Tras muchos meses sin vernos, en parte por las obligaciones laborales, en parte por las exquisitas excusas que cada uno de nosotros hallaba para evitar el encuentro, acordamos pasar el fin de semana juntos. Si bien antes, cuando el amor era declarado y parecía eterno, los encuentros eran ansiados, ahora se me mezclaban el temor y la incertidumbre con el deseo. Pensé sobre ello mientras caminaba por los pasillos de la vinoteca del supermercado, intentando elegir un blanco que le gustase a ella. Un intento que acabó en nada porque, ante la duda, preferí comprar el Sauvignon de siempre, sin apuestas arriesgadas. Mejor repetir las seguras rutinas de aquellos encuentros que me parecían ya tan lejanos.
Entre los estantes de Verdejos y los de Albariños, pensé que el amor se sustenta sobre la rutina. Se escucha muchas veces lo contrario, que la rutina envenena el deseo, arruina la convivencia y devora la pasión. Sin embargo, es lo contrario. La tranquilidad de saber lo que va a suceder, esperar un sabor concreto, no otro, de labios; buscar un placer concreto, no otro, en el cuerpo explorado y amado hasta la saciedad; ansiar la conversación siempre enriquecedora de una única persona; dormir con la tranquilidad de no ser juzgado en nada, de ser deseado. Me reafirmé en que esta conformidad con la rutina es fuente de felicidad. No, el amor no muere porque existe la rutina. El amor muere porque se deja de amar, porque se deja necesitar, y esto transmuta la rutina de bendita en maldita. Se trata de una consecuencia, no de una causa.
Así que, en las horas previas al encuentro, me sentía lleno de dudas. Tenía muchas ganas de verla pero, a la vez, no sabía cómo actuar, qué decir, qué hacer. El trabajo de reconquistar a alguien, de recomenzar, de volver a pasar por lo ya pasado es, amén de agotador, poco interesante. Ya se hizo, ya se transitó por ese camino, es una repetición sin más. Porque, ahora, lo que uno desea es continuar por senderos diferentes, de su mano, de su brazo, de su cintura, explorar el universo juntos… pero no repetirlo. Los déjà vu son poco excitantes. La rutina no es estar con otro ser, no es repetir las mismas cosas. La rutinario, lo que debe serlo, es la voluntad de estar juntos y descubrir de la mano el mundo, el privilegio de pasar por apuros y alegrías teniéndose el uno para el otro. ¿Pensaría ella lo mismo? Me dio miedo percatarme de que no sabía qué pensaría ella. Me daba pereza redescubrirla. Quería proseguir sobre lo ya construido, no recomenzar.
Fue una cena sencilla en lo culinario pero rica en el sentimiento. Como siempre, otra rutina, sus ojos y su sonrisa me embargaban y su conversación me deleitaba. Sí, acabamos en le cama, con una estúpida necesidad de rendir bien, de demostrar no sé qué cuando antes daba exactamente igual. Porque antes, si había gatillazo, reíamos y nos comíamos un donuts desnudos en la cama.
Apagó la luz, una vez terminada la pasión, se abrazó a mi espalda y me dijo:
- Esto es lo que echo verdaderamente de menos. Sentirte en la cama, abrazarte.
Como siempre, estuviste certera en describir la verdad. Sólo eso se precisaba, así era, la bendita rutina de unos dedos bien conocidos, afortunadamente conocidos, los únicos que se necesitan conocer, acariciándote.
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