Es curioso cómo haces que la vida se convierta en un tablero de ajedrez. Los días son como sus casillas, blancas o negras. Blancas si estoy contigo. Negras si no lo estoy. Así de drástico, de contrapuesto, de maniqueo. O lo tengo todo o me falta hasta el aire. La pieza que soy – quizá un peón, un alfil como mucho, mientras que tú eres la reina- se consume en un cuadradito negro cuando estás lejos, cuando no puedo verte, ni llamarte, ni decirte que te amo, jugando a la defensiva en la vida como suelen hacer las negras al jugar en desventaja. Entonces haces un movimiento y paso a la casilla blanca, llena de luz, porque estás junto a mí. Y eso ya lo es todo. Son esos días en que llegamos cansados y te desvistes frente a mí, te das una ducha y te pones el camisón. Estás hermosa en camisón, sin maquillar, cansada. Quizá porque muestras tu lado más frágil, más tierno, más dulce, cuando te cubriría de besos y caricias. Es bello lo cotidiano contigo. Y eso basta para que la vida sea buena. Es suficiente que camines alrededor mío con tus pies descalzos, que pueda darte un masaje tranquilo mientras me cuentas cómo ha ido el día. Es luminosa la vida cuando ceno contigo, en una mesa apartada adornada por un búcaro con una rosa que aún guarda algo de fragancia. Cuando compartimos el primer plato- siempre demasiado- o cuando me hablas de ti, difuminada tu silueta entre el azul del humo del cigarrillo que vuela entre nosotros. Luego, en el taxi que nos devuelve a casa, tomo tu mano y presiento el placer que tu piel de melocotón augura.
13/6/10
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