28/7/19

Creer y destruir. Los intelectuales en la máquina de guerra de las SS



Creer y destruir. Los intelectuales en la máquina de guerra de las SS (Acantilado, 2017), del historiador francés Christian Ingrao, es un ensayo sobre las justificaciones intelectuales del nazismo que hace temblar el alma de horror. Bien documentado y riguroso, con una amplia bibliografía y manejo de fuentes originales, Ingrao recorre cómo lo más selecto de la intelectualidad alemana no sólo se dejó arrastrar por el nazismo sino que puso lo mejor de su cultura y sus capacidades a justificarlo y, aun más, a autojustificar la barbarie de cada persona en particular, a justificar la abominable seducción del nazismo. Músicos de renombre, filósofos, profesores, historiadores, juristas, escritores, cineastas, profesionales punteros, científicos,…. personas que en sus oficios mostraban una sensibilidad, altura de miras, eficiencia y reflexión elevadas se convertían en bestias bajo las arengas de Hitler.

El ensayo está dividido en tres partes que explican el camino recorrido para convertirse en criminales sin escrúpulos. La juventud alemana, La entrada en el nazismo: un compromiso y Nazismo y violencia: el paroxismo de 1939-1945. Ingrao estudia la vida de 80 jóvenes, todos ellos veinteañeros de alta capacidad intelectual, que colaboran gustosamente en la planificación y ejecución de las atrocidades más horrendas. El autor señala cómo el propio sistema encontraba y reclutaba a los mejores, a los más capaces poniendo esas altas capacidades intelectuales al servicio del mal y, cómo no, remunerando posteriormente sus servicios con prebendas o éxitos a añadir al CV. 

No caben las excusas sobre la difícil situación de entreguerras en Alemania, sobre las injustas compensaciones económicas impuestas por los aliados, sobre la falta de esperanza de millones de personas sin trabajo y sumidas en la desesperación. No, no caben, e Ingrao va más al fondo, a la inculcación sistemática de una ideología, la invención de una historia maniquea, la propaganda de que existe un enemigo exterior al que hay que deshumanizar, a la machacona repetición de que los propios son buenos y los ajenos son animales diabólicos, al mantenimiento del rencor, que pertenecer al grupo es liberador en contra de mantener el espíritu crítico, que ser aceptado por el entorno es fundamental, que los intelectuales deben ser “comprometidos” (pero, ¿con qué?). Primero, hay que creer en esas falacias, compartir sus razones y demandas, dar el consentimiento intelectual. Luego, el destruir viene solo.  

Lo más horrible del fondo del libro es que los asesinos no eran personas descerebradas, incultas, faltas de espíritu crítico o estúpidas. Se trataba, en muchos casos, de seres humanos con un bagaje cultural importante, con expedientes académicos brillantes, ilustrados, y con una formación envidiable, los “más guapos de cada casa”, que, a pesar de ello, cometían las acciones más abominables (en palabras de Ingrao “Eran apuestos, brillantes, inteligentes y cultivados. Fueron responsables de la muerte de varios cientos de miles de personas”).  Causa estupor leer el testimonio de un policía de Viena justificando disparar a bebés o ancianos, o el placer de matar que parecen sentir los asesinos cuando ejecutan sus tétricas acciones.

El constatar que las personas que más debieran oponerse a la barbarie, son las que se alían con ella y la refinan, causa escalofríos. Esto me recuerda el magnífico monólogo de Spencer Tracy, en su papel de juez Haywood, en Los juicios de Nuremberg.  

Y también asusta observar que la historia se repite. Que puede volver a pasar, que los intelectuales de hoy en día también se dejan seducir por los ideales más peligrosos.






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