Las noticias que los periódicos dan sobre el mar suelen estar relacionadas con desgracias, nos hablan de un océano que arrebata seres queridos, que engulle navíos o que inunda sembrados y aldeas. Yo he de decir que el mar es salvador. Cuando yo estaba atrapado en las tinieblas de la vida, fue él quien me liberó y me amparó. Para ser exactos, fueron el mar y Silvino, un pescador de cara ovalada y nariz ancha, frente hollada por profundos surcos esculpidos por el tiempo y el salitre, cabello cano, voz ronca y manos ásperas.
- Si has salido de esta, si el mar te ha respetado, no me digas que no puedes levantarte- me dijo un día, mientras yo tosía intentando expulsar el agua que encharcaba mis pulmones.
Sí, miré al mar, entendí su mensaje redentor, y me levanté para siempre.
Por aquel entonces, yo tenía diecisiete años. No puedo decir que mi familia estuviera rota ni que mi vida hubiera sido un calvario de adversidades semejante al de los personajes de Dickens. Hasta donde recuerdo, mi niñez había sido tranquila, habitual para un crío de clase media que vive en un barrio corriente, estudiante mediocre, con escaso éxito entre las chicas y bien dotado para el deporte, especialmente para el baloncesto, donde mi metro ochenta y cinco y mi habilidad con el "alley-oop" me hacían popular y deseado en el equipo juvenil de la ciudad. Mi padre paraba poco por casa ya que su trabajo de agente comercial le hacía saltar de avión en avión, pero llamaba a menudo y aún me acuerdo de la ilusión que me hacía ayudarle a abrir la maleta porque siempre había un obsequio para mí. Mi madre no había tenido un empleo durante años pero un día se presentó en casa diciendo que al siguiente lunes comenzaba como vendedora en una agencia inmobiliaria. La empresa le ponía coche- un Vokswagen escarabajo, amarillo chillón, con reclamos publicitarios escritos en los laterales, en el que a mí siempre me dio mucha vergüenza montarme- y le ofrecía unas buenas comisiones por cada venta a cambio de trabajar los fines de semana, días en los que los potenciales compradores disponían del tiempo libre necesario para visitar los inmuebles disponibles.
Al entrar en la adolescencia, y como suele ocurrir, comencé a ver a mis padres como extraños, fracasados y anticuados. En ocasiones, les reprochaba el que no hubieran sabido triunfar en la vida, tener una holgada cuenta corriente en el banco, conducir un BMW como el del padre de mi amigo Jaime, que era el ricachón de la cuadrilla, o poder pagarme unas vacaciones de verano en Inglaterra. Pero otras, y contradiciéndome sin pudor, les recriminaba el que estuvieran tanto tiempo fuera, en el trabajo, les moralizaba sobre que hay cosas más importantes que el dinero y les hacía sufrir diciéndoles que me sentía solo. Mi pandilla, Manu, Jaime, Juanma, Rodri y Jorge, era mi refugio y pasábamos cuanto más tiempo mejor juntos. En cuestión de chicas, me gustaban casi todas pero tonteaba con Mila, no tanto porque estuviera enamorado sino porque sus pechos eran un objetivo que yo había jurado conquistar. Ella jugueteaba conmigo, me seducía, dejaba que me hiciera ilusiones justo hasta el punto en que mis manos se acercaban a dos centímetros de su cuerpo, momento en el que recibía un empujón que, lejos de quitarme las ganas, me reafirmaban en mi pensamiento de que alguna vez sería mía.
Fue Jaime, precisamente, el que en una noche de discoteca y baile con las amigas de Mila- un sábado en que llovía como si Noé hubiese vuelto a nacer- trajo aquello que, según afirmó, todos debían de probar alguna vez en la vida. Unas pastillitas blancas, pequeñas, que eran buenas para sentirse bien. No recuerdo cómo empezó todo aquella noche pero sí lo que siguió y cómo acabé al amanecer. Quizá fuera la tormenta la que nos puso melancólicos pero el hecho es que, cuando la disco cerró, nos sentamos al borde del lago, bajo la marquesina del club de remo, con unos cuantos botellines de cerveza y una radio a todo volumen en la que Willie Nelson cantaba el Always on my mind, algo que puede hacer temblar el alma del ser más templado. Las seis muchachas y nosotros seis nos pasamos un cigarrillo compartido mientras mirábamos la luna nacarada que comenzaba a aparecer entre los nubarrones cargados de lluvia que, por fin, iban alejándose.
- Si estás jodido, con esto te reconcilias con el mundo- dijo Jaime, a la vez que se tragaba una de las pastillas que antes nos había mostrado.
Los demás le miramos sin saber muy bien qué hacía y continuamos mezclando las burbujas de la cerveza con las volutas azuladas del tabaco hasta que Mila le pidió una pastillita de aquellas y se la tragó sin pensárselo. Lo que ocurrió una hora después es que, por primera vez, besé a Mila, que descubrí el secreto que ocultaba su sujetador y supe que era mejor que todo lo que había imaginado, que tomé otra pastilla cuando ella me lo pidió, que disfruté de las ondas de sus caderas y de sus muslos, del aroma de su cabello, del hechizo de su mirada, y que la maravilla se prolongó hasta que el amanecer nos sorprendió sobre la hierba medio dormidos.
Es difícil, y más si uno es joven, resistirse a sentirse bien, a enamorarse, a disfrutar del placer del cuerpo, a ver el mundo a través de un filtro semejante a esos cristalitos que se enroscan al objetivo de una cámara y convierten los cielos nublados en atardeceres dorados y los campos agostados en trigales de vibrantes amarillos. Repetimos, sí, repetimos casi cada noche. Mila y yo nos hicimos inseparables y todo fue bien durante un tiempo con la ayuda de Jaime que nos proporcionaba las pastillas de modo habitual. Cierto que también pasamos noches sin tomarlas pero no era lo mismo. Era como si faltase el brillo final, la chispa mágica, el fogonazo de bienestar, como si el rumor de las aguas que morían sobre las redondeadas piedras en la orilla del pantano estuviera amortiguado, como si la brisa ya no emitiera música al volar entre los árboles, como si las hortensias se colorearan de gris.
- Anda, toma, disfrutemos de nosotros – solía decir Mila, y ambos nos internábamos en el edén artificial.
Meses después, Jaime nos trajo otro tipo de píldoras con las que descubrimos que podíamos emular a los más expertos actores de aquellas películas que vendían en el videoclub. Aprendimos a combinarlas, a sacar lo máximo de los cócteles que imaginábamos y a disfrutar de todos nuestros sentidos como si la vida nos fuera en ello. Y, en verdad, nos iba aunque entonces no éramos conscientes de eso.
Nos percatamos de que las cosas no marchaban tan bien como pensábamos cuando Mila comenzó a adelgazar rápidamente y a pasarse las noches en vela. Lo primero no parecía molestarla, incluso le gustó por un tiempo, pero para el insomnio hubimos de recurrir a más medicamentos. Yo mismo comencé también a sentir los mismos efectos, aunque mucho más ligeros, pero lo atribuí a mi preocupación por mi chica. Ni se me pasaba por la cabeza acudir a mis padres que, aparte de darse cuenta de que mis notas eran aún peores que lo habitual, no parecían sospechar la causa de mi malestar.
Definitivamente, todo se torció cuando Jaime se marchó a vivir a Madrid. Ocurrió justo antes de que nos fuéramos de vacaciones todos los amigos al sur. Lo habíamos preparado durante semanas. Estaba feliz porque mis padres me habían dado permiso y estaría un mes disfrutando de mi libertad. Pero Jaime se marchó y todo cambió. De pronto, el suministro de pastillas cesó. Hasta entonces, habíamos pensado que las píldoras eran gratis, que él las conseguía de manera sencilla, nunca le preguntamos de dónde las sacaba, cómo las pagaba, si las compraba o se las regalaban y él nunca nos lo dijo.
Unos pocos días después de que Jaime se mudara, Mila comenzó a sentirse extremadamente inquieta. Me decía que le consiguiera una cápsula, que estaba fastidiada, hundida, que necesitaba tranquilizarse, pero yo no sabía a quién acudir ni era consciente de que su necesidad era tan acuciante. Intenté llamar a Jaime pero no pude localizarle. Pregunté aquí y allá pero, por toda respuesta, un tipo siniestro me indicó que preguntara por “El Mula” en una discoteca de las afueras. Encontré al hombre y, cuando le pregunté si tenía pastillas, me apartó bruscamente a una esquina y me dijo.
- Chisttt, chaval. Esto no se pregunta a grito pelado, cojones. ¿De dónde coño sales tú? ¿Tienes cuarenta mil pelas?
No, no las tenía. Me encerré con mi novia en la cabaña que usábamos en verano. Allá no solía ir nadie. Para el final de semana, Mila estaba muy mal. No había ido a su casa y yo llamé para tranquilizar a sus padres, mintiendo y diciéndoles que estábamos ya de camino hacia nuestras vacaciones, que pasaríamos en una de las casas de Jaime. Mila no dormía, sudaba profusamente y, a ratos, temblaba. Apenas comíamos. Quise llamar al médico pero ella me dijo que no, que se mataría antes de que sus padres se enteraran de todo aquello, que encontrara pastillas como fuese, que las necesitaba más que nada en el mundo. A ratos, se volvía violenta y me decía que era un gilipollas incapaz de darle lo que necesitaba, que no la quería, que si lo hiciera sabría cómo conseguir la droga, que Jaime sí que era un tío con huevos.
Un día después supe que tenía que llamar a un médico. Había anochecido. Salí cuando, rendida de las tiritonas, se había dormido y paré al primer guardia municipal que vi. Una media hora después, dos ambulancias rodeaban la cabaña, unos socorristas sacaban a Mila en camilla y los padres de ella, alertados por los servicios públicos, lloraban desconsoladamente. Sabía que me preguntarían, que sonsacarían sobre la droga. No podía enfrentarlo y menos bajo aquella necesidad de pastillas que se iba haciendo cada vez más insistente también en mi mente. Hasta ese momento, quizá por el estrés, lo había aguantado bien pero cuando los destellos de las ambulancias se perdieron en la avenida y me quedé solo, mi ansia de tragarme una de aquellas píldoras me abofeteó de pronto. Huí. Telefoneé a mis padres y les dije que habíamos llegado bien a nuestro destino, que todo iba fenómeno en las vacaciones. Me mandaron un beso y me dijeron que me querían, pero apenas los escuché. Me puse a andar intentando olvidar la droga y olvidar a Mila, olvidarlo todo. Caminé durante horas y, cuando amanecía, me subí a un tren de mercancías que se ponía en movimiento. Caí agotado sobre el vagón, en compañía de unos rollos de cable enormes que amenazaban con volcarse sobre mí mientras veía cómo las luces de las farolas se alejaban y cómo el cielo comenzaba a llenarse de estrellas a medida que nos adentrábamos en el campo. No sabía a dónde me dirigía. Tampoco me importaba.
Dormí hasta que un frenazo brusco y el chirrido de los frenos metálicos me despertaron. Tenía fiebre o, al menos, me ardía la frente. Mi garganta estaba tan seca que podía sentir el roce de cada bocanada de aire. Me temblaban las manos de una forma que no podía controlar. A través de la rendija de la puerta del vagón vi el mar. El cielo estaba pintado de un azul cobalto y se escuchaban graznidos de gaviotas a lo lejos. Aprovechando la parada del tren, salté y dejé que la brisa cargada de salitre me despejara un poco. Comencé a caminar sin rumbo, no había ninguna ciudad a la vista y sólo se vislumbraba un camino estrecho que delineaba el borde del acantilado. Avancé como un sonámbulo que desconoce a dónde va. Me desmayé poco después.
Sé que dormí casi veinte horas porque él me lo dijo días después. Cuando desperté, me encontré en una cabaña acogedora de cuyas paredes colgaban aparejos de pesca y banastas, con fotos sepias adornando los tabiques. Las vigas que soportaban el techo eran de gruesa madera, el suelo estaba cubierto por una alfombra de lana y en la estancia olía a salmuera y a espliego. A través del ventanal se veía un tejadillo de caña y anea que daba sombra a un soportal con una mesa sobre la que reposaban un búcaro de flores y una jarra de limonada.
- Tendrás hambre y sed- escuché tras de mí.
Me volví y vi a Silvino por primera vez en mi vida. Vestía una camisa de cuadros azules, con margas largas remangadas hasta más arriba del codo, y un pantalón de mahón bastante ajado. Era un hombre entrado en años, con un estómago que decía todo respecto a su gusto por la comida, una cara bragada por la sal del mar, dientes amarilleados, y una manos grandotas que, sin embrago, más tarde supe que eran extremadamente hábiles a la hora de trenzar nudos o encarnar el cebo en los anzuelos. Con todo, su presencia era elegante, con unos modales que sugerían una vida repleta de historias que contar.
- Aquí tienes unas fanecas asadas, chaval. Y un buen vaso de leche. Parece que te hace falta, carajo.
- ¿Dónde estoy? – atiné a preguntar, medio incorporado en el camastro. Me dolía el estómago y sentía una inquietud general que supe atribuir a la falta de droga.
- En mi casa, chaval. No sé cómo diantres llegaste aquí pero si no me topo ayer contigo, seguro que la habrías palmado. ¿Cómo te llamas? ¿De dónde eres? Yo soy Silvino.
Le mentí. ¿Qué otra cosa podía hacer? Le dije que estaba de vacaciones, que quería hacer excursiones a pie por el norte, conocer los pequeños pueblos, acampar por libre, pero que me habían robado en el camino y había enfermado, quizá por la falta de recursos tras el robo. Preguntó por mis padres y volví a mentir diciéndole que estaban de viaje en el extranjero y no me esperaban hasta final de mes. Si Silvino me creyó, no lo sé. Es algo que nunca hemos comentado en estos años y permanece como un secreto que no merece desenterrar, como esas zapatas de los grandes edificios que nadie puede ver, que deben estar bien soterradas bajo tierra, pero sobre las que se sustenta toda la casa , sin las cuales, esta se vendría abajo instantáneamente.
- Anda, come- me contestó, sin hacer más preguntas, mientras me acercaba el plato de pescado recién braseado- lo necesitas. Y dime cómo te llamas.
Le dije mi nombre, Javi, aunque nunca jamás le oí que me llamara por él porque siempre me dijo chaval. Comí lo que pude, bebí tres grandes vasos de leche y volví a dormirme hasta el amanecer del siguiente día. Tuve pesadillas en donde veía a Mila morirse, en donde millones de pastillas giraban a mi alrededor sin que yo pudiera atraparlas y en donde escuchaba a Jaime reírse de nosotros. Cuando por fin me levanté, sentí la mano fuerte de Silvino en mi hombro. Me volví y su mirada se cruzó con la mía. Bastó. Algo había en aquellos ojos francos que me tranquilizó, que me dio a entender que no estaba solo.
- Toma. Aquí tienes una taza de café con leche y unas tostadas. Ahí tienes mantequilla y mermelada si quieres. Y tómate esto con la leche. Te hará bien- y me alargó una pastilla discretamente.
Asentí mecánicamente, no sé si por confianza o por ausencia de cualquier otra posibilidad. No sé qué tenía la píldora que me dio pero me tranquilizó y, aunque nunca me lo ha dicho, estoy seguro que era o bien droga o un sustituto de ella. El caso es que atenuó el síndrome de abstinencia. No sé cómo Silvino supo de mi necesidad o cómo consiguió aquello pero sospecho que su pareja de mus, el farmacéutico Germán al que semanas después conocería, tuvo mucho que ver.
- Habría que llamar a la policía para que te lleven a casa, ¿no?- dijo de pronto.
Debió ver la expresión de terror que se dibujó en mi rostro porque se echó a reír mientras decía:
- Tranquilo, chaval. Que la policía y yo no tenemos buen mezclar. Ya sabes, son quisquillosos con lo de los permisos de pesca y esas mierdas. Vendrás a faenar conmigo hoy. Nada mejor que trabajar un poco en el mar para sentirse sano.
Silvino tenía un vaporcito azul con una franja blanca desde la amura hasta la proa. Un mástil coronado por una pequeña cofa y dos grandes faroles, rojo y verde, se asentaba sobre un castillete de ventanales redondos. En la proa, nasas y redes amontonados en un orden que sólo él conocía. Del codaste a la roda, colgaban neumáticos atados con sogas a la cubierta junto a dos boyas de emergencia pintadas de rosa llamativo. Con quince metros de eslora, dos depósitos para el pescado y un cabrestante a popa, el barco llevaba ya más de treinta años en el mar. Silvino lo había comprado a buen precio cuando la naviera estimó que ya no servía para sus fines comerciales y, con tiempo y buenas mañas en la reparación, había logrado restaurarlo. Quizá no podría enfrentar el océano bravo del gran norte pero se manejaba bien en el Cantábrico bajo el mando diestro del hombre. Numerosos aperos, cañas y artes se sujetaban sobre el costado de la caseta.
- Suelta ese cabo – me gritó- y quédate en el centro del barco, chaval. No tengo edad para saltar a por ti si te caes por la borda. Y te juro que, si lo haces, dejo que te hundas.
Mi conocimiento del mar se limitaba a las playas de vacaciones y a las películas de Hollywood. En nada se parecían aquel aroma fresco a sal, al olor pegajoso a crema solar, ni el ronroneo amistoso del motor con el griterío estridente de miles de turistas apelotonados en cien metros cuadrados. Me gustó. Instintivamente, me sentí bien conmigo mismo, como hacía muchísimo tiempo que no lo estaba. La mar, aquel día, estaba calma y aparte de algunos borreguitos de espuma a lo lejos, se dejaba navegar suavemente. Me quedé un buen rato apoyado sobre la banda de estribor, simplemente escuchando la tremolina del aire en las jarcias y mirando el horizonte y a las gavinas que planeaban sobre el vapor, atentas a cualquier pez que pudiera caerse por la borda. Silvino no me quitaba ojo aunque aparentaba estar ocupado en preparar los aparejos. No le hacía falta estar en la cabina. Su piloto automático era una barra de esas para evitar robos en las bicicletas con la que amarraba el timón a la silla para que aquel se quedara fijo, un artilugio rudimentario más que suficiente en un día tan claro y en el cual no pensaba perder de vista la costa.
- Ven p’acá, chaval – me llamó- ya está bien de ver las vistas. Que tenemos que trabajar. Aquí estamos para pescar, ¿sabes? Venga, ayúdame con esto.
Aquel día fue el más feliz de mi vida desde hacía muchos meses. Por unas horas, mientras colocaba cañas en los costados, aprendía el arte del ballestrinque, recogía peces y me pinchaba hasta hacerme sangre con los anzuelos, se me olvidaron las imágenes de las ambulancias, la cara llena de espasmos de Mila, la fiebre de los días anteriores, mi huida de la ciudad y los miedos que el futuro me provocaba. Pensé con afecto en mis padres y deseé que estuviesen conmigo en aquel bote, en medio del océano. Me parecía que el mar me aislaba de los problemas, de la vida amenazante que deambula por las calles de las ciudades. Al contrario que lo que muchos piensan, el mar me abrazaba con ternura, alejándome de los temores, como esos brazos dulces de una madre que ocultan la miseria que hay fuera de ellos.
Al atardecer, atracamos junto al espigón. Estaba molido. Yo creo que nunca había trabajado tanto en mi vida. Aún así, hube de descargar las cajas con la pesca envuelta en hielo, recoger las artes, enrollar las redes y limpiar la cubierta. Silvino hizo caso omiso de mis quejas.
- Si comes de mi comida, te la ganas, chaval. Vosotros, los de la ciudad sois demasiado enclenques, coño.
Aquella noche caí rendido, pero extrañamente feliz y en calma y, por primera vez en mucho tiempo, no tuve pesadillas y reposé.
- Vamos, hay que levantarse. La marea espera.
Protesté porque tenía sueño pero el sol hacía rato que sobresalía por detrás de la colina que rodeaba la rada y el pescador estaba decidido a aprovechar el día. Bebí apresuradamente el café con leche y, aún con una tostada en la boca, salimos hacia el puerto. Quizá por el beneficio del clima, o por el trabajo, o más probable por la pastilla que había tomado el día anterior, me encontraba bien, sereno, con ganas de disfrutar. Y, sobre todo, estaba a gusto. Lo normal hubiera sido que aquel hombre me hubiese asaeteado con preguntas, que hubiera llamado a las autoridades, que hubiese insistido en conocer a mis padres o, en su ausencia, a algún pariente. No obstante, él no hacía nada de eso. Simplemente, se limitaba a aceptarme como a un igual, a hacerme trabajar como él mismo lo hacía y a compartir su comida y su casa. Su falta de preguntas me ayudaba, su mirada libre de acusación, me tranquilizaba.
Durante la primera semana se repitió la rutina. Salíamos de pesca al poco de amanecer y regresábamos hacia las cinco. Hacia la mitad de aquellos días, sentí nuevamente la ansiedad de la abstinencia y, como había sucedido el primer día, Silvino me facilitó una pastilla que tragué con el desayuno. Sin preguntas. Como si él fuera médico y yo sólo debiera cumplir con la prescripción del facultativo. Con los días, mi habilidad para ejecutar las tareas mejoró, de modo que íbamos más rápidos y Silvino acabó por confiar en que no hundiría el buque en cuanto él se descuidara.
- Vaya, chaval. Me alegro que aprendas- me dijo un tarde que yo había hecho un atrapaperros más rápido que él mismo- igual conseguimos que no mandes a pique el Solitario. Porque así se llamaba el barco, quizá en recuerdo de su propia soledad. Me sonrió y, en aquel instante, aquella sonrisa me satisfizo como un halago de lo más preciado.
Alguna tarde acudíamos al pueblo, donde él platicaba con los amigos y jugaba al mus ante un par de vasos de cerveza fría. Si en el mar, Silvino era un hombre sosegado, tranquilo en el mejor sentido de la palabra, hábil en su oficio, en el juego era un negado. Desesperaba a su pareja, soltaba la carta más grande cuando iban a chicas y se lanzaba a dar órdagos que siempre perdía.
- Así que este es el mozalbete, ¿eh? – preguntó un día el farmacéutico, mientras me escrutaba de pies a cabeza.
- Este es, Germán- contestó Silvino- creo que amará el mar tanto como nosotros. Pero de momento está un poco torpe.
Iba a seguir hablando pero en esto le llegó el impulso de subir la apuesta a pares con sólo una pareja de treses, lo que aparte de hacerles perder la jugada, desató una divertida y acalorada discusión entre los jugadores, plagada de tacos y cariñosas reprimendas. Yo reía pero, al contrario que me sucedía cuando estaba en casa, no consideraba a ninguno de aquellos personajes adultos como los perdedores que siempre veía en la ciudad.
Antes de acostarnos, mientras la noche iba pintando la cala de negro y la mar se llenaba de pequeñas candelarias que moteaban las aguas, Silvino tomaba su armónica y tocaba. Entre melodía y melodía, me señalaba alguna luz y aseguraba conocer a quién pertenecía.
- Mira, aquél será el Manolín. Estará al chipirón, seguro.
Mi salud iba mejorando pero, cada cierto número de días, cada vez más espaciados, él me traía la pastillita que decía que era sólo una medicina tonificante para evitar mareos. Llamé un par de veces a mis padres a los que, una vez más, engañé diciéndoles que estaba con los amigos y que todo iba fenomenal. Bueno, en esto no mentí tanto porque lo cierto es que me iba bien, que era feliz en aquellos días. No me atreví a llamar a Mila y eso era algo que me remordía a menudo.
Una tarde, habiendo ya pasado casi tres semanas, pesqué una merluza, algo que según el hombre era del todo inusual a tan pocas millas de la costa. Me sentí el ganador de los juegos olímpicos. Aquel pescado era para mí como una medalla de oro, como un reto imposible que había superado. Silvino me abrazó como si realmente él estuviera tan feliz como yo, con esa sonrisa franca del que se alegra del éxito de otro. Entonces no lo comprendía, pero sentí que el abrazo era importante. Hoy sé que lo que esa alegría significa. Se dice pronto, pero representa mucho. Significa afecto sincero, y sólo pasa muy de vez en cuando: con los hijos, con los grandes amigos, con la madre.
Por la noche, él mismo limpió el pez y lo asó a la brasa. Me fijé en el cuidado con que quitó la escamas, la precisión con la que limpió las entrañas y el gusto con que rocío de aceite la merluza antes de colocarlo sobre las ascuas. Preparó unas patatas panaderas y un poco de verdura para acompañarlo y tuvimos una de las mejores cenas que yo recuerdo en toda mi vida. Me dejó beber de su vino blanco.
- Para qué te voy a decir que es malo si seguro que ya te has puesto ciego de él y yo lo tomo cada día.
Nos acostamos muy tarde. La magia del momento nos desató la lengua y nos contamos confidencias de manera extraña porque, en el fondo, apenas nos conocíamos. Yo mismo, mientras hablaba, me daba cuenta de que era capaz de confesarle sentimientos que nunca hubiera contado a un adulto, ni siquiera a mis padres. Él me contó de Montse, la mujer a la que, afirmó, había amado más que a su vida. La había conocido cuando era marinero de altura en un buque que transportaba mercancías entre Ámsterdam y la India. En su periplo, hacían escala en Lisboa, Cádiz, Barcelona, Atenas y Muscat, antes de hacer arribo en Chennai. Fue precisamente en uno de esos viajes cuando conoció a Montse en la Barceloneta. Haciendo el tonto, me dijo, jugueteando, persiguiendo sólo una noche de amor tibio bajo las sábanas, encontró al que había sido su amor radical, eterno, imposible de sentir nunca más. Se escribían largas cartas, que el correo tardaba en entregar hasta una semana cuando él se encontraba en Asia, y siempre que el barco recalaba en Barcelona, pasaban el día y la noche juntos, embelesados, amantes, prometiéndose miles de maravillas que finalmente nunca ocurrieron. Ella enfermó y él se enteró de ello cuando el paquebote estaba en el Índico, camino de Asia. No pudo regresar hasta casi un mes después y la encontró en el Vall d’Hebron. Cáncer. El jodido cáncer que se lleva lo que más queremos. No continúo el viaje y el patrón fue comprensivo con él. Se quedó allá hasta el último día, llorando de rabia y congoja y cagándose en todo lo sagrado que recordaba.
- Se fue con su mano apretando la mía, ¿sabes?- se frotó los ojos con sus manos grandotas, esforzándose en que las lágrimas no asomaran por ellos- No la he olvidado pero el mar me ha ayudado a sobrellevar su ausencia.
Yo le conté de Mila, de que se había puesto muy enferma, de que había caído en la droga sin casi darse cuenta, de que la había visto al borde de la muerte pero que ahora no sabía cómo estaba. No le conté de mi propia adición a la droga porque sentía una vergüenza de muerte y porque ambos éramos conscientes de que eso era lo único que no hacía falta contar, tan claro que estaba.
- Un hombre se preocupa de corazón por quiénes ama- y aunque no me dijo nada más supe que estaba haciendo mal, escapándome de ella y de todo aquello.
Le conté también de mi vida, de mis padres a los que empezaba a echar de menos cuando hasta ahora había deseado tenerlos lejos, de mis memorias con ellos, de cómo abría la maleta de mi padre con ilusión cuando él llegaba, de las melodías que mi madre, pianista aficionada, arrebataba a un piano destartalado comprado de segunda mano, de las risas al verla conducir el Volkswagen amarillo, de lo mucho que me gustaba vivir en el mar. Mi mundo, antes tan maltrecho, comenzaba a encajar. Los fragmentos de mi vida que habían ido disgregándose comenzaban a juntarse milagrosamente, como si cada trozo estuviera diseñado para ello, en un todo que, a la postre, no parecía ser tan malo.
Me sirvió otro vaso de vino y me hizo chocarlo contra el suyo con fuerza.
- Como brindan los hombres. Por nosotros y nuestros muertos. Venga, de un trago.
- Por el mar, contesté yo.
- Por el mar, chaval. Por el mar.
Por una vez, dormimos hasta tarde y al día siguiente no salimos a pescar. Ninguno de los dos comentó lo acaecido la noche anterior ni lo que nos contamos ni lo blandengues que nos pusimos por momentos. Como si nunca hubiera ocurrido, como si siempre hubiéramos sabido todo el uno del otro.
Un martes, poco antes de acabarse el verano, salimos al mar como cada día. El parte meteorológico había anunciado tormenta para la tarde pero, al amanecer, el cielo estaba límpido y la luz era más clara que nunca. El océano estaba algo encabrillado pero nada que el Solitario no pudiera afrontar. Navegamos más allá de Cabo Santa María y dejamos atrás la vista de la costa a unas seis millas de El Farón. Silvino estaba convencido de haber divisado un cardumen de anchoas y, cuando se le metía en la cabezota que había peces cerca, no había forma de evitar que los persiguiera hasta el fin del mundo. Lo cierto es que acertó porque para el mediodía habíamos llenado ya más de diez cajas de brillantes anchoas, doradas, panchitos, y alguna que otra lubina. Halagué su buen ojo y a él se le hinchó el pecho de satisfacción.
- El que sabe, sabe- afirmó como si hubiese acabado de descubrir un axioma universal.
Comimos frugalmente a bordo y, a eso de las tres, Silvino giró el timón a fondo para regresar. Fue entonces cuando recibimos el aviso por radio. Una tormenta se estaba formando rápido a dos millas de la costa y, minuto a minuto, se iba agrandando, cubriendo ya un frente de más de cuatro millas de este a oeste, justo enfrente de nuestro trayecto. Silvino torció el morro y yo, para entonces, sabía que ese mohín significaba preocupación y el que un hombre de mar tan experto como él se preocupara hacía que yo mismo temblara de miedo. Dejó la radio abierta y por ella fui escuchando cómo todos los vapores se iban retirando a puerto seguro y cómo la comandancia de marina anunciaba de la galerna y de fuertes lluvias a la altura de nuestra latitud. Vientos de fuerza diez, escuché sin saber cuánto era eso pero me bastó observar la expresión adusta y seria de Silvino para comprender que no era una buena cifra para nosotros. Tamborileó sobre el cristal que cubría la aguja del barómetro, como si no diera crédito a la posición en que se encontraba. El mar se había cubierto de espuma y, aquí y allá, el burbujeo blanco del mar inquieto dibujaba espirales que se hundían hacia el fondo para, poco después, salir a la superficie como atraídas por una mano invisible. Nos colocamos los chubasqueros y el gorro de goma bien atado con la cincha. Una rompiente barrió la cubierta y lanzó varios capazos al mar.
- ¡Chaval, ponte el arnés, cagando leches!- me gritó de pronto- ¡Póntelo ya mismo!- y me hizo gestos apremiantes de que corriera.
Estaba asustado. Más asustado que cuando a Mila le dieron los espasmos o cuando creí morir por la abstinencia de la droga. Recordé que había oído una vez un refrán marinero, “La mar enseña a rezar”. Frente a nosotros, una pared de plomo se extendía desde más allá de donde podía yo ver en el este, hasta más allá del horizonte por el oeste. Su color variaba desde el gris más tétrico hasta el negro más profundo y, de tanto en cuanto, se iluminaba con el destello de un relámpago. Luego, nos llegaba el estruendo del trueno que retumbaba entre las cuadernas del Solitario y lo hacía estremecer. El viento, del noroeste, inmisericorde y enérgico, jugaba con las jarcias como si de las cuerdas de una guitarra fueran pero era un mal músico y sólo arrancaba quejidos discordantes. Las olas eran ya demasiado altas para lo que mi estómago podía aguantar y vomité la comida sin que me diera tiempo a llegar a la borda.
- No te preocupes de eso ahora, chaval, así te será más fácil lo que viene ahora. No te alejes de mí por nada del mundo – su voz era agitada pero segura. Sabía lo que decía y por qué lo decía.
La lluvia azotaba los ventanales y el limpiaparabrisas pronto dejó de hacer ningún efecto apreciable. Afianzamos la puerta del tambucho para evitar que el agua se colara dentro. Silvino se aferraba al timón y no apartaba ojo del radar en donde una mancha enorme verde indicaba que nos estábamos metiendo de lleno en la boca del temporal.
- Solitario, cuarenta y tres, cincuenta y siete, norte; tres, cuarenta y uno, oeste. ¿me escuchan? Repito, mi posición es cuarenta y tres, cincuenta y siete, norte; tres, cuarenta y uno, oeste.- tomaba su lápiz y marcaba puntos en la carta.
El mar que yo conocía hasta aquel día había desaparecido. No podía dar un paso sin asirme a los andariveles, tal era el vaivén de la nave. Ya no se trataba del océano afable, sereno, la pradera líquida que me acunaba como a un niño. Al contrario, se había convertido en una cordillera procelosa de olas enormes y valles profundos entre los que nuestro vapor navegaba como una pequeña cáscara de nuez. A veces, la proa se elevaba hasta un punto en el que la quilla empezaba a crujir del peso acumulado en la popa para, a continuación, desplomarse sobre el agujero que las aguas habían horadado al frente del barco. Entonces, mi estómago se subía hasta mi garganta y no podía evitar gritar de espanto.
- Chaval, calla, que ya hacen bastante ruido los truenos- me decía Silvino- mientras continuaba con sus fuertes manos en el timón, atento a atacar las olas de frente para que la nave no rolara en exceso.
El embate del mar y del viento nos iba derivando hacia el oeste pero eso era lo de menos. La prioridad era salir de las garras del temporal. Luego, ya habría tiempo de retornar porque combustible siempre llevábamos de sobra. Algo que no me tranquilizaba lo más mínimo porque el tiempo que transcurría entre el centelleo de los rayos y el rugir de la tronada era cada vez más escaso, señal de que la tormenta estaba más cerca aún. A veces, las aguas saltaban antes que nosotros como impulsadas por un dios colérico y, entonces, una catarata se desplomaba sobre el barco.
- ¿No es esto vida, chaval? ¿Hay algo más vivo que el mar? – me dijo de pronto Silvino y, dentro de la tensión del momento, sonrió como si tuviese al mundo controlado. Me vino a la mente el pasaje en el que, en catequesis, me contaban de Jesús despertándose y calmando las aguas.
El barco flotaba escorado sobre las aguas y Silvino acompañaba tal inclinación como si fuera parte integrante de él, como esos motoristas que toman una curva arriesgada y casi se tumban sobre la pista. Yo, en ocasiones, me resbalaba y mi poca experiencia y pericia me hubieran hecho caer si no hubiera sido por el arnés que me sujetaba firme a mi puesto. Un bosque sombrío de lluvia y viento continuaba envolviéndonos y por el altavoz de la radio sólo se escuchaba ya el ruido de la electricidad estática que saturaba la atmósfera. Afortunadamente, el radar parecía seguir funcionando y el patrón guiaba al vapor hacia donde el color de la tormenta era más débil. Sin embargo, faltaban muchas millas aún para llegar a esa zona más segura y el mar no estaba dispuesto a darnos tregua ni a facilitarnos la tarea. Las trabazones del Solitario se tensaban con cada embate como si fuesen a partirse. Una gran ola, que surgió de pronto por babor con su cima barboteando espuma, nos pilló por sorpresa y agitó al Solitario como si se tratara de una cometa no sujeta en el aire. Los obenques se soltaron y dos cables golpearon con fuerza la mampara de la cabina. Por instinto, como quién reacciona ante una caída o un sonido, me volví para intentar atrapar el cable. Este, agitado con violencia por el huracán, me golpeó en el cuerpo, desequilibrándome y cayendo al suelo. El arnés me sujetó pero el cable se enrolló sobre mí, de modo que mi cuerpo quedó estrangulado entre mi apero y el alambre, apretando mi pecho y asfixiándome. El agua me entraba a raudales por la boca y yo sentía que el aire y la vida se me escapaban. Silvino se percató de la gravedad de la situación casi inmediatamente pero dudó por unos segundos entre soltar el timón y que el barco rolara sin control, o socorrerme. No grité. No podía. Recuerdo que le miré y mis ojos le dijeron todo, sin necesitar palabra alguna. Y los suyos, que se detuvieron en mi mirar, me transmitieron que la decisión estaba tomada, que no me preocupara, que allá estaba él para salvarme por segunda vez. Brincó con una agilidad impropia de su edad y en un instante estuvo a mi lado desenredando el obenque y ayudándome a incorporarme. Quizá necesitó unos veinte o treinta segundos, no más, pero fueron suficientes para que el Solitario girara completamente y mostrara el tajamar a las olas que llegaban, una situación del todo comprometida. No sé cómo nos entendimos porque no recuerdo que dijéramos nada ninguno, pero yo me agarré a un asidero, casi sin respiración, y él corrió al timón tirando de él hacia un lado y haciéndolo girar a toda prisa. El mar nos amparó entonces y su alma, que la tiene, hizo demorar la siguiente ola el tiempo suficiente para que Silvino se hiciera con la nave. La proa volvió a mirar a la ola justo a tiempo cuando ya se alzaba frente a nosotros. El barco brincó sobre ella con agilidad y mi amigo pareció relajarse. Me miró, y con una gravedad en la voz que yo jamás había escuchado antes en él, me dijo:
- Si has salido de esta, si el mar te ha respetado, no me digas que no puedes levantarte- y me miró largo, mientras yo tosía intentando expulsar el agua que aún encharcaba mis pulmones.
La tormenta pasó y sentí la mayor alegría de mi vida cuando por la radio escuchamos al guardacostas que nos buscaba y la mancha verde oscura del radar se fue aclarando. El mar se amansó rápido y arribamos a puerto, sanos y salvos. Es más, incluso con la carga de pescado en las bodegas. Sobre la dársena, el sol que se ponía pintaba el cielo de tonos rosas caprichosos y muy hermosos. Nadie podría haber dicho que nosotros llegábamos de la más oscura pesadilla. Aquella noche apenas hablamos. No hacía falta realmente.
Pocos días después se cumplieron los días en que yo estaba teóricamente de vacaciones. Silvino me prestó el dinero para tomar el tren y me acompañó a la estación. Me dio un abrazo al despedirse y me hizo prometerle que le visitaría algún día. Por si acaso, me metió una pastilla en el bolsillo.
- Sólo por si te mareas- me sonrió.
Tuve ganas de tomarla pero me aguanté. El mar me había salvado y no sería yo el que me dejara morir. Llegué a casa y me abracé a mis padres, ajenos ingenuamente a todo, a los que conté la verdad de aquellos meses. Tuvimos una escena terrible, mi madre me dio una bofetada y se echó a llorar mientras mi padre golpeaba histérico un mueble. Hablamos toda la noche y alternamos entre la bronca y los chillidos, los abrazos y los besos. Me puse en tratamiento y, en pocos meses, los médicos me dieron el alta definitiva. Me resultó más cuesta arriba contactar con Mila porque me sentía culpable y cobarde por haberla abandonado aunque, en realidad, salvé su vida llamando a urgencias. La telefoneé una tarde lluviosa que me recordó que yo podía vencer las tormentas y desafiar los malos momentos. Ella también se estaba recuperando. Nos carteamos de vez en cuando, pero nada volvió a ser como antes. Creo que marchó a vivir a la capital.
Han pasado más de quince años. Entre tanto, encontré a Lurdes, una mujer extraordinaria de la que estoy enamorado y tenemos un crío de seis años al que estoy enseñando a pescar. Hemos ido casi todos los veranos a visitar a Silvino, sólo uno o dos días cada vez, para no molestar mucho. Está ya viejo y sale menos al mar que antes. Ha tenido un problema de riñón y su amigo el farmacéutico se encarga de que se tome las medicinas a tiempo y visite al médico, lo que le da más miedo que el más tenaz de los temporales. Me abraza como a un hijo cuando llego, nos contamos de mi trabajo y de sus pesquerías, le escuchamos tocar la armónica y salimos a navegar un rato en el Solitario, cuyo motor, aunque renqueante y asmático, sigue propulsando el vapor como en los mejores tiempos. El barco necesita una capa de pintura y le he prometido que el próximo verano le ayudaré a darla. Mi hijo disfruta de esas travesías y luego hace dibujos en los que se ve el mar y un capitán gigantesco que dice que es Silvino. Seguramente, le admira. Yo, le quiero como a un padre. A veces, me siento en Punta Salazar y paso la tarde mirando al mar y agradeciéndole que me amparara cuando lo necesité, que me enseñara lo mejor de la vida.
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