- Me gustan los techos altos – dijo ella, ensimismándose en los claroscuros que pintaba la luz en el aire.
Él la miró y recorrió en silencio la silueta de su cuerpo desnudo. Lentamente, comenzando en la frente, imaginando otra vez el sabor de sus labios recién besados, el tacto de sus pechos, la armonía de su vientre, aún caliente de él, y la onda sinuosa de sus muslos. Permanecía tumbada de espaldas, casi en la misma postura en la que había quedado cuando él se había derramado en ella, exhausto de placer y de ensueño, unos minutos antes. Miraba hacia lo alto, a ese techo lejano del que pendía una lámpara labrada en bronce. Las cortinas que cubrían la intimidad de ambos filtraban el anaranjado tenue del atardecer el cual, por esos casuales que se dan siempre entre enamorados, iban a dar justamente en la mujer.
- Me gustan los techos altos- repitió-, se asemejan a un cielo que nos protege, dejan que el aire sea limpio, que se respire mejor. Permiten soñar.
A él le hubiera gustado elevarse en secreto, como en esas películas en que el cuerpo queda varado en el lecho y el alma asciende libre y vaporosa. Subir a lo alto de la habitación, al contacto de ese techo tan alto y, desde allá, observarla. Verla en toda su belleza, el cabello revuelto sobre la almohada, el sudor del embate amoroso aún sobre su piel, una mano en su pecho, la otra buscándole a su vera. Le hubiese gustado permanecer etéreo sobre ella, protegiéndola, asegurándose de que su descanso no fuese perturbado, inundándose de su hermosura. Sí, a él también le encantaban las alcobas de alto techo.
Sintió el cálido roce de la mano de ella en su cuerpo. Vio como su boca sensual depositaba un suave beso en su torso y se abandonó nuevamente a ella. Arriba, muy arriba, colgados del alto techo, los duendes del amor sonrieron.
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