1/11/23

Crimen de Halloween

 


Se despidió afablemente de los compañeros de oficina, deseándoles una buena noche de Halloween y mostrándose sonriente y visiblemente feliz. Como en todas las vísperas del día de Todos los Santos, la empresa cerraba a las 13:00 para que sus empleados pudieran preparar la fiesta con los niños y hacer las compras de última hora, particularmente los caramelos que repartirían entre los chiquillos que tocarían su timbre en su casa en Holland Avenue.

¿De qué te disfrazas, Harold? – le preguntó Martha.

De fantasma. Mary ha estado una semana cortando y recosiendo una sábanas para preparar los trajes de los niños y de mí. 

¿Todos iguales?

Sí, la familia unida – hizo una expresión burlesca mientras elevaba sus brazos, imitando a un alma en pena −. Mary dijo que tenía que ser fácil de confeccionar. Y, para mí, fenomenal, así nadie me ve haciendo el fantasma, nunca mejor dicho. – rio sonoramente.

Apuesto a que lo pasaréis muy bien. ¿Cenáis en casa?

Iremos al Palace Garden, a la fiesta que ha organizado la Empresa. Para qué gastar dinero si paga la Magellan & Co.

Creo que Jasper también va – Martha sintió que había metido la pata y calló antes de continuar – Vaya, espero que eso no te arruine la cena.

¿Nos van a poner en la misma mesa? – quitó hierro al asunto, y sonrió.

Bueno, ya sabes…

No te preocupes, es agua pasada. Mala suerte. Ya está olvidado.

Pásalo bien, de verdad.

¿Y tú, qué haces esta noche? ¿Vienes también al Palace?

No, voy con Mike a ver los fuegos artificiales a la orilla del lago. Comeremos un sándwich en el camino. Mejor que aguantaros a todos vosotros, que ya os veo suficiente aquí, cada día – hizo un mohín burlón.

¡Disfruta mucho!

Al salir, Harold aún saludó, ondeando su mano, a John, mientras dejaba el abrigo en el asiento trasero de su Taurus del 2008. 

Borró su sonrisa en cuanto entró en el coche y metió la llave en el contacto. El motor tardó en responder y Harold maldijo el que todavía no hubiera podido cambiar de automóvil. Dio un manotazo al volante y, como cada noche desde ya hacía seis meses, le vino a la mente el momento en que Mr. Nortton, un hombre alto y elegante, le había comunicado que no sería Jefe de Planta. Quince minutos de perorata imbécil para decirle que habían elegido a Tony Jasper. 

No lo haces mal − le había dicho Nortton −, y en el futuro contamos contigo como sabes, pero Jasper tiene más dinamismo y, en la actual situación de mercado, es lo que la Magellan & Co, necesita. Pero, créeme, tú eres un gran empleado, un miembro importante de esta gran familia que es la Magellan

Contaba con ese ascenso y contaba con la paga que conllevaba. Cuatrocientos dólares más al mes le hubieran solucionado la vida. Podría haber cambiado el auto, llevar a los niños de vacaciones a San Francisco y haber regalado a Mary esa remodelación del porche que tanto deseaba. 

Mierda – musitó, mientras el motor por fin se decidía a coger potencia.

Como había pensado, colocó, dejó caer más bien, una hoja interior del diario sobre el asiento del acompañante.

Con su jefe, Nortton, no había tenido desde aquel día apenas contacto. Claramente, el tipo le rehuía. La única vez en que cruzaron algunas palabras fue cuando alguien dejó una gran tela verde sobre la mesa del director. Estaban cambiando las lámparas de todo el piso y Nortton pensó que era un hule para proteger del polvo su mesa de trabajo pero, tras comprobar que nadie se lo llevaba y echar algunas maldiciones, recogió la tela y la apretujó dentro de la papelera sin lograr meterla del todo. Harold, que había presenciado la escena, se brindó a llevar el trapo al contenedor de reciclado de la planta baja.

Gracias, Harold. – secó sus manos sudorosas con la misma tela −. Se lo agradezco. Se lo he dicho, se lo he dicho ya. Usted pertenece a nuestra gran familia.

Harold bajó al sótano llevando la papelera, sin tocar para nada la tela. Al verlo así de servicial, muchos pensaron que se humillaba a sí mismo. 

Él no pensaba así.

Como esperaba, al llegar a casa, no había nadie. Los chicos, Lucie y Junior, no llegarían en el autobús escolar hasta las tres, y Mary salía de su trabajo en el Mall hacia las cuatro. Aunque no tenía hambre, abrió el refrigerador y tomó un poco de pollo frito que había quedado del día anterior. Se vio reflejado en el espejo y se notó demacrado. Siempre había sido flaco, larguirucho, pero sintió que se le notaban los huesos y creyó ver que su piel se había amarilleado. Comió sin sentarse mientras cogía las llaves de la pequeña cabaña prefabricada que había situado en el jardín y que usaba como taller. Salió con su abrigo habitual, el gris marengo, entre las manos. 

Entró en la casita de fibra que ya empezaba a deteriorarse por la lluvia y cerró tras de sí. Tomó unos guantes de plástico, de los que los enfermeros usan en las consultas, y se los colocó, asegurándose que le cubrían hasta casi los codos. Ya con ellos, con una segunda llave, agarró el candado de un cajoncito disimulado bajo herramientas y tablones abandonados, y lo abrió. 

Comprobó que todo estaba en orden, extrajo las dos cosas que contenía, y dejó su abrigo en la mesa. Cogió otro, de color beige oscuro, que había comprado en Macy’s unos días antes y, siempre con los guantes, colocó los dos elementos disimulados bajo el nuevo abrigo. 

Volvió a salir. Entró en el coche, dejó lo que llevaba sobre el periódico que aún estaba sobre el asiento y condujo hacia la calle. Fueron unos quince minutos de trayecto. No usó el navegador. Sabía el camino de memoria. Al llegar, como siempre, no había nadie. Era un lugar apartado, casi abandonado, justo en la trasera del muro de un restaurante. Se colocó el abrigo recién comprado y dejó lo que había traído en una oquedad entre los escombros que llenaban aquel lugar.

Regresó bastante antes de que llegasen los niños. Cuando lo hicieron, la casa se inundó de risas y gritos.

En cuanto venga mamá, iremos a comprar los caramelos a Walmart – les dijo, mientras se sentaba en el sofá frente al televisor y seleccionaba la cadena de noticias de la CNN.

¿Compraremos también Oreos? – preguntó, Junior – Jimmy me ha dicho que en su casa reparten también Oreos.

Bueno, no sé… −balbuceó −, lo que diga vuestra madre.

Un rato después, Mary dijo que no y compraron solo unas grandes bolsas de caramelos, que les costaron unos veinte dólares.

¿Todo bien en el trabajo? – Mary frotó con cariño su mano sobre el antebrazo de él − ¿Alguna novedad?

Todo bien, todo bien. – respondió Harold, un tanto distraído.

Yo estoy molida. Había muchos clientes hoy en la tienda y Miss Thompson, ya la conoces, no da tregua. Esa bruja está siempre detrás de una, hasta cuando tienes que mear. Voy a tumbarme un poco. ¿Tú vistes a los niños para que vayan a pedir los caramelos a las casas de los vecinos?

Sí, yo me encargo.

Aunque parecía sencillo, colocar el traje de fantasma a los chavales no fue tarea fácil. Lucie se quejaba de que se le veían los pies y Junior de que no podía ver a través de los agujeros en la sábana. Finalmente, con paciencia y buena voluntad, todos se dieron por satisfechos. 

Sed respetuosos, ¿vale?

Sí, ¡pero somos fantasmas!

Los fantasmas no tienen por qué ser unos maleducados. ¡Ah! A las seis y media aquí, como más tarde que tenemos que ir a cenar.

Los despidió en la puerta con un beso y se sentó, resuelto a no hacer absolutamente nada hasta que empezase a sonar el timbre.

Eso sucedió hacia las cinco. Los primeros fueron unos Frankesteins de metro veinte de alto que gritaron el “trato o truco” con entusiasmo. 

Aquí tenéis – dijo Harold, al llenarles una bolsita de caramelos −. Pero, Sonny, no los comas todos de golpe.

Sonny, a sus ocho años, se sintió decepcionado al ver que le habían reconocido pero contestó con fuerza.

No lo haré, Señor Reynolds. Gracias. Feliz Halloween.

El timbre sonó más de diez veces en la hora y media que siguió y Harold, solo primero y luego con Mary, repartieron sonrisas y golosinas. A las seis y media, llegaron Lucie y Junior con su buen botín de caramelos. Se les notaba felices.

Venga, vuestra madre y yo vamos a ponernos las sábanas y nos vamos.

Un rato después, una familia feliz de cuatro fantasmas se montaba en el coche mientras saludaban a otras felices familias de lagartos, alienígenas, jorobados de Notre Dame, Dráculas y Superhéroes que dejaban sus garajes a la misma hora.

Tardaron en llegar apenas un cuarto de hora. Les mostraron su mesa y se acomodaron. Se quitaron los disfraces y llamaron a uno de los camareros para que los guardara en el guardarropa que el restaurante había dispuesto para la ocasión. 

Disimuló pero, de reojo, vio que Jasper estaba ya sentado, afortunadamente lejos de donde les sentaron a ellos. Estaba conversando con una mujer de edad indefinida de la que no supo imaginar con qué disfraz habría entrado. Jasper ya había dicho a todo el mundo que iría vestido de Drácula, pero a ella no le pegaba añadirse colmillos y capa negra. 

Él no los vio entrar. Mejor así, porque hubiera sido un momento un tanto incómodo. Por el contrario, Harold fue saludando a muchos compañeros que ya ocupaban sus mesas.

Feliz Halloween, Phil… ¿Conoces a Mary, mi esposa? – Harold apretó la mano del otro con fuerza.

No, es un placer – Phil, se levantó, cortés. 

Han venido muchos. No esperaba a tantos en la cena de la Magellan

Con los sueldos que nos pagan, hay que aprovechar las cenas gratis – el compañero de trabajo parecía divertido.

Estaremos unos cien, ¿no?

Bueno, el jefe Nortton, no ha venido. Preferirá quedarse a comer salmón con caviar en su casa de Westmont Court – bromeó Phil.

Tiene mucha pasta, que para eso es el director supremo.− contestó Harold.

Demasiada, diría yo. Ya sabes lo que se dice…. – y calló sin atreverse a hablar más de los rumores que, un año atrás, se habían cuchicheado respecto a algunos errores en el Balance, demasiado extraños para el Fisco.

Bueno, bueno – cortó Harold −, es día para disfrutar con los peques.

¡Claro! Buena cena.

Cenaron Chicken fetuccini Alfredo, unos entrantes muy gustosos y bebieron Coca-Cola, los niños, y un Merlot los mayores. De postre, tiramisú y unos dulces de calabaza que el restaurante regalaba por ser la fecha que era. Para los adultos, hubo también un whiskey o un Cointreau, según los gustos de cada cuál. 

Harold no quitaba ojo de Jasper pero lo hacia tan solapadamente que ni Mary ni sus hijos se percataron de ello. Cuando Jasper llamó al camarero para pedir que le trajeran los disfraces y marcharse, sintió que el momento había llegado. Debía ser rápido. Apenas tenía unos minutos. Lo había imaginado tantas veces y con tanto detalle en su mente que sabía de memoria qué debía hacer.

Voy al servicio – dijo Harold– Tanta Coca-cola y vino, ya se sabe.

Lo había calculado con precisión. El camarero tardaría dos o tres minutos en traer los disfraces y ellos otros tres o cuatro en colocárselos y salir.

Cerró el baño por dentro y se puso los guantes que llevaba en el bolsillo. Saltó por la ventana que daba a la trasera. Corrió dos manzanas y llegó a la escombrera. Del agujero, extrajo un disfraz de fantasma, pero este de color verde, un remedo del Flubber de la película, con el que se cubrió. Luego, sacó lo más importante. Una Langley de 4.5 mm con silenciador. Le había costado conseguirla, pero en el mercado negro del South Quarter no se hacen preguntas si se enseñan 300 dólares. 

Volvió a correr hacia el restaurante, pero esta vez al frente. Aún hubo de esperar un minuto hasta que Jasper apareció por la puerta, vestido de Drácula, como había anunciado. Menos mal que no había cambiado de disfraz a última hora. Aparecía ridículo, o mejor dicho, disfrazado lo que más encajaba con su carácter porque era un chupasangre. Ella, iba de Reina de la Noche de Mozart. Harold pensó que encajaba en su figura.

Con una frialdad de la que nunca se hubiera creído capaz, se acercó a él despacio y le vació el cargador completo. Echó a correr ante el estupor de la multitud y volvió a la escombrera. Se quitó la sábana verde y se sacó los guantes, que guardó en su bolsillo. Corrió a la ventana, volvió a entrar y, ya sin aliento, salió y regresó a su mesa. Miró el reloj. Apenas, seis minutos entre todo. Justo como lo había programado en sus planes, en tantas noches de insomnio. 

Cuánto has tardado – dijo Mary. 

La próstata, ya sabes. La edad no perdona. – guiñó el ojo a su esposa y le apretó la mano. Tomó un dulce de calabaza y se lo metió en la boca. 

Mary iba a contestar cuando notaron que había un revuelo en la entrada. Algunos gritaban y los camareros corrían hacia la puerta.

¿Qué ocurre? – preguntó Harold, volviendo su cuerpo hacia allá. 

Comenzaron a escucharse sirenas y reflejos azules y rojos se filtraron por las ventanas. 

No les dejaron salir hasta pasada una hora. La policía anotó el nombre de todos los presentes aunque era evidente que los comensales que estaban dentro del restaurante no podían haber visto nada. Por si se necesita en algún momento, les dijeron. Al cabo, el crimen se había cometido en presencia de muchos testigos que dieron toda clase de detalles y no era preciso investigar mucho más.

Bien, señora Wester, así que confirma usted que el asesino iba vestido de verde. – preguntó el inspector Sanders.

Lo juro por lo más sagrado −confirmó la mujer −. Todos aquí lo hemos visto. De fantasma verde. Venía corriendo de allá y volvió a huir hacia el mismo lugar.

¿Era un fantasma alto?

Sí, yo diría que sí, pero ocurrió todo tan rápido que es difícil asegurarlo.


Volvieron a casa con los disfraces tirados en el maletero, con sollozos de Lucie y un Halloween arruinado, al menos para tres de ellos.

Mary y Harold acostaron a los niños que estaban muy asustados e inquietos. Ellos se tomaron dos copas sin decirse nada, intentando calmarse, cada uno de ellos por motivos distintos. Por fin, se fueron a la cama y durmieron mal. 

Harold, por la mañana, de camino al trabajo, tiró los guantes en un contenedor cualquiera de la 69, bien alejado de todo. Regaló un abrigo beige, en buen estado, casi nuevo, a un mendigo que pedía monedas en la fachada del Sam's Club, que lo agradeció en el alma.

En los días que siguieron, los policías entrevistaron a los empleados de la Magellan pero todos ellos tenían coartadas perfectas. En un día tan señalado, sus vecinos los habían visto salir de casa, entrar, qué coche utilizaron y qué disfraz llevaban. Les vieron sentados en sus mesas, con sus familias, riendo, comiendo y felices. Todo había sido feliz, anodinamente feliz. El asesino no podía estar allá.

Evidentemente, los agentes investigaron también a todos los empleados del restaurante. Todos ellos, asimismo, tenían coartadas, no conocían a Jasper de nada y todos aseguraron que el criminal llegó de la calle, que nadie salió del recinto. La brigada se convenció de que deberían investigar la vida personal de Jasper, no su vida laboral. Tendrían que hablar con su acompañante, quizá.

La policía no tardó en encontrar la capa verde y la pistola en los aledaños del restaurante, mal escondidas en un patio trasero desolado. Un testigo aseguró haber visto horas antes a un tipo merodeando por el lugar y describió que llevaba un abrigo beige pero lo había observado de muy lejos y, como ese abrigo, habría miles en la ciudad. Así pues, se centraron en el disfraz verde y en el arma homicida. El capitán del distrito mandó ambas pruebas al laboratorio.

¿Y bien? – preguntó el jefe Keynes.

La pistola estaba limpia, jefe. Ni una huella. Como si hubiesen utilizado guantes. Un profesional, vamos. Habrá que revisar a los convictos que hayan salido a las calles hace poco y si alguno tenía conexiones con Jasper. Es una pistola vulgar que puede comprarse por unos cientos de pavos en cualquier sitio. Hemos revisado las estrías de la bala y no coinciden con ningún otro caso en los archivos.

Pues estamos bien jodidos.

No tanto, jefe. La pistola no da pistas, pero la capa de fantasma verde…

¿Qué?

Está llena de huellas de deditos culpables. El asesino parece que la manoseó bien. 

¿Has comprobado la base de datos?

Sí, y hay una coincidencia al 99%. Un tipo que sólo tiene unas multas de tráfico, como cualquiera, pero que quizá oculte mucho más.

¿Tenemos el nombre?

Sí, Julius Nortton…. Y no se lo va a creer, capitán.

¿El qué?

Es el jefe del muerto, del tal Jasper. Y, además, es alto. Y, ¿sabe, capitán, qué más?

Suéltalo ya.

La capa tiene gotas de sudor. Secas ya, pero de las que todavía se puede sacar el ADN. Apostaría que coincide con el de uno que yo me sé.

Vaya, vaya. Habrá que preguntarle algunas cosas al tal Julius.

Y llamar al grupo de delitos fiscales. En estos casos, siempre hay mierda financiera de por medio.

Pues, manos a la obra. 





 

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