El abuelo perdió el libro en algún momento de la tarde del martes.
No sabíamos cómo. Solo que lo había perdido y que teníamos que salir a buscarlo. Yo y Paco y Miguel y Andrés, los cuatro juntos por las calles de Salamanca, por primera vez ese verano del cincuenta, con la esperanza de encontrar el dichoso libro antes de que cayera la noche.
Todo esto ocurrió apenas dos semanas después de mi llegada desde Bilbao, cuando regresé a casa de mis tíos para pasar el verano, en aquellos días en que la ciudad aún dormía bajo el peso del mediodía y las calles se vaciaban entre las dos y las cuatro de la tarde. Aquel mes de julio, la ciudad olía a azahar y a carbón de las cocinas económicas, y el bus pasaba traqueteando por la plaza Colón. Yo había subido varias veces con mi tío y siempre me impresionó el ceño severo del revisor que vendía los billetes de colores según el destino. La familia vivía en un piso de la calle San Vicente, tercero izquierda, con un balcón de hierro que daba a la acera donde un vendedor de churros montaba su puesto al amanecer domingos. Era una época extraña. La guerra había terminado hacía más de diez años, pero sus ecos seguían rebotando en las conversaciones de los mayores, en sus silencios, en la forma en que evitaban ciertas calles o desviaban la mirada al pasar por determinados edificios. Para nosotros, los chicos, lo único que importaba era cómo matar las horas muertas del verano.
Paco dijo que seríamos cuatro.
Lo dijo en el patio, junto al pozo, mientras nos reuníamos antes de salir.
"Mirad," nos explicó a Miguel, a Andrés y a mí, mientras nos apiñábamos junto al platanero que daba sombra a la entrada de la casa, "si vamos más de cuatro pareceremos una cuadrilla de gamberros, pero si vamos menos nos pueden tomar por críos perdidos."
Paco se apoyaba contra la pared encalada de la casa, jugando con un palillo entre los dientes. Era mi primo segundo, el mayor de todos nosotros, y se orgullecía de tener ya dieciséis años y de haber fumado un cigarrillo sin que sus padres se hubieran enterado. Un bigotillo mal hecho le asomaba sobre el labio. Desde donde estaba, se podía ver el patio entero - la puerta que daba a la cocina donde la tía Merche preparaba la comida estaba abierta - y podía vislumbrarse al fondo el pequeño huerto de mis tíos con sus tomates y sus lechugas, y hasta el cuarto del abuelo, cuya ventana daba justo a la parte trasera del patio.
"¿Y qué pasa con Julián?" pregunté, pensando en mi hermano pequeño.
"¿Qué acabo de decir, Luis?"
"Más de cuatro es una cuadrilla," respondió Miguel.
"Pero uno más podría ser útil," insistí.
"No el que tú dices," añadió Miguel, que estaba en cuclillas junto a la puerta, ocupando demasiado espacio como siempre.
Miguel era otro primo, hijo de mi tío Fermín. Tenía catorce años, igual que yo.
"Escuchad," continué, "cinco es un buen número. Los cinco dedos de la mano. Las cinco llagas de Cristo. Cinco jugadores en un equipo de baloncesto."
"¿Baloncesto?" preguntó Andrés. "Eso es cosa de americanos."
"Bueno, ¿es cuatro o cinco?" insistió Miguel.
"El fútbol es mejor," dijo Andrés. "En el fútbol juegan once."
Me volví hacia Andrés. Era mi primo hermano, el hijo mayor de mi tía Rosario. Debía tener unos doce años, aunque en Salamanca nunca se sabía con exactitud la edad de los niños. Pero Andrés solo se encogió de hombros y señaló a Paco con el dedo. "Pim, pam," dijo, "pum, pum," y simuló disparar dos veces.
Paco asintió hacia Andrés y bajó las manos en un gesto de calma. Sus ojos, de un marrón indefinido, se movieron de nosotros hacia la puerta de la cocina, donde el resto de la familia seguía con sus quehaceres.
Todos nos callamos.
"Lo votaremos," dijo. "Levantad la mano si queréis que venga Julián."
Miguel se rascó la cabeza rapada como si fuera a votar por Julián pero acabara de decidirse.
Los dedos delgados de Andrés permanecieron en su regazo, inmóviles.
Paco ni siquiera se movió.
Solo mi mano se alzó en el aire caliente de la mañana.
"Vaya," murmuré, y me rendí a la voluntad del grupo.
Con mi hermano pequeño rechazado, no dije mucho más durante el resto de la reunión mientras ellos pasaban, casi sin pausas, de un tema a otro: cómo empezar, dónde buscar, dónde parar, dónde preguntaría Miguel, cuándo rezaría Andrés una avemaría por si acaso, qué haría Paco si nos encontrábamos con algún guardia o con uno de nuestros otros tíos que ya habían salido antes que nosotros a buscar.
"Salimos. Encontramos el libro. Lo traemos de vuelta," dijo Paco. "Así de simple. Miguel pregunta en las tiendas. Yo hablo con quien haga falta. Andrés reza sus oraciones. Y si nos topamos con el tío Roberto, Luis se asegura de que no nos lleve de vuelta a casa. ¿Verdad, Luis?"
El tío Roberto—el hermano mayor de mi padre—ya estaba en la calle buscando el libro del abuelo. Si nos pillaba ese día, yo tenía que decirle que la expedición había sido idea mía.
"De acuerdo," dije. "Mentiré."
"¿Juras por Dios que mentirás?" dijo Miguel.
"No lo digas si no lo dices de verdad," añadió Paco.
"Quedarás obligado ante Dios," agregó Andrés.
Paco y Miguel señalaron hacia mí con los dedos en forma de pistola. Yo también hice una pistola con los dedos, pero me la puse en la sien.
"Lo juro," dije, amartillando el dedo. "No chivaré."
Paco se rio y extendió las manos hacia las mías. "Vale," dijo, con cuidado de no tocar el vendaje que llevaba en el dedo índice, que me había pillado con la puerta del gallinero la semana anterior. "Solo era una broma, ¿entiendes? Una broma para empezar bien."
Dije que lo entendía.
Después de reunir nuestras provisiones—un par de bocadillos de chorizo, cuatro manzanas, una bota de agua que Paco insistió en llevar aunque pareciera cosa de viejos, dos cuadernos donde yo y Julián habíamos anotado las cosas que decía el abuelo sobre el libro, un trozo de cuerda que nadie sabía para qué serviría, y la descripción del libro que mi tía había escrito en un papel—nos dirigimos hacia el portón de madera que daba a la calle, y fue allí, en el umbral entre el patio y la acera, donde Julián, mi hermano pequeño, me pilló desprevenido.
Salió corriendo desde la casa con un montón de papeles en los brazos, gritando sobre nuestro trabajo, nuestro acuerdo, y suplicándome que le dejara venir. Le expliqué a Julián con calma que no podía venir, que no dependía de mí; pero no escuchaba, no quería entender, y todo ese tiempo los otros me miraban desde el portón, cuchicheando entre ellos, hasta que le dije una última vez por qué tenía que quedarse en casa, y cuando eso tampoco funcionó, le hablé más fuerte de lo necesario. No tardó mucho en llorar.
Después de la discusión, dejé a Julián en el patio, que estaba tratando una y otra vez de no llorar, mientras yo y los demás salimos a las calles de Salamanca a buscar durante todo el día el libro que el abuelo había perdido, ese libro que ni siquiera le importaba realmente a nadie.
La calle Mayor estaba casi vacía cuando salimos.
El sol de media mañana ya calentaba las piedras doradas de las fachadas y los balcones de hierro forjado proyectaban sombras afiladas sobre el empedrado. Un par de mujeres de negro conversaban en una esquina, con sus cestas de la compra colgando de los brazos. Un cura atravesaba la plaza con paso rápido, la sotana ondeando tras él. Más allá, junto al quiosco cerrado, un hombre leía el periódico sentado en un banco, con la gorra echada hacia atrás.
"¿Por dónde empezamos?" preguntó Miguel.
Paco sacó el papel que mi tía había escrito. Lo desplegó y leyó en voz alta: "Libro de tapas marrones. Gastado. Título en dorado, casi borrado. Algo sobre la historia de España o batallas, no está segura. Regalo de la abuela hace seis años."
"Eso es todo?" dijo Andrés.
"Eso es todo."
"Vaya ayuda," dijo Miguel.
Yo sabía un poco más sobre el libro. El abuelo nos había hablado de él durante dos días. Era un libro que la abuela le había regalado por su cumpleaños, unos pocos años antes de morir. Ella nunca supo qué regalarle—el abuelo era un hombre difícil de contentar—así que entraba en la librería de la plaza y compraba el primer libro que el dependiente le recomendaba. A veces eran novelas. A veces libros de historia. Una vez fue un libro de cocina que el abuelo nunca abrió. Pero este libro, este en particular, se había convertido en su obsesión. O eso decía. No porque fuera especial. No porque contuviera nada importante, sino porque lo había perdido, y porque había sido de ella, y porque le daba rabia parecer un viejo al que se le iba la cabeza, o porque el abuelo, a sus setenta y dos años, se aferraba a las cosas con una tenacidad que a veces parecía cosa de niños.
"Dijo que había ido al mercado, el martes cuando llegó de su paseo por la tarde." comenté.
"El mercado está cerrado por las tardes," dijo Andrés.
"Bueno, pues se confundió," dije. "Últimamente se confunde con todo."
Era verdad. Desde que la abuela había muerto, el abuelo vivía en una especie de niebla. Recordaba cosas de hace cincuenta años con una claridad asombrosa—los nombres de todos sus compañeros de regimiento, el precio exacto del pan en 1911 – el año en que vio volar, por primera vez en su vida, un avión en el Prado Panaderos. “Casi nos cae encima”, repetía - , la letra completa de canciones que nadie más conocía—pero olvidaba lo que había desayunado o si ya había tomado su medicación. Y cuando algo se le metía en la cabeza, cuando se fijaba en una idea, era imposible hacerle cambiar de opinión.
Como con este libro.
Llevaba tres días hablando de él. Al principio con tranquilidad, preguntando si alguien lo había visto. Luego con más insistencia, revisando todos los cajones de su cuarto, todas las estanterías de la casa. Y finalmente con desesperación, acusando a mi tía de haberlo tirado, a mi tío de haberlo vendido, a nosotros los niños de haberlo escondido como una broma.
Mi tía había intentado razonar con él. "Padre," le había dicho esa misma mañana, "no era más que un libro viejo. Ni siquiera lo leía. Si quiere, le compramos otro."
Pero el abuelo se había enfadado. "No es lo mismo," había gritado. "Era de tu madre. ¿No lo entiendes? Era de ella."
Y eso era mentira, o al menos una verdad a medias. La abuela le había regalado muchos libros dando más importancia al papel decorado con que lo envolvía para el cumpleaños que al propio libro. Había una estantería entera llena de ellos en la sala. Pero este, este libro en particular, se había convertido en algo más en la mente del abuelo. Era el último regalo, o el primero, o el más bonito, o el único que importaba. Las razones cambiaban cada vez que lo contaba.
Al final, cansados de oírle, hartos de sus quejas y sus acusaciones, habíamos decidido salir a buscarlo. No porque creyéramos que lo encontraríamos. No porque pensáramos que importaba realmente. Sino porque era más fácil salir a la calle durante unas horas que aguantar otro día de sus lamentos.
"Empecemos por la plaza," dijo Paco.
Caminamos en fila por una calle estrecha, pegados a la sombra de los edificios. Salamanca en verano era una ciudad de contrastes brutales: sombra y luz, calor y frescor, silencio y ruido. A esa hora, las calles estaban vacías pero se oían voces desde las ventanas abiertas, el tintineo de los platos, el llanto de un bebé, la radio sonando con un partido de fútbol.
Pasamos junto a la panadería, donde el olor del pan recién horneado se mezclaba con el del carbón. Pasamos junto a la mercería, con sus cortinas de cuentas en la puerta. Pasamos junto al bar donde los viejos jugaban al dominó, golpeando las fichas contra la mesa de mármol con pequeños estallidos secos.
En la plaza, nos detuvimos junto a la fuente.
"Vale," dijo Paco. "Nos separamos. Miguel, tú vas a la librería. Andrés, tú preguntas en el estanco. Luis, tú prueba en el café. Yo iré a la iglesia."
"¿Por qué la iglesia?" preguntó Miguel.
"Porque el abuelo va todos los días," dijo Paco. "A lo mejor lo dejó allí."
Tenía sentido. El abuelo iba a misa cada mañana, y luego se sentaba en uno de los bancos del fondo durante una hora, a veces más, simplemente mirando el altar o murmurando oraciones que solo él conocía. Decía que hablaba con la abuela. Decía que ella le contestaba. Mi tía no sabía si creerle o preocuparse.
Nos separamos.
El café estaba en la esquina de la plaza, con sus mesas de metal en la acera y sus toldos de rayas rojas y blancas. Entré por la puerta de cristal y el ruido de las conversaciones me golpeó como una ola. El café estaba lleno de hombres con periódicos y cigarrillos, con sus voces superponiéndose en un murmullo continuo que hablaba de política y de fútbol y de dinero. Una neblilla azulada, como un tul sostenida por una corriente de aire oculta, flotaba en el ambiente.
Me acerqué a la barra. El camarero era un hombre gordo con un delantal manchado y un bigote que le cubría medio labio superior.
"¿Qué quieres, chico?"
"Estoy buscando un libro."
"¿Un libro?"
"Mi abuelo lo perdió. Tapas marrones, gastado, sobre historia."
El camarero se rio. "Aquí no tenemos libros. Tenemos café y coñac y nada más. Pero no tienes edad de nada de esto."
"Pero mi abuelo viene a veces."
"¿Tu abuelo? ¿Quién es tu abuelo?"
"Jacinto Domínguez."
El camarero asintió, reconociendo el nombre. "Don Jacinto. Sí, viene de vez en cuando. Pero nunca con libros. Solo se toma su café y se va."
"¿Estuvo el martes?"
"El martes, no. Hace ayer, sí. Pero no traía ningún libro."
Le di las gracias y salí. Los otros ya estaban de vuelta junto a la fuente. Por sus caras supe que tampoco habían tenido suerte.
"Nada en la librería," dijo Miguel. "El librero dice que don Jacinto no ha entrado en meses."
"En el estanco tampoco," añadió Andrés. "Pero la mujer dice que lo vio ayer, caminando hacia el río, camino de San Cristobal"
"¿Hacia el río? ¿San Cristobal?" dijo Paco. "¿Qué iba a hacer allí?"
Andrés se encogió de hombros.
"A lo mejor fue a dar un paseo," dije.
"O a lo mejor se confundió," dijo Miguel. "Como siempre."
Era cierto. El abuelo se confundía constantemente sobre dónde había estado y qué había hecho. Decía que había ido al mercado cuando en realidad había ido a la iglesia. Decía que había hablado con el médico cuando en realidad había hablado con el cartero. Su memoria era como un cristal roto: los trozos grandes estaban intactos, pero los pequeños se perdían por las grietas.
"Vamos al río entonces," dijo Paco.
Caminamos hacia el oeste, alejándonos del centro de la ciudad. Las calles se volvían más estrechas, las casas más bajas, las fachadas menos cuidadas. Aquí vivían los pobres: los jornaleros, los que trabajaban en las fábricas al otro lado del Tormes. Los niños jugaban descalzos en la calle. Las mujeres lavaban la ropa en las pilas comunales. Unos pocos hombres dormían la siesta a la sombra de los aleros.
El río aparecía al final de un caminillo en bajada, brillando bajo el sol como una cinta de plata. El puente se extendía hacia la otra orilla, con sus arcos antiguos cubiertos de musgo y líquenes. Algunas barcas pequeñas estaban amarradas en la orilla, balanceándose suavemente con la corriente.
"¿Y ahora qué?" preguntó Miguel.
"Ahora preguntamos," dijo Paco.
Había un tipo en camisa de cuadros junto al agua, sentado junto al cauce. Paco se acercó a él y le preguntó si había visto a un anciano el día anterior, tal vez con un libro.
El hombre lo pensó durante un rato largo, masticando algo que podía ser tabaco o simplemente sus propias encías. Finalmente asintió.
"Sí, vi a uno. Bastante mayor. Bien vestido. No de por aquí."
"¿Tenía un libro?"
"No me fijé. Pero estaba hablando solo. Eso sí lo recuerdo."
"¿Hablando solo?"
"Sí. Como si discutiera con alguien. Pero no había nadie."
Los cuatro nos miramos. Eso sonaba al abuelo.
"¿Y adónde fue?" preguntó Paco.
"Por allí," dijo el pescador, señalando río abajo. "Hacia el molino viejo."
Le dimos las gracias y seguimos el camino que bordeaba el río. Era un sendero de tierra, sombreado por álamos y sauces, lleno de piedras y raíces que sobresalían del suelo. El ruido de la ciudad se fue apagando detrás de nosotros, reemplazado por el murmullo del agua y el canto de los pájaros.
"¿Por qué vendría hasta aquí?" dijo Miguel.
"Quién sabe," dije. "A lo mejor vino aquí con la abuela. Hace años. Y lo recordó."
Era posible. El abuelo vivía más en el pasado que en el presente. Hablaba de la abuela como si todavía estuviera viva, como si acabara de salir a comprar el pan y fuera a volver en cualquier momento. A veces ponía la mesa para dos. A veces le guardaba un trozo de su comida. Una vez, mi tía lo encontró en el dormitorio, hablándole al armario de la abuela, contándole sobre su día.
"Está perdiendo la cabeza," había dicho mi tío esa noche, durante la cena, cuando creía que nosotros no escuchábamos.
"Es la edad," había respondido mi tía. "Y la soledad."
"Pues habrá que hacer algo."
"¿Qué quieres que hagamos? ¿Llevarlo a un asilo?"
"No digo eso. Pero tampoco podemos seguir así. Cada día es algo nuevo. Ayer eran las llaves. Hoy el jersey negro de lana. Hace una semana armó un escándalo por unas llaves que nadie conoce. Mañana será otra cosa."
Mi tía no había contestado. Yo, desde la puerta de la cocina, había visto cómo apoyaba las manos en la mesa y bajaba la cabeza, cansada.
El molino aparecía al doblar un recodo del río. Era una estructura de piedra, medio derruida, con el tejado hundido y las ventanas sin cristales. La rueda del molino seguía allí, cubierta de herrumbre, inmóvil sobre el agua estancada. El lugar tenía un aire de abandono que lo hacía parecer más viejo de lo que probablemente era.
"¿Entramos?" preguntó Andrés.
"Yo no pienso entrar ahí," dijo Miguel. "Está todo lleno de ratas."
"No seas cobarde," dijo Paco.
"No soy cobarde. Soy prudente."
Pero entramos de todas formas. La puerta estaba abierta, colgando de una sola bisagra. Dentro olía a humedad y a madera podrida. La luz entraba por los agujeros del techo en rayos oblicuos llenos de polvo. Los restos de la maquinaria del molino estaban esparcidos por el suelo: engranajes oxidados, maderas rotas, sacos vacíos comidos por las polillas.
Y allí, en un rincón, sobre una piedra plana que podía haber sido un asiento, estaba el libro.
Lo reconocí enseguida. Tapas marrones, gastadas. Título en dorado, casi borrado. Exactamente como lo había descrito mi tía.
"Lo encontramos," dijo Andrés, casi sin creérselo.
Paco recogió el libro con cuidado, como si fuera algo sagrado. Lo abrió y leyó la primera página. "Historia de las Guerras Carlistas," leyó en voz alta. "Primera edición, 1909."
"¿Para esto hemos venido hasta aquí?" dijo Miguel.
"El abuelo lo quiere," dije. "Eso es lo que importa."
Pero mientras Paco guardaba el libro en su morral, no pude evitar sentir algo extraño. ¿Por qué había venido el abuelo hasta este lugar? ¿Qué buscaba aquí? ¿Por qué había dejado el libro en este molino abandonado, tan lejos de casa?
No tenía sentido. Pero luego pensé que quizás eso era exactamente el punto. Que la vida del abuelo ya no tenía que tener sentido para nosotros. Que vivía en un mundo propio, construido de recuerdos y confusiones, donde las cosas seguían sus propias lógicas imposibles.
El camino de vuelta fue más rápido.
El sol ya empezaba a descender cuando llegamos a la plaza. Las sombras se alargaban y el calor comenzaba a aflojarse. Los cafés se llenaban con los hombres que salían del trabajo. Las mujeres compraban verduras de última hora en los puestos que quedaban abiertos. Un grupo de niños jugaba al balón junto a la fuente, gritando y riendo.
En casa, encontramos al abuelo sentado en el patio, en su silla de mimbre junto a la parra. Tenía los ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el regazo. Por un momento pensé que estaba dormido, pero cuando nos acercamos, abrió los ojos.
"¿Dónde habéis estado?" preguntó.
Paco sacó el libro del morral y se lo entregó.
"Lo encontramos, abuelo. En el molino viejo, junto al río."
El abuelo miró el libro como si nunca lo hubiera visto antes. Lo giró en sus manos, pasó los dedos por la portada gastada, abrió la primera página y la cerró de nuevo.
"¿Qué molino?" dijo finalmente.
"El molino viejo. Donde usted lo dejó."
"Yo no dejé ningún libro en ningún molino," dijo el abuelo. "¿Por qué iba a hacer eso?"
Los cuatro nos quedamos en silencio, mirándonos unos a otros.
"Pero usted dijo que lo había perdido," dije. "Lleva días buscándolo."
"¿Yo?" El abuelo se rio. "No, no. Yo no perdí ningún libro. Tengo todos mis libros ahí dentro." Señaló hacia su cuarto. "Bien ordenados. Tu abuela siempre insistía en que los tuviera ordenados."
Paco intentó de nuevo. "Pero este libro, abuelo. Este que le regaló la abuela. Usted dijo que lo necesitaba."
El abuelo miró el libro otra vez, entornando los ojos. Luego negó con la cabeza.
"Tu abuela nunca me regaló este libro," dijo. "Ella me regalaba novelas. Le gustaban las historias de amor. No estas cosas de guerras."
Y entonces, simplemente, dejó el libro en el suelo junto a su silla y cerró los ojos de nuevo, como si toda la conversación no hubiera tenido lugar.
Nos quedamos allí, los cuatro, en el patio, con el libro en el suelo y el abuelo dormitando en su silla. Lo miré, tan quieto en su silla, tan perdido en algún lugar entre el pasado y el presente, entre lo que recordaba y lo que imaginaba recordar. Y pensé en la abuela, muerta hacía cinco años, cuyos regalos, los de verdad, ahora ya no tenían sentido, cuyas historias se deshacían en la mente de un hombre viejo que la llamaba por las noches y esperaba respuestas que nunca llegaban.
El sol se ponía detrás de los tejados. Las golondrinas volaban en círculos sobre la ciudad. Desde la cocina llegaban el olor de la cena y el sonido de la radio de rejilla con dos grandes botones que a mí siempre me parecieron los ojos del aparato, ante la cual tía Merche y su comadre, la Sra. Juliana, escuchaban una radionovela.
Paco recogió el libro del suelo y lo puso en una de las estanterías, entre una estatuilla de cristal y una caja de herramientas.
Yo no dije nada.



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