10/10/15

Encargo para una traductora





  

Angyalka llegó con dos horas de adelanto al aeropuerto de Budapest. El vuelo de Lufthansa, proveniente de Frankfurt, no aterrizaría hasta las tres pero había preferido no correr riesgos. En aquella época del año, con el otoño bien entrado, las lluvias eran frecuentes y los patinazos en la autovía aún más, de modo que con cualquier roce se formaban atascos que podían durar horas. Aparcó su pequeño Nissan en el parking más barato, bastante lejos de la terminal, y tomó el minibús que recorría cada diez o doce minutos el trayecto hasta el edificio principal. Allá, se sentó en la cafetería y pidió un descafeinado. Desde su mesita podía ver sin problemas el gran panel de avisos. Constató que el avión que esperaba estaba en hora. Sacó de su bolso una novela de Magda Szabó y se puso a leer.

Desconocía quién era su cliente, tan sólo le habían comunicado que era español, y no le habían informado con precisión del motivo de su viaje. La agencia de traductores para la que trabajaba apenas le había dado detalles y a ella, sinceramente, tampoco le preocupaban. Lo único importante era que la paga era buena para los dos días de trabajo que el contrato estipulaba. Le fastidiaba, eso sí, tener que desplazarse hasta Szotet, cerca de Mónosbél, una aldea al norte, donde haría un frío terrible y donde los caminos estarían ya embarrados. No había logrado encontrar hotel por la zona pero en la agencia le habían dicho que podría alojarse, junto al cliente, en casa de un paisano del lugar, un tal  Nandor. Por un momento se inquietó al pensar que podría haber algún contratiempo ya que el sábado era la gran comida que había organizado su amiga Agota y no quería perdérsela. Olvidó aquellas dudas enseguida. No había motivo para dudar de que estaría en su casa de la capital ya el mismo jueves.

Una voz monótona a todo volumen la sobresaltó. Intercaló la cubierta sobre la página y cerró el libro. Se anunciaba la llegada del vuelo, así que pagó el café y se colocó frente a la puerta por la cual debían salir los pasajeros. Tomó el pequeño cartelito que había impreso en la agencia con el nombre de su cliente y esperó.

Un hombre, que a primera vista le pareció atractivo, entrado en años para ella -quizá tuviese ya cuarenta-  vestido con una chaqueta algo juvenil y unos pantalones de pana, alzó ligeramente la mano al verla. Debía ser Mateo Randall. Al acercarse, sonrieron y se saludaron con un apretón de manos.

-        Me alegro de conocerte. ¿Puedo tutearte? - dijo Mateo.
-        Sí, por supuesto. Encantada – respondió Angyalka.
-        Apenas tienes acento. Hablas un español estupendo  - afirmó el hombre, con cierta intención de halago. - ¿Has estado en España?
-        No, nunca. Todos mis estudios los he hecho en Budapest.

Él llevaba una pequeña maleta de ruedas que parecía contener sólo un par de mudas y alguna camisa de repuesto. Se veía que calculaba que el viaje fuese corto. Ir hoy y regresar mañana. Mejor así.

-        ¿Ha sido bueno su vuelo?  - se interesó Angyalka.
-    La conexión en Frankfurt ha sido realmente corta. Tuvimos retraso en la salida, en Barcelona, por la niebla y he tenido que correr por los pasillos de la terminal A. Pero, bueno, finalmente he llegado sin novedad.
-        Me alegro. Si le parece…
-        Tutéame – le interrumpió él, obteniendo una sonrisa cortés de ella.
-        De acuerdo, … si te parece  - corrigió -  vamos a ir hasta la oficina de Hertz. La agencia ha alquilado un coche para ir hasta Mónosbél. No debería llevarnos más de tres horas. Son apenas 200 km, pero las carreteras, en buena parte del trayecto, son comarcales. Hemos solicitado un Toyota. ¿Te parece bien?
-        Sí, por supuesto. Pero - él titubeó - no conozco la ruta.
-        ¡Ah! No te preocupes. Yo voy a conducir.

El periférico de la capital estaba despejado, algo inusual, de modo que no tardaron mucho en dejar atrás la silueta de la ciudad que se recortaba contra un sol rojo amapola. Las tardes en Hungría son cortas y, pronto, la carretera se convirtió en un bosque de manchas redondas de luz que se movían las unas contras las otras.

-        En la agencia me han dicho que no es preciso reservar hotel, que dormiremos en una de las granjas del pueblo - dijo ella.
-        Sí, el señor Nandor. Él conoce a la persona con la que debo encontrarme.
-        ¿Negocios? - preguntó Angyalka, procurando no parecer entrometida.
-        No, no… un asunto personal - Mateo calló y giró su rostro hacia la ventanilla, perdiendo su mirada en los campos que se extendían llanos hacia el sur.

Angyalka prefirió no preguntar más. Dejó que el hombre se ensimismara en sus pensamientos y se centró en la conducción. Poco a poco, a medida que se alejaban de Budapest, el tráfico se iba haciendo menos denso y, cuando por fin entraron en las carreteras secundarias, se quedaron prácticamente a solas. El cielo estaba ahora encapotado y amenazaba lluvia. Había luna llena pero apenas se divisaba un tenue resplandor nacarado a través de las nubes. Hablaron de asuntos intrascendentes, del clima, del tráfico, de los toros y del flamenco, de la relación entre el finés y el húngaro, con el sólo interés de hacer más llevadero el camino.

Por fin, ya muy oscuro, llegaron al pueblo. Angyalka paró junto a la primera casa que vio iluminada y descendió del coche. Tocó a la puerta y, al poco, le abrió una señora delgada, que vestía un delantal inusitadamente largo. Hablaron por unos minutos. Mateo vio cómo la mujer movía los brazos e indicaba con sus gestos por dónde debía seguir su conductora.

-        Bien, creo que lo encontraremos rápido - le dijo Angyalka al sentarse de nuevo frente al volante -  No está lejos. Afortunadamente, la mujer conocía a ese señor Nandor.
-        Supongo que aquí se conocen todos.  Esto parece muy pequeño - contestó él.

No fue tan sencillo como ella había imaginado pero, tras un cuarto de hora, encontraron una casa que parecía ajustarse a la descripción que les habían dado. Aparcaron el vehículo junto al granero y bajaron.

La granja era grande. El edificio principal, de dos pisos bajo un techo muy inclinado, tenía todas sus ventanas decoradas con macetas aunque, en esta época del año, ya no quedaban flores. Las luces de varias de las estancias estaban prendidas creando una atmósfera muy agradable a pesar de la humedad y el relente. Frente a la casa, un jardincillo bien cuidado acogía una mesa y un farolillo iluminado que mostraba el camino que llevaba hasta la puerta. Más allá, el granero, amplio y construido íntegramente en madera. A lo lejos, se escuchaban algunos mugidos lo que les dio a entender que debía haber un establo más atrás, hacia el este.

Tocaron dos veces sobre la puerta y escucharon pasos dentro. Un hombre regordete, de nariz ancha y cuello grueso, con anteojos, de pelo canoso y andares lentos, les abrió. Angyalka no  esperó y le dijo algo en húngaro al hombre.  Mateo sólo pudo entender su propio nombre e  imaginó que ella le estaba presentando.

El viejo sonrío y le dijo algo a Mateo que se quedó sorprendido sin saber qué hacer.

-        Dice que eres bienvenido, que ha preparado la cena y que estará feliz de compartirla con nosotros -  tradujo ella.
-        Muchas gracias. Dale por favor las gracias - respondió él, estrechando la mano del hombre y sonriéndole.
-        Dice que ya ha hablado con Alexi, que le encontrará mañana. ¿Quién es Alexi? - preguntó ella extrañada.
-        Es la persona a la que debo ver. Lo he localizado a través de la embajada y, créeme, ha sido complicado. Casi dos años de gestiones. Una pesadilla. Al señor Nandor también le hemos contactado en el consulado.

A Angyalka le hubiese gustado preguntar el porqué de aquel interés, pero recordó la respuesta seca y fría de Mateo en el coche. Calló y volvió a charlar con el propietario de la casa, sin traducir. Mateo supuso que eran frases de cortesía, para quedar bien, que no le interesaban.

-        Son la seis y media. Nos propone que cenemos a las siete. ¿Te viene bien? Dejamos las cosas en las habitaciones y bajamos. Aquí se cena pronto y uno se va a dormir cuando en Budapest aún no ha empezado el noticiero - comentó ella.
-        Sí, perfecto. Dentro de media hora.

Mateo bajó un poco antes. Nandor estaba preparando la mesa y un delicioso aroma llenaba la estancia. Como la lengua era un obstáculo insalvable, la comunicación se limitó a sonrisas y gestos. La sala compartía espacio con el comedor y la cocina. Había colgadas numerosas cabezas disecadas de jabalís, zorros y un par de ciervos, por lo que supuso que su anfitrión era buen cazador. Había útiles de labranza tirados aquí y allá. Casi cada rincón tenía un pequeño tiesto de cerámica colorida y en la chimenea chisporroteaban unos troncos de árbol rodeados de pavesas bailarinas. Mateo se acercó al fuego y adelantó sus manos para que se calentaran. El viejo dijo algo que no entendió pero supuso que le estaría hablando del frío o del otoño. Por fin, bajó la chica. Se había cambiado de ropa y, de pronto, a Mateo le pareció muy atractiva. Si durante el viaje apenas se había fijado en ella, ahora se le antojó que era una mujer realmente hermosa. Quién sabe, quizá las sombras de la hoguera o el aire tibio del salón.

La cena resultó deliciosa aunque más propia de un banquete nupcial que de la frugal colación que Mateo esperaba. El ambiente fue muy agradable a pesar de la lentitud que la forzosa traducción introducía en la conversación.

El plato principal fue un pörkölt digno de reyes. Era lo que había olido Mateo nada más bajar de su cuarto. Un estofado espeso, aderezado con pimentón y cebolla que, según le explicó la chica, se dejaba cocer durante horas en un fuego de leña. De guarnición la galuska y de postre un buen bizcocho horneado por el propio Nandor. Acompañando a los sólidos, varios vasos de pálinka y una gran jarra de cerveza. Mateo habló poco pero la conversación entre sus acompañantes fue alegre e intensa. Cuando el hombre se levantó, ella dijo:

-        Dice que para él ya ha llegado la hora de la cama. Que nos deja aquí con esta botella de pálinka para que podamos hablar en español. Mañana habrá que madrugar. Pero insiste en que hay que vaciarla.

Mateo se levantó y saludó con efusividad exagerada al hombre, le agradeció la cena y le preguntó cuándo podría ver a Alexi.

-        Dice que mañana nos llevará hasta su granja. Debe haber una veintena de kilómetros – explicó Angyalka - Dice que él no le conoce mucho, que es un vecino un poco huraño, pero que te atenderá.

Nandor echó un par de troncos más en el fuego y se retiró silbando una cancioncilla que a Mateo le recordó una nana de su infancia.

-        ¿Otra copita de licor? - preguntó la chica a la vez que, sin esperar respuesta, llenaba los dos vasos.
-        No sé si voy a aguantar. Yo no bebo mucho y esto es fuerte de verdad - protestó él sin convicción.
-        Esto es Hungría. Hay que acostumbrarse. ¿Cómo decís los españoles? Donde fueres, hacer lo que vieres, o algo así.
-        Sí, eso. Venga, pues. Bebamos.

Volvió a sentir la sensación que antes le había asaltado. Una inquietud dulce al mirar a la chica. Su cara era agradable y, sin ser especialmente bella, resultaba sensual e interesante. Por primera vez recorrió con la imaginación la silueta bajo aquel grueso jersey de lana y sus jeans ajustados. Las manos eran delicadas y Mateo llegó a percibir un perfume suave.

-        Tu español es estupendo. Ni me imagino cómo puedes hablar tan bien sin haber vivido en España -  dijo Mateo.
-        Pues yo creo que hablo fatal. Pero, bueno, me defiendo. Compagino los estudios con este trabajo de traductora, bien sea traducciones escritas o, como es el caso, verbales. Estoy contenta. Gano lo suficiente para pagarme los estudios, pagar el apartamento y poder salir los sábados con mis amigos.
-    De veras, hablas fenomenal. Créeme, soy profesor de literatura y sé lo que me digo. Muchos de mis alumnos tiene peor nivel que el tuyo. Además, es aún más admirable siendo tan joven -  Mateo se preguntó si se habría notado mucho que la frase no era inocente.
-        Veinticinco - contestó ella, perfectamente consciente de que él deseaba conocer su edad.
-       Me alegro de haberte conocido. - levanto el vasito para brindar con ella - Si alguna vez vas a Barcelona, no dudes en llamarme.
-       Sí, me gustaría - contestó la chica al tiempo que bebía un sorbo de pálinka y bajaba la mirada.
-        ¿Pasa algo? – preguntó él, intuyendo que había dicho algo inapropiado.
-        No, no, qué va.
-        Me ha parecido que te he molestado.
-        No, no lo creas, es sólo que….
-        Qué…. - él la miró fijamente.
-    Que nunca he salido de Hungría, que me gustaría ver mundo pero que nunca podré pagármelo… y eso me desespera. - lo soltó todo rápido, manteniéndole la mirada, como si hubiese decidido que a él podía contárselo, ayudada en su temeridad por la graduación del licor.
-    Eres muy joven, Angyalka. Acabas de empezar. Seguro que lograrás, si no todos tus sueños, algunos. Es más, llegarán sueños que hoy ni sabes que van a existir. Nos pasa a todos en la vida. - se dio cuenta que parecía un cura o, peor, su padre, y se odió a sí mismo por eso.
-        Ya, ya… pero no es lo mismo vivir aquí que en España, o en Francia o en Alemania. Allí tenéis más oportunidades.
-        Anda ya, no digas tonterías, si tenemos más paro que en todo el resto de Europa junta. -  le sonrió.
-        No sé. Me paso los fines de semana bebiendo y charlando de tonterías. Yo he nacido para ver el mundo, para viajar a Nueva York, no a esta aldea llena de vacas.
-        Pues a mí, esto me parece precioso. De veras, precioso.
-        Sí, ya sé, has venido para conocer la campiña húngara - dijo con sorna ella.
-        No, reconozco que no - fue ella ahora la que levanto el vasito para brindar.
-        Me tienes intrigada. Un español perdido en el fin del mundo. Da para imaginar. ¿Un tesoro? ¿una promesa? - ella río abiertamente.
-        Algo personal.
-        ¿Profesor de literatura? ¿Escribir una novela, quizá? - preguntó ella.

Mateo habría jurado el día anterior que no contaría a nadie el motivo de su viaje pero de pronto sintió que a ella sí podía contárselo.

-        Mi abuelo – dijo, bajando la voz.
-        ¿Tu abuelo es húngaro? – preguntó ella.
-        No, no, catalán de toda la vida. Es largo de contar.

Ella miró a la botella que brillaba contra el reflejo del fuego. Recorrió con su dedo el cristal desde el fondo hasta donde había licor. Más de un palmo de aguardiente.

-        Bueno, hay tiempo. Aún queda más de media botella -  murmuró.
-        Vamos a acabar borrachos perdidos - protestó él.
-        ¿Te importa? -  ella se inclinó hacia él.

Él se tomó el vaso de un golpe, contestando así y afirmando que no sólo no le importaba sino que hasta deseaba emborracharse.

-        Mira, hace dos años no sabía dónde estaba Hungría. Es un decir, claro que sabía dónde estaba pero ni me importaba el país ni era un destino turístico que me atrajera.
-        ¿Ves? ¿Ves por qué quiero salir?
-        ¡No!, no saques mis palabras de contexto. Sabes lo que quiero decir. El caso es que Hungría era ajena a mis preocupaciones hasta el día que murió mi abuelo.
-        Lo siento.
-       Noventa y cinco años. Era ya su hora. Créeme, mi abuelo era la persona a la que más he querido en este mundo, por encima de mis padres incluso. Le recuerdo a mi lado desde siempre, desde que mis memorias alcanzan, contándome historias, cada una más maravillosa, leyéndome libros, acompañándome a la escuela, o al parque, enseñándome el mundo. Dicen que soy un poco soñador y no me extraña porque mi abuelo siempre creaba una aventura para cada cosa que hacíamos. Si íbamos al cine, se inventaba un contexto para que la película me pareciera más interesante; si me gusta la música es porque él me contaba historias, seguramente inventadas, sobre los compositores, sobre un violinista que se había fugado con una tiple o sobre el pianista manco que, aun así, podía interpretar cualquier sonata. Antes de leer una novela, él sacaba de la chistera un enigma que hacía que yo devorara el libro; así en todo. Él me enseñó el mundo y, sobre todo, me hizo apreciarlo. Fue a él a quién le conté mis primeros amores y mis primeras decepciones. Le quería mucho.

Angyalka se limitó a mirarle y a rellenar las copas. Respetó las pausas de Mateo y acompañó sus congojas.

-        Mi abuelo era un hombre de negocios, además. El único que hemos tenido en la familia. Hizo dinero, sí, y es gracias a él que todavía tenemos una situación holgada porque, de otro modo, con mi sueldo de profesor no me daría para mucho. Había viajado y me hizo conocer el mundo a través de sus recuerdos y de su imaginación.
-        Yo no recuerdo apenas a mis abuelos. -  dijo la chica.
-        Cuando murió fue un duro golpe para mí. Me había separado hacía dos años y me dio por visitar el apartamento donde él vivía para sentarme allá, en penumbra, y recordar los buenos tiempos. Una tarde me puse a abrir cajones y encontré, escondidas tras un doble fondo, un diario.
-        Que, por supuesto, leíste - interrumpió ella.
-        Que, por supuesto, leí - confirmó él. - La mayor parte eran sucesos que yo conocía pero, hacia la mitad, había muchas páginas sobre un viaje a Hungría. Cosas que yo jamás había escuchado y que me intrigaron porque mi abuelo me lo contaba todo… todo, menos aquello. Al parecer, pasó un tiempo aquí, haciendo negocios, muy buenos negocios. Hablaba de cómo consiguió hacer su mejor transacción en el norte de Hungría, un contrato millonario, y mencionaba a un tal Alexi. Al principio, no le di mucha importancia pero aquellas páginas de diario se me quedaron, por algún motivo, grabadas. Comencé a leer sobre esta zona y se me antojó difícil poder cerrar un gran negocio en estos pueblos pequeños. Hablaba de Alexi como un gran amigo que ya no lo era.
-        Y la curiosidad te fue ganando.
-        Eso es. Al cabo de dos semanas, estaba decidido a conocer aquel capítulo de la historia de mi abuelo, de saber quién era Alexi y de visitar el lugar que tanto éxito al parecer le había ofrecido. Contacté con la embajada y contraté a un detective que pudo ubicar al tal Alexi y a Nandor.
-        Y aquí estás - ella le sonrió abiertamente.
-        Y aquí estoy…. Encantado, además…  aunque no sé si es por mi abuelo…
-   Empiezo a escuchar los motores de los bombarderos en mi cabeza y el techo está empezando a girar - hizo una pausa mientras  le lanzaba una sonrisa cómplice - hay que levantarse a las seis… habrá que dormir, ¿no?
-        ¿Una última copita? - preguntó él.
-        Encantada.

Les despertó el ruido que Nandor hacía en el exterior. Aún estaba oscuro. Mateo miró el reloj y eran las cinco y cuarto. Extendió su mano por entre las sábanas preguntándose si realmente había habido una posibilidad de hechizo o había sido sólo un espejismo creado por el alcohol. Mejor que estuviera solo, pensó, pero su estómago y su pecho negaron que eso fuese mejor. Algo en lo que se reafirmó cuando la vio bajar para desayunar. Se preguntó cómo sería despertarse junto a ella.

Nandor sirvió panceta, májkrém y pan con aceite y paprika. Mateo no se atrevió a preguntar si había leche, café o un bollo. El viejo y la joven parecían muy a gusto. A las siete ya estaban en camino. Marchaban en un carro de cuatro ruedas tirado por un percherón al que los gritos de ánimo de Nandor no alteraban el paso. El camino, angosto para el vehículo, discurría paralelo a un riachuelo bastante caudaloso que, a ratos, desaparecía entre rocas cubiertas de raíces. Cruzaron un bosquecillo lleno de tilos y de trinos que a Mateo le resultaron irreconocibles. El cielo se había despejado en parte y las nubes iban dejando espacio a un azul intenso. Un aroma a hogueras y musgo impregnaba el ambiente.

-        Se hace carbón por esta zona - explicó Nandor - Precisamente, Alexi se dedica a eso.

La mente de Mateo no acababa de comprender qué podía haber llevado a su abuelo hasta aquella remota zona del noreste de Hungría ni cómo el tal Alexi podía haber hecho negocios con él.

Por fin, una media hora después, avistaron una cabaña. Delante, un hombre se afanaba en rellenar un pequeño horno de barro.

-        Ese es Alexi  -  dijo el viejo - Imagino que tenéis de qué hablar. Yo iré a cazar y volveré a media mañana.

Alexi era un viejo enjuto, flaco y alto, que aparentaba casi tanta edad como su abuelo, casi calvo del todo, nariz aguileña y orejas pequeñas. Iba vestido de manera muy humilde y sus zapatos estaban manchados de carbón. Una pipa rústica caía de la comisura derecha de sus labios. Mateo pensó que bien podría haber conocido a su abuelo porque coincidían las edades.

Las presentaciones fueron breves y Nandor se las apañó para desaparecer lo más pronto posible. Angyalka le explicó brevemente a Alexi el motivo de la visita de Mateo pero el viejo permaneció callado. Se sentó sobre un tocón y fumó tranquilamente.

-        Pregúntale si recuerda a mi abuelo  - pidió Mateo a Angyalka.

Pero Alexi no respondió.

-        Parece que no quiere hablar - dijo la chica.
-        ¿Seguro que te entiende? - preguntó él.
-        ¿Qué crees que habló? ¿Mandarín? - le respondió sin sentirse molesta.
-     Insiste por favor - rogó Mateo. - háblale de la admiración y el amor que tenía por mi abuelo.

Ella así lo hizo. El viejo les miró lentamente, como si estuviese evaluando la situación. Tomó un poco del pan que llevaba en el macuto y comió. Por fin, habló.

-        Pregunta si estás seguro de querer conocer qué hizo tu abuelo aquí -  tradujo Angyalka.
-        ¡Pues claro!, a eso he venido - repuso él impaciente.

Y el viejo comenzó a hablar. Despacio, sin aspavientos, comedidamente, como si pasará por tres filtros cada palabra que dijera.

-        ¿Qué dice? – Mateo no podía esperar.
-       Deja que hable -  pidió ella - poco a poco, dale tiempo y dame tiempo para que le entienda.
-        De acuerdo.

El viento era frío aquella mañana y la voz de Alexi parecía acompañar el frufrú del aire al volar entre las ramas de los robles cercanos. Mateo miraba a Angyalka con atención y anhelo. La notaba preocupada.

-        Por Dios, me tienes en vilo -  le murmuró.
-        Dice  que conoció bien a tu abuelo, que vino aquí para hacer negocios - repuso ella en voz baja para evitar interrumpir al viejo.
-        Eso ya lo sé. ¿Pero qué tipo de negocios?
-        Madereros, ha dicho.
-        ¿Cómo se entendían? Pregúntale cómo se entendían. -  inquirió Mateo.
-        Ya lo dirá. Tranquilo. Deja que hable. Ahora te cuento lo básico y luego te explico mejor. Para no cortarle.
-        Pero dime algo.
-        Tu abuelo vino aquí, a comprar madera. Vino con una traductora…
-        ¿Un amor secreto de mi abuelo, acaso? – preguntó él.
-        No, una traductora. Como nosotros, vamos - siguió ella -, vino y contrató a Alexi para que le explicara dónde poder encontrar la mejor madera, la de más calidad, para poder venderla en toda Europa.
-        Sigue, por favor.
-        Los habitantes de la zona se ilusionaron. Tu abuelo les podía sacar de la miseria, les podía vender su madera en todo el mundo.
-        ¡Ese era mi abuelo! - hizo un gesto de asentimiento.

El viejo siguió hablando un buen rato.

-        Pero tradúceme, apenas me traduces - protestó Mateo -, el viejo habla y habla y tú apenas me dices cuatro cosas. ¿Qué te pasa?
-        Nada, no me pasa nada, pero Alexi se repite, se contradice…. Es difícil seguirle. Tienes que comprenderlo, es muy anciano. Y ahora calla, por favor, si seguimos cuchicheando va a dejar de hablar.

Mateo aceptó esperar a que la entrevista acabara para que Angyalka le contara con más detalle todo. Tenía razón. Si le interrumpían con la traducción, Alexi se olvidaría de la historia, se le iría la mente a otro lugar, ya se sabe cómo tienen la cabeza los viejos.

Angyalka permaneció muy seria todo el rato. Una verdadera profesional, pensó Mateo. Ni una risa, ni un comentario, sólo escuchaba al hombre para poder luego, dedujo el español, poder relatarle toda la historia con el mayor detalle posible.

De pronto, el viejo calló. Como si su memoria se hubiera desconectado. Sus ojos se fijaron en los gansos del río, se levantó y se fue. Ellos dos le siguieron.

-        Dile que te cuente más cosas – insistió Mateo.
-        Ya lo he hecho. Tiene casi cien años, ¿Qué quieres que haga? Bastante ha hablado ya, ¿no te parece?
-        No sé, supongo que sí.

En ese momento apareció Nandor. Apenas hablaron. Se entendieron con la mirada. Alexi ni siquiera volvió la cabeza cuando montaron en el carromato. Siguió ensimismado en sus gansos y no les prestó atención cuando se alejaron por el camino entre los tilos.

-        Cuéntame, anda, cuéntame - le urgió cuando dejaron de ver la cabaña de Alexi.
-        Luego, cuando lleguemos al coche. Ahora tengo que ser cortés con Nandor - se escabulló ella.

Mateo conjeturó  durante todo el camino sobre lo que habría dicho Alexi. Notaba preocupada a Angyalka y le extrañaba lo esquiva que se mostraba. Se aguantó. Llegarían pronto a la granja de Nandor y tendría tres horas, hasta llegar al aeropuerto, para que ella le contara con detalle toda la conversación.

Se despidieron de Nandor con un abrazo y él le apretó las manos mientras le decía algo en húngaro.

-        ¿Qué me ha dicho? - preguntó Mateo.
-        Que el futuro es lo que importa - tradujo la chica.
-        Sí, claro. Dale las gracias por todo.

El Toyota zigzagueo por la pista hasta llegar a la carretera donde ya podía ir a sesenta o setenta kilómetros por hora.

-      Bueno, ahora sí – habló Mateo - soy todo oídos. Cuéntame con detalle. Tenemos tres horas.
-        Me temo que te va a decepcionar -  ella no dejó de mirar al frente - se ha pasado todo el rato repitiendo lo mismo. Supongo que su memoria es ya muy débil.
-        ¡Anda ya! Si se ha pasado casi una hora hablando, no me vas a decir que no ha dicho nada. - él estaba molesto.
-        Pero es así, Mateo. Ha contado que tu abuelo llegó a estos pueblos en el año cincuenta y seis. Por entonces, la zona era muy pobre y la economía de la región se basaba en una agricultura y una ganadería rústica. Tu abuelo llegó hablando de grandes negocios, de que la madera de los bosques era la mejor que había visto nunca, que serviría para hacer muebles magníficos, que bien llevado el asunto, podría dar trabajo, ocupación y salario a los habitantes por muchos años. Alexi ha dicho que se trajo una traductora de Budapest – fíjate, como yo- pero que su relación era estrictamente profesional. Alexi le ayudó a catalogar cada bosque, cada hacienda, cada granja. Se hicieron amigos. Pero eso ya lo sabes, lo tenía escrito tu abuelo en su diario.
-        Sí, todo eso coincide…. Pero ¿qué más? Sobre todo me interesa saber de la vida de mi abuelo, de cómo era.
-        Pues de eso no ha contado nada. Sólo que finalmente, el negocio no fue bien, que las ilusiones se esfumaron y que tu abuelo regresó a España. Y que nunca lo volvió a ver.
-        Eso me extraña -  él la miró y la encontró hermosa mientras conducía - porque en el diario ponía que los beneficios fueron importantes.
-        No lo sé, Mateo - claramente, ella no quería discutir. Se le notaba muy cansada -, sólo puedo decirte lo que me ha dicho. Luego, se ha repetido mil veces.

Llegaron al aeropuerto justo a tiempo. El avión de Mateo salía en hora y media. Debía apresurarse.

-        Siento que no hayas obtenido más información - se disculpó ella.
-   Qué se le va a hacer. Admito que regreso desilusionado pero era una apuesta muy arriesgada. Al menos, sé que mi abuelo hizo buenos amigos en Hungría, que intentó sacar de la pobreza a mucha gente. Eso es bonito, ¿no?
-        Sí, claro que sí – ella bajó la cabeza y le agarró las manos - cuídate, anda.
-        Y tú. Cuídate tú también. Tienes una vida de éxitos por delante. -  él dudo si quedarse en las palabras. Su sentido común detuvo cualquier otro sentimiento.
-        Recuerda lo que nos dijo Nandor al despedirse. El futuro es lo que importa. - ella le miró dulcemente - eres un buen hombre. Busca tu futuro.
-     Gracias, Angyalka. Espero que nos veamos algún día. Prométeme que vendrás a Barcelona.
-        Qué más quisiera - repuso ella.

Cuando él ya llegaba al control de seguridad, se volvió y la saludó con la mano.

-        Gracias por ayudarme a encontrar mi pasado – gritó él desde la fila.

Angyalka arrancó su pequeño coche y se dirigió a su apartamento. Sólo quería tumbarse en la cama y tomarse una botella de brandy. Estaba anocheciendo y eso no ayudaba a sobreponerse. ¿Había hecho lo mejor? Se lo preguntaba una y otra vez. “Gracias por ayudarme a encontrar mi pasado”, le había gritado él sin saber cuán equivocado estaba. Le había traicionado en lo profesional, pero no podía hacer otra cosa. La velada junto a la botella de pálinka había sido muy hermosa. ¿Sería así amar, confiar en alguien? Sí, le había traicionado pero qué podía hacer sino traicionarle para salvarle, para que la noche en la casa de Nandor fuese un recuerdo maravilloso, tan maravilloso como lo sería siempre para ella.

Justo cuando cruzaba el puente sobre el Danubio, le vinieron a la mente nuevamente algunas de las palabras de Alexi, algunas de las que no había traducido, las que no pudo contar a Mateo, de las que protegían su pasado idealizado.

El abuelo de este señor nos engañó a todos, a mí sobre todo. Nos engatusó con sueños y riquezas para que le mostráramos nuestros bosques y nuestros robles. Luego, maquinó con el gobierno para comprar todo por una miseria. Taló los árboles sin misericordia a cambio de una limosna. Él se hizo rico, nosotros necesitamos años para salir del hambre. ¿De veras quiere saber quién era su abuelo?

Entró en el apartamento, cogió la botella y decidió que no pasaría por la agencia a recoger la paga. No la merecía.





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