Sorbió despacio un café cargado de achicoria, sentado en la silla de madera ajada y con la vista perdida en el amanecer que despuntaba entre columnas de humo gris que ascendían formando remolinos. Había oído las explosiones muy, muy lejanas, a media noche pero no se había inquietado. Ya estaba acostumbrado después de tantos años. Sí, recordaba que tiempo atrás el estruendo de las bombas y el temblor de los cristales le angustiaban. Permanecía despierto en la oscuridad de la habitación porque estaba severamente prohibido encender cualquier tipo de luz. Por entonces, rezaba y temblaba, en parte por el miedo, en parte por el frío. Ya no. Qué importaba ya.
Tomó el gabán. Marengo y lleno de unos brillos que el uso diario acrecentaba cada jornada. Debía apresurarse. El camión salía a las ocho y si se retrasaba acabaría en la prefectura o, peor aún, en las trincheras que se extendían por la ladera de las montañas, un poco más acá de donde surgían las burbujas de llamas y metralla.
Bajó a la calle. Era una mañana fría y ventosa. Tuvo que sortear unos escombros que se habían acumulado cerca del portal. Se cubrió la cara con la mano para evitar que el polvo se introdujera en sus ojos. Afortunadamente, el viento era del norte. De ese modo, la radiación no escaparía de la zona de guerra. Se preguntó cómo sería aquello. Había escuchado historias horribles, tan estremecedoras que prefería pensar que eran exageradas. Recordaba que, al principio, cuando la guerra civil se desató en las provincias centrales – veinte años hacía ya – columnas de jóvenes voluntarios se dirigían desfilando al frente, cantando canciones patrióticas y marcando el paso con ímpetu. Era un conflicto menor, dijeron. Apenas cuatro regiones del inmenso país se hallaban en conflicto. El resto se encargaría de digerir aquel tumor. El gobierno desechó la intervención internacional. Era un asunto interno y como tal habría de resolverse. Un año después, cuando vieron la primera sombra en forma de hongo, el mundo se tornó inhóspito. Cómo los sublevados habían llegado a domeñar la tecnología no se sabía. El ejecutivo fue rápido. Creo un cordón de seguridad alrededor de la guerra y las provincias rebeldes quedaron confinadas dentro del perímetro de contención. Pensaron que pronto se asfixiarían sus reservas y, al cabo, si querían matarse dentro mejor para el resto. Un problema resuelto. Dos décadas después la guerra continuaba y no tenía visos de finalizar pronto. Pero el país no podía aceptar su incapacidad para dar fin a aquello ante el mundo. Se había dividido el territorio en tres zonas estrictamente delimitadas y vigiladas. Primero, el terreno en conflicto, el infierno, donde la muerte engullía a miles cada día. Rodeándola, una zona tampón que ocupaba casi toda la nación en donde se había instaurado una economía de guerra, con toque de queda diario, con un severo régimen policial y cuyas industrias, habitantes y recursos se dedicaban a alimentar el esfuerzo bélico. Prohibida la entrada a cualquier extranjero, prohibida la radio, prohibida Internet, prohibido que cualquier extranjero siquiera se acercara, prohibido todo. Escasez de todo. Ausencia de todo, incluso de futuro. Y, por último, el reducido perímetro exterior junto a la costa, en donde el gobierno se esforzaba en mostrar que nada ocurría. Los hoteles de la playa se llenaban de turistas y la televisión, que sólo se veía allá, hablaba de la buena marcha del país, de cómo las provincias rebeldes estaban apaciguadas y mostraban imágenes de ciudadanos satisfechos y felices que se dedicaban a sus vidas en paz. Por supuesto, la sede gubernamental se hallaba junto a la costa.
Subió al camión y media hora después llegó a su puesto de trabajo. Comprobaron su identidad y entró en el edificio atendiendo a no perder el paso y la distancia de dos codos con sus compañeros anterior y posterior. Volvieron a cachearlo y verificar quién era. Por fin, se sentó en su mesa. El ordenador ya estaba encendido y su pantalla mostraba un mensaje que avisaba que cada tecla era memorizada, que todo aquello que hiciera, escribiera o leyera sería monitoreado. Se puso a la tarea. La misma a la que se había dedicado durante los últimos tres años y la que le había librado de tener que marchar al frente. Leyó los papeles que le habían dejado junto al monitor. Noticias, todas ficticias, que debía introducir en un blog, también inventado. Su rol era ser un joven de veinte años, feliz estudiante de arquitectura en una universidad del centro del país, que posteaba con entusiasmo acerca de lo bien que vivía. Tecleó la primera información y la envió al blog y a twitter. Comprobó con satisfacción que otros internautas de Europa y América le saludaban y le preguntaban si ya había aprobado las matemáticas. Contestó que sí e inventó que el profesor era demasiado severo. Hacía muchos años que no había profesores de universidad pero eso no se sabía fuera del país. Estuvo a punto de escribir algo incorrecto pero un comisario se le acercó y continuó posteando buenas noticias.
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