Apretujó el tabaco dentro de su pipa antes de prenderlo con un tizón fino que tomó de la hoguera. Se sentó en el porche, frente al sol naranja que se desvanecía entre el ramaje que cubría la pérgola, aspiró profundamente hasta que sintió que sus pulmones se llenaban de humo y expiró con parsimonia. Seguramente llovería por la noche. El cielo ya reposaba sobre una almohada gris marengo que se estaba condesando hacia el este. Sí, llovería. Lo notaba en el vuelo inquieto de los pájaros que se apresuraban a buscar cobijo en sus nidos, en el croar agitado de las ranas en el estanque y en el escozor que punzaba en la herida de su pierna. En las noches de tormenta era difícil conciliar el sueño. No por los truenos ni por el campanilleo de la dura lluvia de la meseta, a los que se había acostumbrado hacía muchos lustros, sino por los recuerdos que le visitaban en cuanto se acostaba. Miró la carta que esperaba lectura. La había traído un criado y se la había entregado con despreocupación. De casa del señor Monterrey, había dicho con una reverencia sumisa.
- Monterrey, ¿qué quiere ahora este maldito pendejo?- se había preguntado en voz alta sin importarle un comino que el criado le oyera.
Cuando todo aquello había acaecido, él estaba ocupado con el ganado y dando órdenes a los hombres, así que dobló la carta y la introdujo en la alforja sin atenderla. Habría tiempo para hacerlo después. El día fue largo y pesado. Unas cuantas terneras se habían perdido en el paso del río y hubo de cabalgar un par de horas hasta localizarlas en un pedregal, ya casi fuera de la hacienda. Para cuando regresó a la casa, la noche era ya cerrada. Se tiró sobre el diván y llamó a gritos a Soledad, la esclava mulata que le había servido desde que tenía uso de razón. Tanto tiempo que, a veces, se preguntaba si habría hecho algún pacto con el diablo para hacerla inmortal. Casi se había dormido- lo recordaba bien- cuando le vino a la mente la carta de Monterrey. La noche no invitaba a alejarse de la chimenea pero algo dentro de él le hizo correr a las caballerizas y rebuscar entre las alforjas. Estaban en el suelo, limpias y prestas para el día siguiente. Los caballos se inquietaron por un momento al verlo entrar pero su familiar figura y su voz tranquilizándolos, los calmó. Tomó el mensaje y corrió hacia la mansión. Eran sólo unos metros pero llegó empapado y malhumorado. Antes de leerla se sirvió un brandy. En el sobre sólo ponía “para Humberto Santillana” y ese era su nombre. La letra era suave, sensualmente barroca, y Humberto se sorprendió de que un tipo tan indeseable como Monterrey tuviese una caligrafía tan delicada. Tomó un estilete y rajó uno de los bordes. Un aroma perfumado le embriagó por un segundo.
- Será maricón el Monterrey.- pensó Santillana- Ahora debe perfumarse.
La idea sólo permaneció un instante en su mente porque, casi de inmediato, reconoció la letra de María Estela.
Y entonces, incluso antes de leer la primera palabra, miles de imágenes se le agolparon en la cabeza como si un duende las hubiese liberado de la prisión en la que él las había recluido. Sombras vagas de caricias, de besos, de su piel blanca y suave, de su melena morena, de risas, de juegos impropios de adultos y que, sin embargo, es lo único que hace que merezca la pena ser adulto, de noches insomnes en la urgencia del amor. Tenía la camisa puesta y por eso no podía verlo pero estaba seguro que, a la altura del corazón, la carne se le estaba abriendo de rabia y de pena. Habían pasado muchos años. Demasiados en el calendario pero escasos en el olvido. Se vio a sí mismo en la plenitud de su vida, con cuarenta y cuatro recién cumplidos, seis mil cabezas de ganado, una finca que era la envidia de sus amistades y un buen amigo en el que confiaba, Servando Monterrey. Una vida excitante que le llenaba de dicha y que no le dejaba pensar en nada que ni fuera el provecho del rancho cada minuto de su existencia. Se sentía libre y en verdad lo era. Hasta que llegó ella. Una mujer más atractiva que las diosas mitológicas, culta, recién llegada de España, esbelta, inteligente y con una sonrisa por la que cualquier hombre se dejaría matar sin pestañear. Servando y él habían ido a la ciudad para unas gestiones con el notario y, por azar, fueron invitados a una cena que el doctor Prendes daba aquella noche. Aceptaron más por compromiso que por agrado. Ellos eran más de visitar a las señoritas de la Maison Habana que aguantar la cháchara de las esposas de los terratenientes o las solteronas que abundaban en el lugar. Nunca sospecharon que a su mesa se sentaría María Estela Hernández, viuda reciente que buscaba establecerse en América. Y menos aún imaginaron que ambos se enamorarían aquella misma noche de la misma mujer. Loca, apasionadamente, como se relataba en las novelas que vendían en la librería de la señora Pajares. No sucedió nada aquella velada a no ser porque ambos no durmieron en toda la noche y porque ambos soñaron despiertos con besar algún día los labios de Estela. Unos cuantos meses después, Servando y María Estela anunciaron su compromiso. Monterrey se lo comunicó a él primeramente en privado, como deben hacer los amigos. También en una noche de tormenta. Él, por toda respuesta, le abofeteó el rostro y el otro, herido en su honor por un amigo del que esperaba bienintencionados deseos, se enzarzó a puñetazos. Pelearon largamente bajo la lluvia, revolcándose en el barrizal que el chubasco había formado en el jardín. Casi se matan y, para cuando la boda se celebró, habían pasado de ser íntimos a odiarse intensamente.
Santillana no había dejado de amarla. Tanto como odiaba a Servando, la amaba a ella. Durante aquellos años que le habían hecho viejo, no había dejado de maldecir cada noche el nombre de su antiguo amigo y bendecir con un beso lanzado al aire el nombre de ella. La mulata Soledad que, aunque arrugada y achacosa, seguía viva fiel a su pacto con el demonio, le gritaba de tanto en cuanto:
- Deje usted de hacer el idiota. Parece un criajo del diablo. Ella se casó con el otro. Punto. Busque usted otra mujer que para eso tiene hacienda y dineros y déjeles vivir en paz.
Pero él perseveraba. Si le era posible se las arreglaba pare que los negocios de Servando fracasaran. Bajaba el precio del ganado en el último instante, aún perdiendo plata, para que el otro perdiese aún más. Incluso, intentó desviar el cauce del río para que dejara de fluir hacia las tierras de Monterrey. Y casi lo consigue a base de presas y canalizaciones si no hubiera sido porque un otoño especialmente tormentoso provocó una inundación que acabó con los parapetos y los muros pacientemente levantados. A veces, cuando iba a la ciudad, se apostaba tras un carromato y esperaba horas para verla pasar. En su fiebre estaba convencido que ella no era feliz al lado del idiota de Servando y que, algún día, reconocería su error y llamaría a su puerta. Y él, entonces, la esperaría con los brazos abiertos, colmándola de dicha y de anhelos como al hijo pródigo que regresa tras larga ausencia.
Acarició la carta que había recibido. La tormenta debía estar casi encima porque el sonido del trueno apenas se demoraba respecto a la luz del relámpago. Las gotas del aguacero eran pesadas y golpeteaban contra los vidrios de las ventanas. El viento tamborileaba en los batientes y las ascuas de la chimenea crepitaban entre pavesas bailarinas. El momento había llegado. Ya se imaginaba lo que María Estela le había escrito. Que era desdichada, que le pedía perdón por no haberlo elegido, que Servando era un pendejo, que fuera ya mismo a rescatarla, a derribar la cancela de la casa de los Monterrey, que le prometía recuperar los años perdidos, que ahora ya sólo la muerte los separaría, que lo deseaba, que lo amaba tanto como él la amaba y la había querido todos estos años. Aspiró otra vez la fragancia de los pliegos y delineó con su dedo la curvilínea letra de ella. Sorbió un poco de brandy y se dispuso a leerla imaginando estar ya montado en su potro y cabalgando, bajo la lluvia, hasta la alcoba de la mujer para traerla – y sería mejor que Monterrey no se interpusiera si no deseaba recibir un balazo en la frente- a la casa.
La sirvienta Soledad entró con un café y se sobresaltó. Vio cómo Humberto introdujo las hojas en el sobre sin leerlas, cómo arrugó la carta hasta hacerla una bola deforme y cómo la lanzó al fuego que la consumió en un instante. Después, vio cómo aquel hombre alto y fuerte, entrado en años, rudo y acostumbrado a la dureza de la tierra, lloraba como un niño con su cara escondida entre sus manos.
- No puedo leerla, Soledad, no puedo- gimoteó- ¿Y si no dice que me ama? Es mejor no saberlo nunca, ¿no crees?
Se secó las lágrimas con sus grandes manos y tomó la pipa para seguir soñando.
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