13/3/14

Dónde estar




A primeros de mayo, la pradera que bajaba desde San Lorenzo hasta el mar se cubrió de pensamientos silvestres, jacintos y ciclaminos, creando por azar figuras que, si hubieran sido vistas desde el aire, se asemejarían a volutas de humo intrincadas y cursivas. A esa hora, al atardecer, los colores parecían más intensos, como si las siluetas quedasen remarcadas por un halo de sombra.
 
-Tu padre insistió mucho – dijo el coronel Estanislao.

No contesté, aspiré profundamente el habano a medio consumir y permanecí atento a cómo el sol se incendiaba más y más a medida que besaba el horizonte, con la mirada abstraída en el cielo rosáceo.

- Y Carmen, ella también me rogó que te transmitiera que está deseando volver a verte – volvió a insistir el militar- Ya sabes lo bello que es Martialena en primavera. Les harías felices – concluyó.

Un año ya desde que había abandonado la finca. Martialena había pertenecido a mi familia desde el siglo XVII, cuando el patriarca de nuestra rama llegó en un barco cafetero, tras una travesía azarosa y peligrosa que casi le lleva a la tumba. Teníamos un lienzo colgado en el salón de fumadores de aquel intrépido hombre que, con trabajo y pasión, había logrado amasar una pequeña fortuna y convertirse en un prócer de la comunidad. Mi padre aún hablaba de aquel ser como si de un héroe se tratara y la devoción por él era una seña distintiva de nuestra familia, al menos hasta que yo nací.

-  A veces me preocupa que vaya a ser justo un hijo mío el que deshonre nuestra herencia – me había reconvenido varias veces mi padre mientras su rostro se tornaba serio y ceniciento.

Yo estaba convencido de que él lo decía desde el corazón, que ciertamente le afectaban en su más hondo ser mi comportamiento y mi desapego hacia las glorias pasadas. En cierto modo, sentía dolor porque sabía que le decepcionaba. Yo era su único hijo varón y él había ya trazado mi camino en la vida casi desde que sollocé al nacer. Ser fiel a las tradiciones, casarme con una joven de bien y a poder ser adinerada, asegurar la continuidad del apellido, cuidar de la hacienda y ser hábil en los negocios para incrementar el patrimonio.

- Hacer crecer lo que se nos ha dado y que la ciudad nos vea como lo que somos- me solía decir.
-  ¿Como lo que realmente somos? – solía contestar yo con cierta ironía y mi padre, indefectiblemente, refunfuñaba y se marchaba a la biblioteca.

El porqué de mi actitud me ha sido siempre desconocido. Quizá una rebeldía innata a los convencionalismos. O puede ser que yo posea una perspicacia fuera de lo común que me hace percatarme de pequeños detalles que me hacen saber lo que otros ni siquiera imaginan. Mi padre, devoto marido de mi madre, mirando dulcemente a la señora Harris, una irlandesa rubia y alta que había llegado a la ciudad hacía una década y cuyas tertulias literarias eran frecuentadas por las gentes adineradas. Mi santa madre y sus viajes frecuentes a la capital tras los cuales regresaba con una sonrisa feliz que nunca mostraba en nuestra casa. Mi tío Félix, siempre perfectamente vestido de etiqueta, dadivoso y derrochador, amante del buen brandy pero al que sorprendí un día discutiendo agriamente con mi padre por deudas muy abundantes. El coronel Estanislao, amigo íntimo de mi padre, héroe en las batallas de la última contienda pero que, sospechosamente, no tenía ninguna medalla ni jamás había sido herido.

Y Carmen, la angelical mujer a la que mi familia me había destinado. No puedo decir nada malo de ella. Es bella aunque demasiado delgada para mi gusto, dulce de carácter, tendiendo a una sumisión incómoda para mí porque yo necesito que se me atraiga con un buen debate, con una desafiante confrontación de ideas. Mujer atractiva pero, estaba seguro y a pesar de no haberlo intentado nunca, aburrida hasta el hastío en la intimidad.

Mis escapadas a la capital, las veces que me habían pillado en brazos de las coristas del vodevil, encantadas con mi cartera y mi posición, mi gusto tendente más a la literatura y las artes que a la empresa, mi poca disposición a continuar los negocios familiares, mi desprecio sutil por la historia de la estirpe y nuestras propiedades, suponían una fuente de disgustos para mi padre, incapaz de comprender dónde se torció mi, por lo demás, siempre severa educación.

- ¿Volverás entonces?- insistió el coronel en su pregunta. – Todos lo deseamos.

El sol tocaba ya el borde del océano y una calima gris ascendía del punto de contacto como si de verdad el fuego del astro hiciera entrar en ebullición el mar.

-  Creo que no – repliqué sin mirarle, absorto en el escenario. Se había levantado una ligera y agradable brisa que hacía ondular las ramas de los álamos, cubiertas de hojas jóvenes.
-  Será un gran revés para tu familia.
-  No es mi intención herirles- sentía lo que decía.
-  Pero uno no debe guiarse por sus instintos, muchacho. Está el deber.
- ¿El deber?
- Para un militar como yo, el deber lo es todo.
- ¿El deber a qué, coronel? ¿A ser infeliz? – repuse pensando para mis adentros si aquel hombre creía realmente en lo que decía.
-  El deber para con los demás, no ser egoísta, el deber para con tu padre, tu madre, para con Carmen que te espera fiel.
- ¿Y mis deberes de vivir, de ser feliz, de amar de verdad?- pregunté. Mi cigarro estaba ya casi acabado.
- También, también. Pero eso viene después. Ya amarás a Carmen. Es una mujer extraordinaria, culta, bella, te hará feliz, de dará descendencia. Y si vigilas los negocios, la riqueza ayudará a tu felicidad.
- No soy así- levanté la voz al tiempo que me incorporé de la silla y caminé unos pasos.
- Puedes quedarte solo, piénsalo.
- Quizá es el precio de sentirse libre.

Había llegado a San Lorenzo en abril del pasado año. Simplemente, no pude mentirme más a mí mismo ni mentir a Carmen a medida que ella y mi madre preparaban una boda sobre la que ni me consultaban. Cuando decidí salir de la hacienda no tenía claro a dónde dirigirme. Recorrí varias ciudades sin quedarme en ellas más de algunos pocos días hasta que me monté en el tren de la costa y fui recorriendo los pueblos uno a uno. No esperaba nada, tan solo mantenía mis sentidos abiertos, mi nariz ansiosa de aromas, mis oídos necesitados de sonidos, mi paladar henchido de nuevos sabores, sin tener que dar explicaciones a cada paso.

Cuando llegué a San Lorenzo supe por instinto que debía quedarme, que allí estaría bien. No me equivoqué. Alquile la casa en la que vivo, una antigua choza de pescadores que había sido remozada y adecentada como vivienda por un maderero argentino que había trabajado por algunos  años en la selva. Mi cartera – esto sí se lo debía agradecer a mi padre y a mi denostada familia- estaba bien repleta y había pasado seis meses dándome la gran vida. Pero, poco a poco, fui integrándome en los parajes, comencé a escribir en el periódico local, gastaba muy poco dinero, empecé a apreciar los atardeceres y a distinguir los trinos de los pájaros, a saber cuál era el del tocororo y cuál el de la bijirita azul, disfrutaba de las conversaciones en la taberna y de las largas lecturas en el salón de mi casa. Hace unos meses que me hace compañía Signore, un Golden retriever de cuatro años al que le encanta correr hacia el mar. Mis remordimientos por lo que mi futura esposa o mis padres pudieran sentir se fueron desvaneciendo, consciente de que debía dar una oportunidad a mi propia vida, de que yo podía vivir como mi corazón lo deseaba.

- Y debes pensar, también, en lo que es correcto. Eres de Martialena, perteneces a aquella tierra, no a esta. Y aquel suelo, aquel sol, aquellos prados te esperan. No puedes fallarles – el coronel comenzaba a inquietarse.
- Lo cierto es que no echo de menos Martialena ni nada de lo que contiene.- contesté serio.
-  ¡No digas tonterías! Uno es de donde nace, lo quiera o no lo quiera. Un inglés es inglés lo desee o no y un chino es chino, lo quiera o no.

- No, coronel. Uno no es de donde nace o de donde se cría.
- ¿Ah, no?
- Ni siquiera de donde le quieren- afirmé rotundo.
- ¿De dónde es uno, entonces? ¿De la luna?
- Uno es de donde no se quiere marchar. 

Venus ya brillaba con intensidad en el cielo. Alumbré los faroles del porche y sentí la satisfacción que me producía el hacerlo.
 



 

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