Cuando se lee un libro que ya tiene muchos años de vida (fue
escrito en 1987) es difícil abstraerse de lo que sobre él se ha escuchado. Y si la
novela es Tokio Blues (Maxi Tusquets, edición 2011), de Haruki
Murakami, uno ya ha leído las más numantinas defensas del libro o las más
ácidas críticas. Si algo parece tener Murakami es que atrae el extremismo en el
comentario. Cuando este es negativo, además, da pie a que los críticos nos
den una lección magistral sobre literatura japonesa (“lo que hay que leer es a
Mishima o a Kawabata”) o sobre literatura comparada (con Kafka, con Gilliam o Salinger, con Pynchon o Lynch). Por
eso, inicié la lectura de Tokio Blues (originalmente
titulado Norwegian Woods, como la canción de Los Beatles) con
una sensación desagradable: la de tener que racionalizar la lectura, criticarla
inconscientemente en cada frase, enfrentando los comentarios ya escuchados, en
vez de simplemente leer y sentir, - lo que Salinger llamaba "as an amateur reader", de eso se trata en la literatura, de sentir-
el efecto que las palabras provoca en uno. Y, tras terminarlo, me sitúo entre
los defensores de la novela.
Tokio Blues es un acercamiento delicado a
la muerte y al amor que, aunque escrito en un marco adolescente, es
perfectamente extrapolable a cualquier edad y a cualquier tiempo. Me interesa
la metáfora del triple amor que Murakami ofrece a través de las tres mujeres
que tienen presencia importante en la vida de Watanabe: el amor idealizado,
inalcanzable por inhumano, eternal, casi el primer amor que nunca se completa, que
representa Naoko; el amor del goce, que acaba y comienza en darse amparo ante
la soledad (pero que no es simple sexo porque involucra sentimientos profundos)
simbolizado en Reiko; y el amor
realista, cotidiano, el amor posible, rutinario posiblemente, que representa
Nadori. Una trinidad que se nos presenta a todos en nuestra vida. Y lo mismo
ocurre con la presencia sutil y constante de la muerte, no como un hecho
dramático orquestado con trompetas y timbales, sino como una lluvia persistente
que siempre está ahí, que nos rodea casi continuamente, engarzándose con las
más cotidianas actividades. Las páginas de la novela son un recorrido constante
entre la muerte sin grandilocuencia (Kizuki, el padre de Midori, Naoko) y los
intermedios que conceden el amor y la nostalgia. Esa idea de la muerte como
compañera insignificante, anodina, cercana, como una componente diaria de la
vida, es omnipresente en la novela. Una elegía acerca de cualquier ser humano. En
Tokio Blues es un joven el que se enfrenta a esa muerte, a los
golpes de la vida, pero Murakami describe sus reacciones, en realidad, como las de un adulto bien
formado ya que, aparte de las juergas del Colegio Mayor, sus emociones son más propias de otra edad.
La prosa del japonés está saturada de detalles, de colores,
de impresionismo escrito, siempre con un halo irreal incluso cuando describe un
bar o un revolcón a deshoras. Especialmente, en los capítulos iniciales o en
las descripciones del hospital donde Naoko está recluida. Un estilo que
construye simbolismos, detallista, introspectivo, melancólico, deliberadamente
lento a veces, que se recrea en la inacción (los silencios entre los personajes
siempre muy presentes), en lo particular más que en la visión general. Las
reacciones de los personajes no son previsibles, no son planas, están llenas de
contradicciones y crean una tensión narrativa interesante.
Como ya indicaba al hablar de Al sur de la frontera,al oeste del sol, es cierto que Murakami repite códigos en sus
novelas. La ambientación, la forma de expresar, las imágenes simbólicas, las
atmósferas de los lugares, el sentir de los personajes son similares a otras novelas
del japonés.
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