segundos más el encuentro; él
sonrió y se llevó la mano al sombrero en señal de saludo; ella respondió con
otra sonrisa y estuvo toda la mañana inquieta sin saber bien el porqué. Los
encuentros se repitieron, alargaron las paradas y los gestos, hablaron de esos
asuntos tan insustanciales de los que uno habla en una escalera o un ascensor.
Él regresaba, al parecer, casi siempre, bien entrada la mañana. A veces, ella apoyaba la
cabeza contra la pared que daba al apartamento contiguo e intentaba escuchar algún sonido, alguna
conversación, sabiendo que, en realidad, deseaba conocer más del vecino. Un día escuchó voces
y, aunque no pudo discernir de qué se hablaba, si notó que era una discusión
agria con algún otro hombre. Otra mañana, un domingo, pudo escuchar ruidos
rítmicos y metálicos que no le dejaron dudas de que aquel tipo estaba con una
mujer. Otro sábado, se lo encontró bajando la escalera con un individuo enjuto y
serio que parecía recién salido de una prisión.
Almudena no se andaba con contemplaciones en sus comentarios:
-
Siempre nos han de tocar facinerosos al lado.
Igual deberíamos mudarnos de una vez. Este barrio está cada vez peor. –
murmuraba cada tarde.
-
No es justo criticar al que no conoces –
terciaba Josefina.
-
¿Qué quieres saber para conocerlo? ¿Abrirte de
piernas ante él? Está más claro que el agua, ese tipo es peligroso….. como
todos los hombres – no podía reprimir terminar la frase acordándose del
viajante.
Tres meses después, también cenando sendas tortillas francesas,
Josefina dijo:
-
Parece simpático, en cualquier caso.
-
¿Quién? – contestó su hermana.
-
El vecino.
Almudena comprendió enseguida.
-
Ni se te ocurra, hermana. ¿No recuerdas ya lo
que nos pasó? Sabes que ese tipejo está metido en negocios turbios.
-
La vida no tiene por qué repetirse. Y no sabemos
nada de él.
-
Te aseguro que siempre es lo mismo. Y sí sabemos
de él. Acaso no hemos escuchado los ruidos, las discusiones, los portazos.
-
Pero puede ser que nos equivoquemos.
-
¡Por favor! No hay peor ciego que el que no
quiere ver – dijo Almudena.
-
Igual, a pesar de todo, es mejor que esta vida
que llevamos.
-
¡Por favor! Sabes tan bien como yo que ese tipo puede ser
cualquier cosa. No hay día en que llegue antes de las ocho de la mañana. Toda
la escalera huele a alcohol. Y se trae putas a casa, lo sabes como lo sé yo.
-
Un hombre solo…. No es extraño- contestó
Josefina.
-
No hay más que verle, ese pelo engominado, el
olor a brandy, yo también me lo he cruzado muchas mañanas.
-
Pero es cortés, educado.
-
Como todos los mafiosos, Josefina – y Almudena
pensó otra vez, sin quererlo, en su viajante.
-
No sé, quizá tengas razón, pero siento que me
saluda y me mira con interés, que tendríamos de qué hablar, que debe tener un
fondo de ternura. Lo presiento.
-
Estás loca, Josefina. A ese tipo lo detiene la
policía cualquier día de estos.
-
No sé, estoy hecha un lío. Dudo sobre qué hacer.
-
Josefina- Almudena se levantó y la tomó por los
hombros- mírame, nada de dudas. No tengas dudas. No seas imbécil, no arruines
tu futuro.
-
¿Mi futuro? – Josefina bajó la vista.
-
¡Sí, tu futuro!
-
Mi futuro es tan triste que tan sólo poner una
duda en él, ya lo mejora.
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