Las calles se reflejan deformadas en el cristal del automóvil, como si se tratara de una película antigua desenfocada y en blanco y negro. Porque no hay otros colores desde entonces, piensa. El tráfico es espeso, viscoso, plomizo. Gris. Y le da tiempo a recordar. Piensa, mientras las nubes de la tarde se confabulan contra el asfixiante calor. Pronto, lloverá. Ya llueve en su alma. Llueve desde aquel día, piensa.
El primer segundo de ausencia le resultó tan doloroso que no imaginó nada peor. El segundo, insoportable. Pero, como los granos de un reloj de arena, los segundos fueron formando montoncitos de minutos y estos, montañitas de horas y estas cordilleras de días y de meses. Once meses, piensa. Once meses sin verla. Y esta ciudad es tan grande que la estadística juega en contra para que se encuentren por azar, a la salida de un café o de una sesión nocturna de los multicines. Le gustaban las películas suecas, piensa. Aquellas de eternos monólogos y planos lentos y apesadumbrados. A él no le gustaban nada pero si supiera dónde proyectan una, no dudaría en tragársela entera. Por ayudar al azar, más que nada. Es irónico cruzarse cada día con millones, hablar por teléfono con decenas, ver miles de rostros en la televisión y que nunca aparezca el suyo. Piensa. Y se entristece. Joder, cómo se entristece.
Por la mañana, un amigo le dio una palmadita en la espalda y le recomendó olvidarla, comenzar de nuevo, que la vida es larga y hay mucha felicidad por encontrar. Pero uno no puede empezar limpio y peinado tras caerse en el barro. Bastante hace con alzarse, palparse los huesos por si algo se ha roto y, cojitranco, sucio, agotado, aparentar ante los demás -que lo miran con el desdén que se regala al perdedor- que nada ocurre, que uno es indestructible. Y él se cayó y la jodió hasta el fondo hace once meses.
Llueve. Bajará la temperatura y otros podrán dormir. Él sabe que no lo hará hasta que vacíe la botella de brandy que ha comprado en la gasolinera.
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