Hace pocos días, esta fotografía publicada por Misiones online inundaba Internet, los periódicos digitales y las redes. Un niño guaraní- quizá 6 o 7 años- agachado en la cuneta, bebiendo agua, aplacando su sed en un charco de la acera. Una tragedia humana en el caluroso verano del hemisferio sur, en Posadas, Argentina, no lejos de donde el Paraná separa el país del Paraguay. Una escena poco diferente de otras vistas en los últimos meses en Siria u otros lugares en donde la inhumanidad y la pobreza campan a sus anchas.
Si el niñito lamiendo la poca agua del suelo ya desgarra las entrañas, más aún la información que acompañaba la imagen. Historias de menores explotados por adultos, obligados a mendigar en extenuantes jornadas y privados de amor y derechos.
Como siempre, un revuelo digital, trending topics, bla, bla, bla, mucho golpe de pecho y nada más al día siguiente cuando, seguramente, el chiquillo guaraní volvió a beber de la carretera, como los perros más abandonados.
Fue Dickens quien inauguró el cuento de navidad con aquel frío, despótico y despiadado Mr. Ebenezer Scrooge que sacaba la sangre de su pobre empleado Bob. El relato, Un cuento de navidad, no obstante, tenía un mensaje moral: comparte lo que tienes, sé solidario en Navidad. El cuento prosperó y quedó bien grabado en el imaginario cultural. La moraleja, no. Cada año hay una versión nueva de los tres espíritus que visitan a Scrooge para mover su corazón. Cada año, nuestros corazones ni se inmutan.
Hoy seguimos escribiendo numerosos cuentos de navidad llenos de buenas intenciones, los anuncios en la televisión nos muestran un mundo empalagoso y lleno de sonrisas, los escaparates nos desean amor siempre que compremos algo, derrochamos en comida y bebida innecesaria, en regalos que quedan arrinconados al día siguiente, las lucecitas de colores lo inundan todo mientras nos auto complacemos en el espíritu de la navidad.
Pero esos cuentos navideños no son ciertos. El único cuento verdadero es que la Navidad es un cuento. Sí, lo es mientras haya un solo niño que deba agacharse y pasar su lengua por un charco, mientras haya un solo malnacido que lo explote, mientras nuestra reacción moral sea sólo un trending topic al mismo nivel que un gol de la Champions, la boda de un famosillo o el gran culo de la última estrella de la farándula. La Navidad es un cuento mientras la sintamos sólo en los regalos, en las comilonas, en las gambas carísimas, en el champán de marca o en que son vacaciones.
Hace 2017 años no había langostinos, ni paté, ni cava ni turrones, tampoco figuras luminosas en los caminos. Lo que había era un establo sucio y maloliente, dos padres que no tenían dónde caerse muertos, fatigados del trabajo y de la vida, un niño que lloraba de frío (porque las noches en Judea también son frías) y un mundo al que le importaba un bledo la suerte de aquella familia.
El verdadero cuento navideño es el de la imagen de ese niño que bebe en un charco, de ese hijo al que el mundo ha olvidado, de nosotros que olvidamos ser pastores que le ayudan.
No sé el nombre de ese pequeñín guaraní desvalido y vilmente tratado. No lo sé, pero seguro que si lo supiera me sonaría a Jesús.
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