Sólo la esperanza del retorno se constituye en bálsamo del
dolor de la ausencia. Un anhelo radical, hermosamente vengativo de victoria
sobre la muerte. Todo lo que no suponga la vuelta completa del ser amado, de su
cuerpo, de su abrazo, de su piel cálida es baladí, es insuficiente. No queremos
que regresen luces sutiles e ingrávidas, espíritus volátiles y perfectos, liras
y laúdes mágicos sonando con acordes blanditos y celestiales. Menos queremos aún
que no haya nada, que la tierra lo consuma todo y las cenizas y los recuerdos se hundan en el
mar. No. Lo que anhelamos es el reencuentro con la carne imperfecta de los que
amamos, con esos cuerpos que lo eran todo, asirnos a sus manos, mirarnos en sus
ojos, escuchar su voz, jugar con su cabello y dormirnos abrazados a su cintura, poder
tocar sus llagas, meter nuestros dedos en la herida del costado, limpiar la
sangre seca que hirió a los seres que se nos fueron. Queremos retornar al lugar
exacto en donde nos separamos. Nos lo han leído tantas veces que se nos ha
convertido en una cantinela vacua sin serlo. El evangelio de San Juan empieza
en un jardín, el de Getsemaní, que se sumerge en la sombras de la amargura y la
injusticia. Pero, cuando ya todo parece perdido para siempre, absorbido por las
tinieblas, por los lamentos, por la congoja del tiempo perdido, surge la luz, la
vida nueva, justamente en otro jardín, el de Nicodemo. Aquí lo dejamos, aquí nos volvemos a encontrar; aquí
nos arrancaron nuestra alma, aquí vencemos. Se
recomponen el cuerpo, el jardín, la vida, el hermoso escalofrío de las manos
en contacto. Es un “como decíamos ayer” en el que el tiempo de penalidades
transcurrido ha servido para entender cuánto apreciábamos a nuestros muertos,
cuánto los amamos, qué poco se lo dijimos, cuánto los necesitamos. Para saber
que ahora nada nos separará ya de ellos.
En estos días en que las calles se llenan de ceroferarios, de capirotes, de cíngulos, de cruces de guía y cirineos, de gólgotas y centuriones, de melancolía y nostalgia, es el amor ausente el que nos llama a seguir esperando. Es el saber que hemos cerrado una puerta sólo para abrir otra, que hemos dejado el jardín sólo para regresar a él, que el viernes santo pasará, que la noche acaba y que el domingo de gloria está al caer, justo tras la madrugá que ya se viste de carmines, justo tras este tiempo en que les añoramos tanto.
En estos días en que las calles se llenan de ceroferarios, de capirotes, de cíngulos, de cruces de guía y cirineos, de gólgotas y centuriones, de melancolía y nostalgia, es el amor ausente el que nos llama a seguir esperando. Es el saber que hemos cerrado una puerta sólo para abrir otra, que hemos dejado el jardín sólo para regresar a él, que el viernes santo pasará, que la noche acaba y que el domingo de gloria está al caer, justo tras la madrugá que ya se viste de carmines, justo tras este tiempo en que les añoramos tanto.
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