Él era un profesional del amor y su notable éxito con las mujeres así lo atestiguaba. Era, no obstante, modesto. Sabía que la naturaleza le había concedido un rostro y un cuerpo irresistibles. Al menos, eso pensaba él y aquella tarde, mientras se envolvía en una nubecilla de desodorante y se hacía mohines a sí mismo en el espejo, quería demostrarlo. Un picorcillo inquieto en sus hormonas, un temblor en la fuerza, le impelía a salir de caza. Un pantalón beige deportivo, mocasines de patrón de yate y un polo de marca completaron el uniforme de batalla. Mientras esperaba al ascensor sonrió para sí siendo consciente de que tenía el éxito asegurado. Picó un pincho de tortilla en la cafetería del boulevard y, ya oscurecido, entró en Verona’s, su bar de copas preferido. Sonaba algo de Detroit Tecno y las luces de colorines giraban alocadas sobre la pista y la barra. La decoración pretendía ser tan italiana como el nombre del local pero el resultado era más bien horrible. La técnica que utilizaba era sencilla y no por repetida dejaba de ser eficaz. Se sentaba en la barra y pedía un Blavod con licor de manzana. En dos sorbos ya había cartografiado la manada. En tres sorbos, seleccionado a la víctima y en cuatro planificada una estrategia de acecho y captura.
Se llamaba Aurora. Veinticuatro años, le dijo. Ingenua, como a él le gustaban. Secretaria, le comentó. Bailaron. No lo hacía mal la chica. Casi bailaba tan bien como él mismo. Estaba resultando sencillo. Y es que era normal. Una joven acostumbrada a mediocres, cortejada por un tipo como él. Una especie de premio gordo para la mujer, pensó. El temblor en la fuerza se hizo más intenso ahora que ya veía cercanas las sábanas calientes. La invitó a una copa. ¿Lo mismo que yo?, preguntó. Te gustará, afirmó. El Blavod acabó de completar el plan. Te invito a mi casa. No sé, no debo. ¿Por qué no puedes?, soy de fiar, ¿no te gusto? Sí, mucho, pero no sé. Un beso tierno. Otro más. Elegancia, delicadeza.
La invitó a entrar y encendió el estéreo. Jazz suave. Eso nunca fallaba. Ella se entregó con pasión a sus labios y él pensó que había resultado más fácil de lo previsto.
Cuando le quitó la blusa, ella le dijo que quería tomar una copa mientras se desnudaban despacio. Mira por dónde, la chavala se desmelenaba. Le encantó la idea. ¿Blavod otra vez?, preguntó. Deja, ya te lo preparo yo- sonrió con aquellos labios encarnados que le estaban ya volviendo loco-. Él se tumbó en la cama, en calzoncillos, admirándose de su propio poder con las mujeres. Y es que cuando a uno Dios le otorga tantos dones, no puede más que sentirse emocionado y satisfecho de sí mismo. Ella salió en ropa interior. Contorneándose, seductora. Sujetador negro de seda transparente y tanguita que dejaba entrever un pubis depilado. En sus manos dos copas con el cocktail. Untó un dedo en una y lo chupó sensualmente. Él percibió nuevamente el temblor de la fuerza y sonrió incrédulo de que todo fuese tan maravillosamente bien. Bebamos, dijo ella. Y él bebió lo más rápido que pudo porque necesitaba olvidarse ya de los preliminares. Aquellos pezones enhiestos llamaban al combate. Fue a besarla pero súbitamente notó que se le cerraban los ojos. Era la dulzura del amor, pensó. Ella le acarició el cabello. Era un sueño, un hechizo de mujer, una bruja del amor. Había nubes en la habitación y pajaritos y cascadas de agua. Por un instante, sospechó que las cascadas no auguraban nada bueno pero tenía demasiado sueño para ponerse a pensar en ello. Lo último que creyó ver fue que la chica rebuscaba en los bolsillos de sus pantalones y sacaba su cartera. Intentó alargar su mano pero el letargo era invencible. Balbuceó algo inaudible. Después, cayó profundamente dormido.
Lástima – pensó ella mientras limpiaba las copas para que desaparecieran los rastros de somnífero (escopolamina para ser precisos, que ella era química de carrera y sabía lo que se hacía) - es guapo, podía haber sido una buena noche.
Se llamaba Aurora. Veinticuatro años, le dijo. Ingenua, como a él le gustaban. Secretaria, le comentó. Bailaron. No lo hacía mal la chica. Casi bailaba tan bien como él mismo. Estaba resultando sencillo. Y es que era normal. Una joven acostumbrada a mediocres, cortejada por un tipo como él. Una especie de premio gordo para la mujer, pensó. El temblor en la fuerza se hizo más intenso ahora que ya veía cercanas las sábanas calientes. La invitó a una copa. ¿Lo mismo que yo?, preguntó. Te gustará, afirmó. El Blavod acabó de completar el plan. Te invito a mi casa. No sé, no debo. ¿Por qué no puedes?, soy de fiar, ¿no te gusto? Sí, mucho, pero no sé. Un beso tierno. Otro más. Elegancia, delicadeza.
La invitó a entrar y encendió el estéreo. Jazz suave. Eso nunca fallaba. Ella se entregó con pasión a sus labios y él pensó que había resultado más fácil de lo previsto.
Cuando le quitó la blusa, ella le dijo que quería tomar una copa mientras se desnudaban despacio. Mira por dónde, la chavala se desmelenaba. Le encantó la idea. ¿Blavod otra vez?, preguntó. Deja, ya te lo preparo yo- sonrió con aquellos labios encarnados que le estaban ya volviendo loco-. Él se tumbó en la cama, en calzoncillos, admirándose de su propio poder con las mujeres. Y es que cuando a uno Dios le otorga tantos dones, no puede más que sentirse emocionado y satisfecho de sí mismo. Ella salió en ropa interior. Contorneándose, seductora. Sujetador negro de seda transparente y tanguita que dejaba entrever un pubis depilado. En sus manos dos copas con el cocktail. Untó un dedo en una y lo chupó sensualmente. Él percibió nuevamente el temblor de la fuerza y sonrió incrédulo de que todo fuese tan maravillosamente bien. Bebamos, dijo ella. Y él bebió lo más rápido que pudo porque necesitaba olvidarse ya de los preliminares. Aquellos pezones enhiestos llamaban al combate. Fue a besarla pero súbitamente notó que se le cerraban los ojos. Era la dulzura del amor, pensó. Ella le acarició el cabello. Era un sueño, un hechizo de mujer, una bruja del amor. Había nubes en la habitación y pajaritos y cascadas de agua. Por un instante, sospechó que las cascadas no auguraban nada bueno pero tenía demasiado sueño para ponerse a pensar en ello. Lo último que creyó ver fue que la chica rebuscaba en los bolsillos de sus pantalones y sacaba su cartera. Intentó alargar su mano pero el letargo era invencible. Balbuceó algo inaudible. Después, cayó profundamente dormido.
Lástima – pensó ella mientras limpiaba las copas para que desaparecieran los rastros de somnífero (escopolamina para ser precisos, que ella era química de carrera y sabía lo que se hacía) - es guapo, podía haber sido una buena noche.
Salió con los mil euros que el hombre tenía en la cartera, un alfiler de corbata con un diamante y el reloj que parecía de oro, pero cuando cruzó el portal volvió a poner su expresión más ingenua.
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