-
Entonces, ¿estás bien?
Lo había preguntado Sonia. Estaba sentada junto a Enrique,
su ex, una cajetilla de Chester y dos descafeinados calientes
sobre la mesa de la cafetería.
-
Sí, claro.
-
Ya pasó y, ahora que lo vemos desde lejos, fue
una buena decisión, ¿no crees? – afirmó ella mirando al suelo.
Tres años desde la ruptura, cinco desde que se conocieron en
un concierto de jazz en un café-teatro pequeñito del centro, un sitio de esos a
los que sólo acuden los muy aficionados o los colgados cuya cabeza da demasiadas
vueltas para dormir en una noche de verano. Ambos habían ido solos, una
casualidad de esas que ocurren en la vida, y se sentaron el uno al lado del
otro en una mesa compartida. El artista lo hacía bien. Un tipo bajito, con
barba de cuatro días y vaqueros raídos, que tocaba el piano con cierto encanto y
cantaba canciones de Norah Jones con una voz grave y melancólica. La audiencia,
haciendo caso omiso de las leyes y de los ruegos del camarero, fumaba sin
recato pero nadie parecía molestarse por ello. Al cabo, un blues lento y una
copa claman por un cigarro. Comenzaron a charlar animados por la ginebra, la
luz menguante, los acordes de séptima y la hora tardía. A él - lo había
reconocido siempre- le encandilaron los ojitos con duende y la sonrisa
magnética de ella. Muchas veces, en los meses que siguieron, le había dicho que
le embrujaba su mirada de después de las nueve. Acabaron en la cama del piso de
él pensando ambos que sólo era un polvo de una noche, para descubrir él, al
amanecer, que ella era más hermosa en las mañanas que en la noche y ella que el
cabello de él se arremolinaba de una manera tierna y juguetona cuando amanecía.
Alquilaron un apartamento común unos tres meses después y hubiesen jurado que
se habían enamorado como locos, que es la única forma de enamorarse, para
siempre.
-
Sí, seguro. Todo superado, ¿verdad?
-
Yo estoy bien- contestó Sonia-, trabajando
mucho.
-
¿Estás con alguien?
-
Nada fijo. Ya sabes, ya me conoces. Me gusta
tener mi vida. Disfruto de la vida, de mis amigos, de mi gente, no quiero sentir el compromiso.
Sí, Enrique sabía eso. Había tenido siempre la sensación de
que la relación era asimétrica, que él la amaba más que lo que ella le amaba,
que él estaba dispuesto a convivir con ella más que lo que Sonia nunca podría
desear. Ya se sabe cómo son estas cosas, al principio uno espera cambiar al
otro, luego no quiere cambiarlo porque desea amarlo como es, luego muda de
opinión y lo cambiaría a bofetadas, luego se frustra – porque el corazón pide y
pide y da lo mismo lo que la razón medie- y, finalmente, se decepciona y
abandona. Él había empezado a demandar, ella a callar, él a no comprender, ella
a hartarse, a sentirse atada, hasta que decidieron dejarlo. Todo muy
civilizado, muy zen, como amigos, dijeron, sabiendo que no es posible dejar un
amor atrás como amigos.
-
¿Y tú? ¿Sales con alguien? – preguntó ella.
- Sí, me he enamorado. Ya me conoces. Soy
enamoradizo. Llevamos saliendo medio año. María, se llama. Una mujer estupenda,
estupenda de veras. Me siento muy amado con ella, eso es algo que sabe hacer
maravillosamente, demostrar que quiere, hacerte sentir que te necesita. Nos
gusta ir a cenar, al cine, a algún que otro concierto, me ayuda con mis clases…
-
¿Sólo eso? – le chispearon sus ojos avellana
como le brillaban entonces, como cuando la amaba.
-
Bueno, no hay que contarlo todo, no seas
cotilla- sonrió- digamos, que nos entendemos muy bien donde hay que hacerlo.
-
¿Eres feliz?
- Sí, lo soy. Cuando rompimos, ya lo sabes, me
parecía imposible volver a enamorarme ni podía imaginarme que pudiese haber
otra mujer después de ti, tú eras mi estación término, te necesitaba incluso en
tu desdén, en tu lejanía, en tu no querer comprometerme conmigo. Era inimaginable que podría estar mejor con otra mujer.
-
No digas eso.
- Es lo que sentía. Lo sabes. – él bajó la mirada
mientras encendía un cigarrillo.
- Tú amabas a alguien que no era yo, Enrique. Yo
nunca fui lo que tú pensabas. Me idealizaste, querías una mujer y a una mujer que no soy yo. Yo no sé sentir mariposas, no soy así.
-
Conmigo… no lo fuiste conmigo. Nunca logré
enloquecerte, ¿verdad?
- No vamos a discutir otra vez de eso… - ella sorbió
lo que quedaba del café.
-
Da lo mismo, sí. Ahora soy feliz, me quieren,
quiero, tengo sueños en común con María y el futuro me sonríe. El paso del tiempo lo cura todo, al parecer. – él exhalo una
vaharada azulada de humo a la vez que sacudía el pitillo en el cenicero.
- ¿Sabes?, igual logro la cátedra el año que viene.
-
Me alegro que te vaya bien.
-
¿Sí?
-
Sí, claro, claro…. yo no soy mujer para ti. Mereces
que te den tanto como tú das.
-
Ya… pero yo quería que tú fueras quien me lo
diera.
-
Ya es pasado, ¿vale? No removamos el pasado. Seamos
amigos. Yo estoy bien, tú estás bien, estás muy bien, enamorado … estoy feliz
por ti.
-
Pues pareces triste…
-
¿Yo?- Sonia le miró intensamente.
-
Sí, tú. Te conozco, sabes que te conozco.
-
No, de veras, estoy estupendamente, de veras.
-
Dímelo.
Tardó unos segundos en decidirse pero tampoco tenía sentido
ocultarlo porque era verdad que Enrique podía leer en su rostro.
-
Me da rabia.
- ¿Rabia? ¿El qué? ¿Que lo nuestro no llegara a
buen término?
-
No, eso no. Yo sigo siendo yo, necesito mi
libertad, soy feliz como soy.
- ¿Qué, entonces? - preguntó él.
-
Que estuvieras equivocado y que sin mí te vaya
mejor.
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