Se vuelca en el trabajo pero lo hace de manera mecánica, sin
la ilusión que antes le impulsaba. Desde que ella le dejó, es su única forma de
dejar pasar el tiempo porque de eso se trata, de dejar que los meses fluyan
lentos y aburridos, como el agua medio encharcada de esos arroyos sin
pendiente, casi secos en verano. Del mismo modo que esas aguas se llenan de
algas y de bacterias contaminadas, sin la aireación que produce la velocidad de
la vida, su corazón se ha enverdecido, enmohecido.
A veces, cada dos o tres meses, quedan para comer, o cenar,
o tomar un café. Siempre le sorprende lo difícil que es el reencuentro. Porque
el tiempo no significa olvido, sino pereza. Pereza de volver a ilusionarse
sabiendo que el final triste es inevitable; pereza de repetir el ciclo; pereza
de encontrarse sabiendo que habrá una despedida; pereza de desempolvar
sentimientos que ha costado tanto guardar en el armario; pereza de salir del frío
y la inactividad del invierno para entrar en el verano. Es como cuando, llegado
abril, uno tiene que vaciar el armario de abrigos, jerséis de lana y zapatos de
goma para meter las camisas de lino, los pantalones claros, los náuticos y los
polos con reptil en el corazón. Es una tarea que se antoja descomunal y uno
pagaría porque el invierno permaneciera.
-
¿Quedamos para cenar? – pregunta ella al otro
lado del auricular- ¿Hace siglos que no nos vemos?
-
Sí, claro. Ya sabes que sí- responde él con
pereza, pensando un “será porque tú lo quisiste así” que se cuida muy mucho de
expresar.
Y le da pereza. Habrá de vestirse bien, sin el desaliño en
el que se ha dejado caer. Habrá que cuidar el lenguaje, que no se le escape un “cari”
o un “te quiero”, porque los tics del corazón son muy jodidos de extirpar y
salen cuando menos te los esperas. Pereza de buscar un restaurante cuando lleva
meses cenando, de pie en la cocina, dos huevos fritos. Miedo de que le entre el
sueño a las nueve como le pasa cada noche cuando, medio tumbado en el sillón,
escucha la inevitable tertulia política de la televisión. Siente el miedo difuso
e indefinido de encontrarse con el pasado, de revolverlo, de que duela otra vez.
Lo malo del asunto es que, también inevitablemente, tras una
hora de frases cortas, de no saber muy bien qué decir, de estar como en una
reunión comercial con un cliente que quiere comprarte el coche, el pasado se
abre camino y el corazón manda la pereza a tomar por el saco. Entonces, vuelve
a ver sus ojos, y su sonrisa, y sus manos delicadas, y a apreciar cada palabra
que ella dice, cada gesto que hace, cada movimiento de su cabello. Y vuelve a
desearla como si no hubiera otra hembra en el mundo.
Pero, para entonces, ya han terminado los cafés y los
camareros hacen esas cosas que hacen cuando quieren mandarte a tu casa: un
quitar los manteles, bajar las persianas, apagar algunas luces.
La lleva a su casa y ella le da un beso en la mejilla, a
veces incluso un pico en los labios.
-
Bueno, imagino que ya no nos veremos hasta mi
cumpleaños – le dice, y desciende del automóvil.
-
Sí, seguramente – sonríe mientras para sus
adentros se acuerda de todos sus muertos. ¡Qué lejos queda su cumpleaños, por
Dios!
-
Venga, nos vemos – ella le hace un adiós con su
mano.
Y él saluda de nuevo a la pereza que llega por el otro lado
del camino.
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