Maurice Heldume comenzó a trabajar en el banco cuando aún
era un chiquillo, recién terminados unos básicos estudios administrativos –nunca
tuvo recursos como para asistir a la universidad a pesar de que sus
calificaciones siempre fueron buenas- y por influencia de un tío de su madre
que vivía en París. En una visita rápida que hizo un verano a la granja de la
familia en Aquitania observó que Maurice era un muchacho despierto, capaz de
abrirse camino en la enmarañada organización del Banque Dubous, entonces una
pequeña entidad que operaba al sur de la capital. Con una maleta que casi
estallaba de ropa y embutidos, mucho miedo en el cuerpo y unos cien francos en
el bolsillo abrazó a sus padres y a su hermano Jean, tomó el expreso nocturno y
se aventuró al mundo de la gran ciudad.
No le había ido mal. Progresó hasta convertirse en jefe de
sucursal, se adaptó pronto a la luz del Sena y al bullicio de los bulevares y casó con una buena chica con
la que fue feliz hasta que ella, víctima de un imprevisto ataque al corazón, se
marchó al cielo dejándolo viudo con tan sólo cuarenta y ocho años. No habían
tenido hijos, de modo que, a la muerte de Elsa, Maurice se dedicó plenamente a
su trabajo. Era apreciado por sus jefes y por sus colaboradores, conocía el
negocio y su labor le satisfacía.
Así fue hasta que el pequeño banco fue absorbido por una
multinacional europea que, como siempre ocurre en estos casos, procedió a una
restructuración inmediata con el fin- dijeron- de “conseguir la rentabilidad
que nuestros accionistas merecen”. O dicho de otro modo, despidos y concreción
de objetivos cada vez más ambiciosos. Los nuevos jefes mantuvieron a Maurice en
su puesto y le manifestaron que los reportes que de él tenían eran plenamente
satisfactorios. Por eso, le dijeron, esperaban de él lo mejor, que diera el
cien por cien- esto le sonó a entrenador de fútbol arengando a sus delanteros-
y le impusieron la venta de nuevos productos financieros tan sofisticados como
incomprensibles.
-
Usted, Heldume, no intente entender estas
opciones de inversión. Son tan avanzadas que sólo nuestros mejores expertos las
comprenden plenamente. Ni siquiera yo mismo soy capaz de entenderlas- le dijo
un día Mrs. Marquette, el director de zona-, pero tampoco es necesario que lo
haga. Lo que realmente es importante, lo que constituye el
core del negocio – pronunció la palabreja en un inglés
afectado y ridículo- es que funcione como funcione deja beneficios en el banco.
¿Lo entiende usted? De lo que se trata es que aproveche la confianza que sus
clientes tienen en usted para que les convenza que se trata de algo muy
ventajoso para ellos. Que lo es, no lo dude usted, que lo es. También para
nuestra entidad, claro está, pero sobre todo para ellos. Yo nunca le pediría
que engañara a nadie.
Los clientes de Heldume eran, en su mayoría, gente del barrio,
pequeños comerciantes, jubilados, que apreciaban su simpatía y su amabilidad, el
que les aconsejara cómo obtener un uno por ciento más de interés de sus ahorros,
jóvenes parejas que se embarcaban en una vida en común amarrados a una hipoteca
o viudas que aspiraban a no perder sus ingresos. Maurice les había tratado
siempre con cercanía, con amistad, proponiéndoles lo que para él mismo hubiera
sido una buena idea, con los productos de ahorro o de inversión en los que él
se sentía seguro, los que conocía, los que comprendía. Depósitos a plazo, algún
que otro bono del tesoro, pequeñas inversiones en valores conservadores que
nunca bajaban, recomendaciones de no tomar una hipoteca que le endeudara a uno
para toda la vida, en fin lo que había aprendido desde que entró en el Dubous.
Pero ahora todo había cambiado. Cada propuesta, para
empezar, era impronunciable. El francés había desaparecido del negocio y ahora
todo se decía en inglés, a poder ser con siglas. Él entendía poco, sus clientes
menos.
-
¿Y esto me da un buen interés, Maurice?- le
preguntó un día Madame Gelliert, una jubilada de sesenta y seis años cuyo
marido había fallecido el verano anterior dejándole una decena de miles de
euros en la cartilla.
-
Pues aquí indica que el 4%. Me parece un milagro
en estos días pero si aquí lo pone es que el banco lo da. Ya sabe, madame
Gelliert, ahora somos una multinacional poderosa.
Necesitó un año para darse cuenta que mentía. Poco a
poco, estudiando en casa los folletos y navegando en Google hasta dejarse las
pestañas, fue comprendiendo los productos que ofrecían y, sobre todo, entendió
los riesgos que implicaban, las verdades a medio decir, lo que se ocultaba y lo
que se exageraba. Algo en su interior- él siempre había sido honesto y se
vanagloriaba de ello- le decía que todo aquello era inmoral. Una tarde, cuando
el resto de empleados se habían ya marchado, se topó con el director de zona.
Dudó por un instante pero, armándose de valor, le preguntó sobre aquellas
propuestas de inversión, sobre lo que había leído, preguntó cómo el banco
cubría aquellos riesgos desmedidos.
-
Maurirce, Maurice- el otro le agarró por el
hombro en un gesto de amistad tan falso como inusual-, usted es un banquero,
uno de toda la vida. Y la banca es comercio, algo de publicidad, se exageran
los beneficios y se minoran los inconvenientes. Algo natural, como usted sabe.
No se haga muchas preguntas, Heldume. Lo está haciendo bien, tiene una gran
carrera profesional en nuestra empresa, usted ya me entiende.
El director de zona sonrió de manera mecánica y le hizo un
ademán con el dedo como si le avisara de que no debía entrar en dónde no había
sido llamado. Maurice Heldume se quedó de pie, en el mismo lugar en el que
había tenido la conversación, sin casi pensar, entendiendo lo que le habían
dicho sin decírselo.
Habían pasado ocho años desde aquello y Heldume se había
transformado. Al poco de haberse encarado al director de zona pidió formación
en informática – "para progresar más rápido en todas las opciones que esta
nuestra empresa nos ofrece"-, dijo, y mejoró sus resultados en un quinientos por
cien. Había entendido el mensaje y se aplicó a ello. Le nombraron empleado del
año en dos ejercicios consecutivos y ascendió a vicepresidente regional. Ya no
hablaba con sus clientes, ahora debatía con otros de su nivel, daba órdenes a
sus secretaria y se codeaba con los miembros del Board- se
había acostumbrado a decirlo en inglés, sonaba mucho más profesional. Un
tiburón de las finanzas al que los headhunters codiciaban. Continuaba
siendo un empleado severo y estricto, no dejaba su despacho antes de las siete
y se aseguraba que todas las tareas diarias habían sido cumplimentadas. En
cierto modo, era considerado un jefe obsesivo y riguroso, que amaba el detalle
y que vigilaba personalmente cada pequeño aspecto de la rama de la organización
que de él dependía. Se había hecho legendaria su imagen frente al ordenador, tecleando
y tecleando, hallando datos que ningún otro lograba siquiera intuir. A ello
había contribuido su formación reciente en informática a la cuál había dedicado
tantísimas horas hasta convertirse en un experto.
-
Sabes más que mi sobrino Luc – le había dicho un
día el jefe del departamento- que estudió en el MIT y que es responsable de
desarrollo en la IBM.
Aquel día estaba cansado y los ojos le escocían de tanto
mirar la pantalla de la computadora. Había cancelado todas las reuniones y
ordenado a su secretaria que no dejara entrar a nadie. El día había llegado y quería
estar absolutamente seguro de que no habría fallos, de lo cual estaba casi
seguro porque cada hito se había cumplido a la perfección. Millares de pequeños
pasos para llegar al objetivo, reflexionó, ese era el secreto. Ser
insignificante para que nadie te detenga.
Revisó una vez más los códigos y ejecutó
off-line el fichero batch que había
escrito una semana antes. Vio cómo los nombres y las cifras desfilaban delante
de sus ojos y comprobó que los números de cuenta eran los correctos y que las
cantidades estaban bien escritas.
//TRANSACTION
ORDER #3409AF453 MRS.BENTOI 400,000€ //SWITF
AB67403<->895RT// ->
//TRANSACTION
ORDER #6789ABB58 MR.JEUMONT 400,000€////SWITF
AC57488//-//975PP//
//TRANSACTION
ORDER #5200AFB71 MR.TREMONAND 400,000€////SWITF
HY78113//-//909QT//
//TRANSACTION
ORDER #7777HU482 MRS.DOLMANT 400,000€////SWITF
IY69193//-//456KT//
//TRANSACTION
ORDER #3119CC113 MRS.GELLIERT 400,000€////SWITF
UN70173//-//805ST//
//TRANSACTION
ORDER #3710TT222 MR.FALLET 400,000€////SWITF LJ16704//-//835MT//
Abrió la carta de su hermano que, ya hacía años, se había
marchado a vivir a Suecia. Siempre había mantenido una cercana relación con él
aunque no se habían visto durante años, casi desde que abandonó la casa de
campo de su niñez. Pero el teléfono les había unido y con el correo electrónico
les fue fácil organizarlo. Buscó entre las páginas:
-
Habrás ya reservado tu vuelo a Berna. Tu nombre
quedará registrado y eso es lo que importa. Llamé al hotel para reservarte una
habitación a la que nunca llegarás. Para el mundo estarás en Suiza. Te he
dejado el coche alquilado en el parking del terminal 2. Será un largo viaje
hasta Estocolmo y espero que no te pierdas. Nunca has sido muy ducho en
conducir y menos en orientarte. Sigue las indicaciones del navegador. He
calculado que precisarás unas diecisiete horas. Unas once hasta Copenhague y
luego cruzas por el puente nuevo y estarás aquí en otras seis horas. Es lo bueno de la Unión europea. Quizá
tengas que mostrar tu carnet de identidad pero nadie va a meter tus datos en un
ordenador. ¿Estás seguro de lo que haces?
Claro que lo estaba. Más seguro que nunca. El plan estaba
bien ideado. Lo que menos le había costado, curiosamente, era llegar al círculo
de confianza que permitía acceder a los ordenadores. Luego, todo había sido
cosa de estudiar y estudiar. Aunque en el banco le consideraban un gurú de la
informática, él sabía que en realidad se le podía denominar un
hacker. Se sonrió al recordar lo ridículamente sencillo que
había sido encontrar las claves principales. Uno podía pensar que los grandes
potentados utilizan códigos sofisticados pero no es así. Son nombres de hijos,
de amantes, fechas de cumpleaños. El resto había sido sencillo. Esas gentes no
miran ni controlan lo que gastan. Muchas y pequeñas, insignificantes para su
nivel de vida, transferencias a una cuenta en Suiza. A lo largo de seis años,
día tras día, al principio con el miedo en el tuétano de ser descubierto, luego
con la certeza de que nadie iba a buscar quinientos euros, que nadie iba a
comprobar una cena en un restaurante sobre todo si era en los habituales del
Board. Comprobó la cifra total. Cuarenta millones.
Suficiente.
No los había olvidado. A ninguno de ellos. Ni a Madame Gelliert
a la que embaucó con aquellas acciones que nunca debió tomar; ni a Monsieur Bercolant,
que perdió en bolsa más de un veinte por ciento del valor de sus ahorros; menos
aún a los Careland a los que el banco quitó la casa hacía ya dos años- comprobó
que la transferencia para ellos era de quinientos mil euros-, ni a ninguno de
sus viejos clientes, el tabernero Dupont, Mrs. Gascogt de la pastelería, la
anciana Marie, el policía retirado Jeumont, el taxista Belmont, tantos y tantos.
No los había olvidado. Ahora, quizá entenderían lo que había estado haciendo estos
años. Bueno, quizá nunca lograran establecer la relación entre el adinerado y
desconocido tío de Australia que les iba a dejar una herencia y el banquero de
Aquitania al que seguramente ya habrían olvidado y dejado de maldecir.
Quemó la carta de su hermano y la echó al retrete. Revisó el
billete de avión y llamó por teléfono desde el despacho para confirmar en el
hotel que llegaría tarde. Le buscarían en Suiza. Comprobó el pasaporte falso
que le permitiría vivir con su hermano. El avión salía en dos horas.
Tomó el maletín y pulsó ENTER en el
ordenador. La pantalla se llenó de nombres, códigos y cantidades.
- Hasta mañana- saludó cortésmente al guarda de
seguridad de la puerta.
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