A finales de septiembre, la temperatura era aún agradable y las terrazas del boulevard se llenaban ya desde media mañana. Por si acaso, Fabiola reservó mesa en el bistró Amadeus, un establecimiento pequeño pero muy coqueto, de esos que todavía mantienen un sabor decimonónico, con camareros entrados en años, búcaro con una flor fresca en cada mesa, maceteros de geranios en la acera y una blanca pérgola que protegía del sol del mediodía. La cocina era sencilla, casi casera, aunque Juan Diego, el dueño, se empeñaba en añadir toques modernos que nada aportaban a los platos.
Lo cierto es que no le apetecía nada comer con Anabel, pero esta se había empeñado cuando la llamó el lunes y no supo cómo salir del paso.
− Venga, mujer – le había dicho −, no puedes quedarte en casa el resto de tu vida. Vale, te has divorciado. ¿Y qué? A rey muerto, rey puesto. Ya es hora de que te airees.
La tenía aprecio, pero no soportaba lo chismosa que era en ocasiones. Sabía que habría parte de interés sincero, pero estaba también convencida de que Anabel quería cotillear. Y, si algo no le apetecía, era hablar del asunto. No es que se arrepintiese de la decisión tomada, pero sentía un desasosiego impreciso y nada agradable cuando se enfrentaba a los recuerdos. Al cabo, había sido un fracaso, se mirase como se mirase.
Decidió caminar hasta el centro. No quería meterse en un autobús lleno de mascarillas y probar si la Pfeizer que le habían inyectado hacía ya unos meses, la protegía aún. Las calles estaban repletas de gente y cualquiera que no hubiera estado en este mundo durante los meses anteriores hubiera pensado que la pandemia no había existido y que, simplemente, había surgido una nueva moda, llevar una mascarilla de colorines en la muñeca, como si fuese un segundo reloj.
Anabel estaba ya sentada y agitó su mano desde la mesa. Se saludaron con ese ridículo modo que los tiempos habían impuesto, un choque de nudillos lo más breve posible, similar al que los boxeadores hacen antes de que suene la campana del primer asalto. Y, en cierta manera, Fabiola sentía que iba a comenzar un combate de quiero saber, no quiero decir.
Tras las frases habituales sobre lo agradable que había comenzado el otoño, el breve viaje de vacaciones, el precio de la luz y cuatro nimiedades más, pidieron dos vermuts sin alcohol.
− Me alegro mucho de verte – dijo Anabel −, y te veo mejor que lo que esperaba. Menos mal, mujer, que estás bien. Me tenías preocupada. Sin llamadas, desaparecida del Whatsapp y del Facebook, vamos, como una muerta.
− Claro que estoy bien – Fabiola sonrío ligeramente−, sólo que no tengo muchas ganas de relaciones sociales. Sobre todo, necesito descansar, dormir, hacer un punto y aparte. Ahora mismo, estoy en el aparte.
− O sea, no pensar – la interrumpió Anabel −, lo típico de alguien que se ha derrumbado. Mejor evitar que enfrentar, ¿no?
− ¿Qué dices? Nada de eso. Es sólo tiempo lo que preciso, sin nada oculto detrás. – Fabiola bajó la mirada, consciente de que mentía.
El camarero les sirvió las bebidas y, libreta en mano, les preguntó qué deseaban para comer. Ambas eligieron lo mismo. Verduras en tempura y un pescado a la plancha.
− Sin postre – concluyó Fabiola.
− Bueno, pero un Verdejo, sí que nos tomaremos, ¿verdad?
Sonó el tintineo de un teléfono. Anabel se aprestó a silenciarlo. Estaba claro que deseaba centrarse en la conversación.
− ¿Y qué os paso? Tras tantos años – Anabel se inclinó sobre la mesa, acercándose a su amiga −. Parecíais tan bien avenidos.
− Nada en especial. No podría decir que fue esto a aquello. No lo sé. Imagino que lo que siempre ocurre, la rutina, el dejar de hablar, la confianza que da asco, el aburrimiento…
− Pues, te lo digo como lo creo, a mí siempre me pareció que José Carlos te tenía en un altar. Hablaba maravillas de ti.
− Te creo.
− ¿Entonces?
− No lo sé, Anabel. No puedo contestarte porque no lo sé. Supongo que es parecido en todas las parejas que no siguen adelante.
− Bueno, algunos cabrones se van con veinteañeras – repuso Anabel, con una ira contenida que denotaba que ella tampoco había pasado página de su historia con Ángel. − ¿Hubo alguien?
− No, seguro que no.
− Entonces, ¿ha partido de ti?
− Sí, creo que sí – tardó en responder.
Mientras daban cuenta de las verduras, el silencio de comer con la boca cerrada trajo a Fabiola imágenes de los años pasados. Había conocido a José Carlos en una conferencia a la que ambos asistieron. No fue un amor con fuegos artificiales a primera vista, sino que fue construyéndose de conferencia en conferencia, de museo en museo, de paseo en paseo, de comida en comida. Se casaron en San Juan Evangelista y tras varios años intentándolo no tuvieron hijos. ¿Quizá eso les había apartado? La verdad es que lo que Anabel decía era verdad, que él la ponderaba como la mujer ideal, como la persona que le daba la fuerza, que le hacia seguir adelante. Nunca le escuchó una mala palabra y los enojos que tuvieron fueron pasajeros y escasos.
− ¿Hablas con él? – preguntó Anabel.
− Me manda mensajes de tanto en cuanto.
− ¿Y, contestas?
− Sí, brevemente, pero lo hago.
− ¿Crees que quiere volver?
− Estoy segura.
− Pero tú, no.
− No, yo no – repuso Fabiola con una convicción que le sorprendió a ella misma.
Agradeció el relativo silencio que impuso la lubina, que estaba deliciosa, únicamente salpicado por comentarios insustanciales.
Pidieron dos cafés, expreso para Anabel, cortado para ella.
− Perdóname, pero ¿por qué no? – insistió Anabel.
Fabiola no contestó.
− Excúsame, quizá pregunto lo que no debo.
− Sí, un poco. Pero, bueno, te conozco desde hacer treinta años y ya sé cómo eres – sonrió.
− Sí, me gusta saber, ya sabes. No puedo evitarlo. Pero, de veras, Fabiola, no es sólo eso. Estoy preocupada por ti. Veo con mis propios ojos que estás llevándolo mal por mucho que te refugies en el trabajo. Seré cotilla pero también soy tu amiga.
− Lo sé.
− Igual me equivoco, no soy psicóloga. Pero mi instinto me dice que lo mejor es hablar, soltar lo que sea, que salga y no intoxique el alma.
− Ya te he dicho que no hay nada concreto. Simplemente ha ocurrido. No siempre hay razones.
− Si no quieres hablar, dímelo. Pero no me cuentes milongas de tres al cuarto. No se rompe una relación de veinte años por nada.
− Puede ser, ¡qué sé yo!
− Fíjate, que José Carlos decía a todos que eras su musa, la que le inspiraba a esforzarse, a trabajar más duro, a correr riesgos.
− Su musa, sí,
− Sí. Lo repetía a menudo.
Fabiola calló, como si comenzara ella misma a comprender.
− Su musa. Sólo su musa.
− ¿Sólo? – repuso Anabel −, ¿te parece poco? Ya hubiera querido yo que Ángel me idolatrara como José Carlos te idolatraba a ti.
− No, Anabel, yo no quiero ser una musa para nadie.
− ¿No?
− ¿Ser la inspiración?, ¿para qué? ¿para quién?... para él, para su triunfo, para que soporte su esfuerzo, para su éxito, para que se sintiera reconfortado, para que él, siempre él, se sintiese bien. Me ponderaba porque le era útil … a él.
− ¿No te halaga? Me parece muy duro por tu parte decir que “le eras útil”
− Pues no, no me halaga. En absoluto. Eso he sido, sí, una palanca en la que apoyarse. Yo no quiero que me quiera porque le sirvo a él como ideal, como gasolina, como motor de su vida, aún sea que lo diga de una manera inconsciente. Quiero que me quiera para sentirme querida yo misma, para que triunfe yo misma, para que me complete yo, para que mi motor se ponga en marcha, no el de él, para realizar mis ambiciones. Quiero apoyarme, no ser apoyo.
− No sé si te entiendo…
− Quiero que me amen admirándome a mí, que ensalcen lo que hago. Necesito que quieran elevarme a mí, no elevarse con mi ayuda.
− ¿Y eso no lo tenías?
− Me amaba porque yo le daba alas a él, le imbuía de pasión para él, le hacía sentirse bien… ¿y yo?, ¿y yo? No quiero ser musa, quiero ser la mujer por la que un hombre da, no toma. Quiero recibir, no que tomen de mí un día y otro.
El camarero dejó un platillo con la cuenta y dos trufas de chocolate envueltas en celofán de colores, detalle de la casa.
− Pago yo – dijo Anabel.
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