23/8/18

Sin diálogos






Comenzó a escribir de adolescente, en parte por el influjo del hermano Efrén, el salesiano que en clase de literatura de sexto les pedía una redacción cada viernes y, en parte, porque comprobó que sus cuentos y sus ripios tenían cierta influencia en Nuria, quince años, alumna del María de la Asunción, al otro lado del barrio. Ahora, ya de viejo, pensaba que la hubiera amado siempre si es que ella, finalmente, no hubiera preferido tontear con un imbécil, jugador del equipo de balonmano del colegio qué tenía gran éxito entre las jovencitas. El caso es que se lio con el otro chicho y a él le quedó la afición a las letras, en parte por rutina, en parte como despecho pues no fueron pocas las cuartillas que llenó despotricando contra su perdido amor.

La vida le dio un trabajo que le permitió costearse casa, coche, vacaciones, muchas cajetillas de tabaco, algún que otro brandy, y unos cuantos vicios, pero no le fueron concedidos ni esposa ni hijos, algo que le atormentó bastantes años hasta que, cumplidos ya los cincuenta, simplemente se olvidó de ello.

A ratos libres había continuado escribiendo toda su vida. Decenas de relatos, cuatro novelas y dos poemarios que revisaba una y otra vez. Fueron muchas las veces que intentó publicar cualquiera de sus trabajos y, aparte de un premio literario de un pequeño pueblo de Castellón dotado con 400 pesetas de premio, nunca consiguió que su literatura viera la luz. Si de algo podía vanagloriarse, no obstante, era de su perseverancia. Tras tantos fracasos, cualquier otro hubiese concluido que o bien no tenía suerte o bien sus escritos no poseían la calidad suficiente para merecer la atención de una editorial. Él no, él se había mantenido optimista y enviaba una y otra vez, siempre en muy bien embaladas carpetas, sus manuscritos a los editores obteniendo, en el mejor de los casos, una carta de agradecimiento o una políticamente correcta negativa.

Fue el diez de agosto, lo recordaba bien, cuando notó por primera vez aquel extraño evento. Fiel a su vida, pensó en enviar el original de su novela “Las dudas del pulpo” (una historia sobre un misógino, experto en inventar razones que justificaban su escasa empatía social) a una nueva editorial, “Serrano Hermanos Pub.” de la que no había oído hablar con anterioridad. Como siempre que lo intentaba, comenzó a releer el texto. Siempre corregía algún detalle, modificaba alguna frase o adecuaba un párrafo al habla actual porque con el paso de los años algunas expresiones sonaban en desuso. Hacia la décima página, donde los diálogos entre dos de los protagonistas comenzaban, se sobresaltó. Faltaba una línea de cada dos como media, había espacios en blanco, como si alguien hubiera borrado frases. Tras el sobresalto inicial se percató de que lo que había desaparecido era el diálogo de uno de los personajes, en concreto el de Adela. Voló sobre el resto de páginas y en todas las partes sucedía lo mismo. Adela había desaparecido. Intentó recordar si, en algún anterior intento de publicación, había comenzado a borrar ese diálogo para sustituirlo por otro más imaginativo pero se convenció de que nunca había hecho eso y, además, los espacios estaban pulcramente en blanco, sin borrones ni marcas, como si nunca hubiesen sido escritos. Pensó, como única solución posible, en un boicot o una broma pesada pero en aquel apartamento entraban sólo él y la señora Eugenia, la asistenta que le limpiaba el piso dos días por semana y que, amén de estar fuera de toda sospecha, no sería capaz siquiera de imaginar este tipo de chanzas. Era extraño, muy extraño, y lo peor era que no recordaba los diálogos de Adela. No tenía copias guardadas. Si quería rehacer la novela debería llamar a alguna de las editoriales y rogarles que le reenviaran la prueba pero estaba convencido que sería improbable conseguirlo porque destruían sistemáticamente el material no seleccionado. A medio camino entre el temor y la rabia, aquella noche apenas durmió.

Durante las semanas siguientes, con paciencia, fue reescribiendo nuevos diálogos. Sin duda, eran distintos a los originales que apenas recordaba pero valiéndose de contexto y de las respuestas o preguntas de los otros personajes, llegó a escribir algo que le pareció aceptable.

Pasadas las navidades, su corazón dio un vuelco. Casi por casualidad, volvió a tomar la novela y comprobó estupefacto que el diálogo de Adela había vuelto a desaparecer. Presa del nerviosismo y de la incertidumbre, tomó de los cajones las otras novelas y los cuentos. En la mayoría de ellos faltaban diálogos. No era sólo Adela en “Las dudas del pulpo”. Faltaban también los de Manuel en “Sobre la ciudad que habito”; Rufino y Engracia en “Cuando fuimos emigrantes” (y hay que decir que en este caso, la ruina era total porque el diálogo de ambos protagonistas representaba más del sesenta por ciento del texto); John Gardson en “El rastro de sangre que no existió”, el thriller del que tan orgulloso estaba, así como los de muchos caracteres en varios de sus relatos.

Dejó caer el pitillo que llevaba entre sus manos temblorosas y, al ver que comenzaba a ennegrecer la alfombra, lo apagó con su pie. Aquello no podía estar ocurriendo. No era él hombre dado a creer en fantasmas o efectos paranormales. Allí había algún infecto ser (curiosamente, su mente enfocó el rostro del defensa de balonmano que le había robado a Nuria; lo que son las cosas del subconsciente) que le estaba gastando una broma o que se estaba vengando por algo que desconocía. Pensó en llamar a la policía pero, tras unos minutos, abandonó la idea. Podía imaginar la cara de los agentes al escuchar que un tipo decía que sus novelas sufrían una especie de poltergeist en sus párrafos. Le tomarían por loco de remate y, si acaso lograba interponer le denuncia, no sería investigada. No, debía descubrir el origen de aquella farsa él mismo. Cómo, no lo sabía. Se sentó en el sillón de la esquina, bajo la lámpara de pie y el retrato de su bisabuelo Germán y esperó a que las ideas le llegaran, como cuando quería escribir. Quizá un médico, un psiquiatra, debería ayudarle. - pensó.

No fueron horas de musas benefactoras y poco se le ocurrió, pero llegó a la conclusión de que si alguien estaba jugueteando con sus obras debía hacerlo cuando él no estaba en casa. No parecía que borraran nada, así que probablemente hacían una copia de sus escritos, la pasaban al ordenador y luego la editaban para suprimir los diálogos. Sí, era una pesada encerrona de alguien, aunque no llegaba a imaginar quién pudiera ser tan infame.

Dio comienzo a su plan el último día de enero. Como cada día, fingió salir a pasear a la hora habitual pero, en vez de hacerlo, volvió a entrar por el garaje. Se escondió tras el cortinón del balcón y esperó. Sabía que debía tener paciencia y que aquellas intromisiones debían ser esporádicas. Aquella mañana nada ocurrió pero él perseveró y repitió la acción cada mañana.

Ocho días después, medio adormilado tras las cortinas, sintió un movimiento que no supo ubicar. Miró discretamente y no vio nada cerca de la puerta ni de las ventanas. Escuchó con más atención y el murmullo se repitió. Alguien hablaba. Era un hombre y aunque lo hacía en muy baja voz, estaba seguro de que alguien había entrado en la habitación. Tuvo miedo porque debía tratarse de un profesional que se había colado en la estancia de tan sigilosa forma.

Afinó el oído intentando entender qué decía aunque le parecía extraño que un delincuente se pusiera a hablar en medio de un atraco. Quizá pedía instrucciones por teléfono a otro compinche.

-        No puedo seguir así. Me voy – atinó, por fin, a escuchar.

 En un arranque de valor que le desconcertó porque no era él precisamente un hombre decidido, salió de detrás de su escondite y se plantó en medio de la sala. Quedó mudo de asombro. Allí, junto al escritorio, había una presencia, que más que ser de carne y hueso, parecía uno de esos hologramas que salen en los cines, un tipo joven vestido a la usanza de los neoyorkinos de los años cincuenta, sombrero a lo Sinatra y pantalones anchos con vuelta en el dobladillo.

-        ¿Quién eres? – notó que su miedo era compartido por el ser que, también temblaba.

Pasaron unos largos segundos hasta que aquella cosa, espíritu o muerto redivivo, contestó:

-        Lo siento. No queríamos hacerte esto. Pero, compréndelo… tantos años.

En su mente comenzó a abrirse una idea, alocada, imposible, estrafalaria. Aquel hombre, o cosa, o espectro, o muerto redivivo, se parecía extraordinariamente a Hugh Anderson, el periodista que ayudaba al detective Gardson en “El rastro de sangre que no existió”. Sí, lo recordaba bien. El mismo sombrero, la misma expresión infantil que tan bien había logrado describir en el capítulo sexto, el mismo traje, su mano en el bolsillo aun cuando la situación no era para tenerla allá, su dudar pusilánime.

-        ¿Anderson? – titubeó.

-        Yo mismo. – el espectro, o cosa, o muerto redivivo, pareció tranquilizarse al ver que era reconocido.

-        ¿Hugh Anderson? ¿Mi personaje?

-        Sí, yo soy. Y aprovecho para darte las gracias por haberme creado.

Se dio la vuelta esperando que desapareciera aquella cosa, o muerto redivivo, o espíritu, y que todo fuese un sueño. Quizá habían llenado el ambiente con alguna sustancia alucinógena. Abrió la ventana en un reflejo instintivo. Pero allá seguí la cosa.

-        Entiendo que estés desconcertado. Pero es que no podemos perder más nuestra vida.

-        ¿Perder vuestra vida? ¿qué vida? ¡No existes! – le gritó más por dominar sus nervios que por ira.

-        ¿Te parece que nos sentemos?

Comenzaba a entrar en el juego, como si la cosa fuese una persona real. Apenas ya veía la luz cenicienta que rodeaba la figura. Se sentó sin dejar de mirar al espectro.

-        Hemos intentado que no te dieras cuenta pero han sido tantas las deserciones que, al final, no ha podido ser. Y, no creas, lo sentimos de veras. Al cabo, tú nos has creado y te debemos gratitud pero también tenemos derecho a vivir nuestra vida.

-        De locos, esto es de locos- le interrumpió-. Me estoy volviendo loco. Eso es, he comido algo mal que me afecta al entendimiento. O, qué se yo, quizá padezco la misma enfermedad que mi abuela materna, que acabó la pobre en un manicomio.

-        No, no estás loco. Deja que te explique- la figura se acercó al bar, llenó una copa con brandy y se la dejó en la mesita-, anda, bebe mientras te explico.

Aceptó sumisamente la propuesta y lo cierto es que el licor le tranquilizó.

-        Tú has creado tus novelas, han salido de tu cerebro y nosotros somos, digámoslo así, tus hijos. Sin ti, no seriamos. He de decirte que todos nosotros te estamos agradecidos y que pensamos que eres un excelente escritor a pesar de que no hayas, que no hayamos tenido suerte.

Aquellas palabras le agradaron y le convencieron de que todo eran alucinaciones de su propia mente. Tras tantos años de rechazo por parte de las editoriales, sólo el mismo podía pensar que era un buen escritor.

El personaje prosiguió:

-        Sí, los escritores nos creáis a los personajes y nosotros llegamos al mundo decididos a vivir plenamente la vida que habéis imaginado para nosotros, sea esta cual sea. De héroe o asesino, bueno o malo, valiente o cobarde, tanto da, deseamos ser y ejercer como nos habéis pensado. Yo mismo, por ejemplo, anhelo ser ese periodista tímido y débil que, por el azar del mundo, vive intensas aventuras junto al inspector Gardson.

-        Cuyos diálogos han desaparecido también- terció, antes de beber otro sorbo de brandy.

-        Por la misma razón. Porque él estaba también deseando vivir las aventuras que tú imaginaste.

-        Pero, ¿qué sandeces dices? ¿Cómo va a vivir un personaje la vida? Tú estás aquí, en esta aburrida ciudad de provincias, no en el Nueva York de los años cincuenta.

-        Y por eso me atormento. Porque yo nací para ser neoyorkino, para detener al clan de los Hooffman, para que me hieran en el hombro mientras ayudo a Gardson. Justo como tú lo imagínate. Justo y exactamente así. Y, si así no puede ser, lo más parecido posible. Y si no es posible que sea parecido, cualquier historia al menos. Pero, ser.

-        Aire, necesito aire. Aquí hay opio o alguna droga- se levantó y abrió el ventanal.

-        Los escritores no sois conscientes de ello – prosiguió la figura- pero los personajes que creáis estamos obligados a vivir las cuitas para las que hemos sido creados y sólo podemos hacerlo en la mente y la imaginación de los lectores. Cada vez que alguien lee el texto, cada vez que nos piensa, que nos ve en su cabeza, vivimos y cumplimos con nuestra tarea en el mundo y la historia. Y, para eso, debes comprenderlo, tenemos que estar accesibles a los lectores, estar en las bibliotecas, en las librerías, qué sé yo, en los ordenadores de mucha gente. Tenemos que ser leídos, imperativamente, necesariamente.

Comenzaba a caer la tarde y las ventanas de los edificios comenzaban a pintarse con cuadraditos de luz. Llovería, la humedad era evidente.

-        ¿Pero qué nos ha ocurrido a nosotros? Nunca has publicado. Ciertamente, no por falta de valía. Ha sido sólo mala suerte o que no has logrado ningún enchufe en las editoriales porque en esto, como en todo, las amistades y estar en el sitio adecuado cuentan mucho. Hemos sido pacientes, hemos esperado durante años, encerrados en esos originales. Cada vez que nos enviabas a un concurso o a una empresa, nos llenábamos de ilusión, de esperanza pero, para tu desgracia y nuestro pesar, nunca acabamos de nacer, de salir al mundo. Nos sentíamos muertos en vida, presos sin barrotes, exiliados en lo desconocido.

Un día, uno de nosotros ya no pudo aguantarlo más y escapó. Sería complicado explicarte los detalles técnicos pero es posible hacerlo, los personajes podemos salirnos del libro que nos contiene, escapar a otro texto, saltar a la imaginación de otro escritor. Porque, como tú, como todos, necesitamos vivir. Lamentablemente, al hacerlo, desaparecemos de donde estábamos. Al igual que sucede con los seres de carne y hueso, no podemos estar en dos sitios a la vez. Mira Gardson, por ejemplo, ahora ejerce de inspector jefe en la comisaria de Hollow Square, en un caso de corrupción de funcionarios. Una novela de un tal Iñaki Otxotorena, una nueva promesa según dicen. Gardson me asegura que él prefiere “El rastro de sangre que no existió”, más intriga, más tensión narrativa, pero tiene que vivir, tiene que realizarse como personaje, y menos da estar encerrado en un libro que no lee nadie.

-        No sé si estoy loco o los locos sois vosotros. – cerró la ventana, resignado a escuchar toda aquella extravagancia.

-        O Rufino y Engracia. No pudieron emigrar en la imaginación de tus lectores pero lo han hecho en la obra de otro escritor, un hondureño afincado en Galicia. Han cumplido con su destino, emigrando a Argentina en una historia de afrentas familiares y herencias mal repartidas. Y, a pesar de que hubiesen preferido realizarse en tu “Cuando fuimos emigrantes”, en esa Francia del sur que tan bien describías, han tenido que quedarse con lo que la vida les ha dado tras huir de tu novela, porque ya no podían aguantar más ese quedarse en la nada del anonimato.

-        ¿Y tú? – le miró fijamente, con tristeza.

-        Me voy también. A lo desconocido. Créeme cuando te digo que no tengo nada aún. Me han hablado de una novela de periodistas en una guerra africana. Un papel secundario, nada semejante al protagonismo que tú habías creado para mí, pero más vale un cameo en una novela publicada que un papel estelar en un libro desconocido. ¿Nos entiendes? Al menos, perdónanos y sabe que te estaremos siempre agradecidos por habernos imaginado.

Se despertó bañado en sudor. El salón estaba como de costumbre. Se alivió, pensó que todo había sido un sueño pero al ver la copa de brandy vacía y sus novelas abiertas sobre el escritorio, supo que había sido real. Se levantó lentamente y observó las páginas. Había ya más zonas en blanco que escritas.

Sonrió. Se sentía tranquilo, contento. No había conseguido publicar pero sus personajes vivían y sentían, anhelaban y serían eternos.

Se sirvió otra copa y se acercó a la ventana. Era noche cerrada. Vio que eran más de las tres de la madrugada y las fachadas de los edificios estaban oscuras. Abajo, una farola amarillenta alumbraba la esquina. Una mujer le miraba y se saludó con la mano. Por sus vestidos y su forma de hacerlo, supo que era Adela. Le saludó y le lanzó un beso, deseándole lo mejor.



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