No es un sitio muy limpio y es que el ayuntamiento dice que los servicios municipales corren riesgo en el barrio, que les han asaltado varias veces. Algunos taxistas cobran un extra por adentrarse en nuestras calles a partir de cierta hora, otros sin más se niegan a conducir más acá de la cuarta con la sesenta. Hay portales que, por la noche, se convierten en puestos ambulantes de hierba y, de tanto en cuanto- menos de lo que airean los diarios- se lía una trifulca en alguna esquina en la que las navajas brillan por un instante antes de dejar un rastro de sangre y desaparecer. Un barrio poco recomendable, estarán ustedes pensando.
Sin embargo, huele a salitre porque el puerto está cerca y, por las mañanas, se escucha el sonido profundo de las bocinas de los barcos. Cada amanecer, las nubes juguetean con el sol y se colorean de anaranjados brillantes y chiribitas chispeantes. Hay gorriones en los tejados y nidos de golondrina en los alfeizares. Hay muchachas bonitas que le sonríen a uno y por las tardes se montan espontaneas fiestas en la plaza. Con poca cosa. Unas botellas de margarita o unas birras afanadas en la gasolinera y multiplicadas con agua, como si del milagro de los panes se tratara, para dar de beber a tantos que se acercan a bailar. Hay música cuando se juntan Hugo y su guitarra, el cajón de Oscar y el saxo de Fran. Nadie sabe por qué éste tiene la cicatriz en la mejilla pero sea cual fuera la razón- es seguro que hubo una mujer por medio- hace que su melodía suene como bajada del cielo. Las comadres bajan olivas, pan, tortilla y embutido y nos da la noche entre corcheas. Alguno invita a tabaco y fumamos despacio, exhalando el humo con parsimonia. Hablamos a voces, reímos. Las luces de las ventanas, mitigadas por cortinas de plástico coloreado, hacen de farolillos improvisados y la luna naciente, grande como nadie nunca la ha visto antes, se tumba sobre su panza justo un poco por encima del horizonte. A veces, incluso, Maria Luisa me sonríe y entonces yo pienso que mi barrio no es como cuentan.
Sin embargo, huele a salitre porque el puerto está cerca y, por las mañanas, se escucha el sonido profundo de las bocinas de los barcos. Cada amanecer, las nubes juguetean con el sol y se colorean de anaranjados brillantes y chiribitas chispeantes. Hay gorriones en los tejados y nidos de golondrina en los alfeizares. Hay muchachas bonitas que le sonríen a uno y por las tardes se montan espontaneas fiestas en la plaza. Con poca cosa. Unas botellas de margarita o unas birras afanadas en la gasolinera y multiplicadas con agua, como si del milagro de los panes se tratara, para dar de beber a tantos que se acercan a bailar. Hay música cuando se juntan Hugo y su guitarra, el cajón de Oscar y el saxo de Fran. Nadie sabe por qué éste tiene la cicatriz en la mejilla pero sea cual fuera la razón- es seguro que hubo una mujer por medio- hace que su melodía suene como bajada del cielo. Las comadres bajan olivas, pan, tortilla y embutido y nos da la noche entre corcheas. Alguno invita a tabaco y fumamos despacio, exhalando el humo con parsimonia. Hablamos a voces, reímos. Las luces de las ventanas, mitigadas por cortinas de plástico coloreado, hacen de farolillos improvisados y la luna naciente, grande como nadie nunca la ha visto antes, se tumba sobre su panza justo un poco por encima del horizonte. A veces, incluso, Maria Luisa me sonríe y entonces yo pienso que mi barrio no es como cuentan.
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