El club de Jubilados “Conversaciones”
es pequeño, austero en el mobiliario, algo frío en invierno y situado en los
arrabales de una gran ciudad, en uno de esos barrios de gentes humildes, poca
seguridad nocturna y paro en aumento que circundan todas las metrópolis. Con
todo, es agradable y sirve para que las tres docenas de jubilados de la zona se
reúnan cada tarde a conversar, despotricar del gobierno o jugar a las cartas.
Abre de tres a siete. La dirección quiso alargar el horario hasta las diez hace
unos años pero el barrio es demasiado peligroso para que
los ancianos caminen solos por las calles una vez que oscurece. A esas horas, las aceras se llenan
de chicas jóvenes que pasan frío mientras buscan clientela y hombres mal encarados que las vigilan desde lejos.
-
¡Órdago!- grita, Pablo, setenta y cuatro, pelo
abundante aunque completamente blanco, una arritmia persistente, rostro arrugado
por el sol y el trabajo de décadas.
-
¡Coño, la jodimos!- contesta Mauro, setenta y
tres, poco cabello, colesterol por las nubes, gafas grandes y una cara tan
curtida como la de su compañero de mano- ¡Otra vez, Pablo, otra vez! ¿Cuántas veces te tengo que decir que me
hagas una seña?
Enfrente, Julián y Germán, los contrincantes,
que mientras sonríen maliciosos arrastran para sí todas las alubias que acaban
de ganar gracias al ya afamado temperamento de Pablo que se deja llevar en
cuanto ve un par de cartas afortunadas.
-
La próxima vez va a jugar contigo tu santa-
murmura Mauro mientras baraja de nuevo- Ahora mírame, por Dios, mírame antes de
fastidiarla otra vez.
Su santa, Rafaela, está sentada
al otro lado del salón conversando con Francisca y María Jesús. Esta última
teje un jersey de lana más que nada, como suele decir, para que la artrosis no
le atonte las manos. De tanto en cuanto mira a Pablo y le hace un gesto para
que no grite tanto.
-
Entonces, - dice Pablo- ¿lo montamos o no?
-
¿El qué? – pregunta Germán.
-
El belén viviente, coño. Ya os lo conté. Dentro
de tres días es Navidad y parecemos unos muermos. Vamos a hacer algo para
celebrarla. Ya que no ponemos árbol en el club, al menos hagamos algo sonado.
-
Déjate de bobadas- le contestan-, ¿para qué
vamos a hacer un belén aquí? Eso es cosa de curas o de niños.
-
Pues aunque sólo sea para divertirnos, para
estar ocupados en algo, para sentir otra vez el espíritu de la navidad.
-
Hablas como uno de esos personajes de los
cuentos, Pablo. A nosotros, hace tiempo que la navidad ya nos importa una higa.
Nuestros hijos, lejos, como mucho nos podrán llamar por teléfono. La cena, ya
me dirás. Que si uno no puede comer grasa, el otro sin dulces, controlar el
peso, el alcohol fatal, el puro nos lo prohibieron hace años, la merluza o el cava no
los podemos pagar, ¿Qué coño de cena vamos a hacer, qué navidades quieres que
celebremos?
-
La verdad es que tienes unas ideas de lo más
idiotas- Julián reparte cartas.
-
Que os digo que sería la bomba. Nos lo pasaríamos
bien, saldríamos de la rutina y el párroco me ha prometido que si lo representamos
el día de navidad tras la misa de doce, nos dará una buena cesta de navidad.
-
¡No me veo yo vestido de pastorcito! – se ríe
Germán y arrastra a todos los demás en su carcajada.
-
¿Quién de vosotras es virgen? – le grita Mauro a
su mujer y ellas se ríen con cierta turbación.
-
Tú puedes hacer de niño- le espeta Germán a
Pablo- ¡eres el único que tienes pelo!
-
Eso ya lo tengo pensado- contesta este-, nos
servirá una muñeca que Rafaela guarda desde hace muchos años. Lo he calculado
todo. Tú, Julián, serás San José, ya te buscaré una capa o algo para que des el
pego…
-
¡Yo de padre putativo, nada!- grita el otro
mientras mira las cartas que le han tocado en suerte.
-
Germán, Mauro y yo mismo los reyes. María Jesús
que sea la virgen.
-
Y Francisca la vaca – habla Germán mientras su
esposa, la interpelada, le lanza una mirada que presagia una tortura lenta y
dolorosa en cuanto lleguen a casa.
-
El portal será el arco del pasillo de la
iglesia, ya sabéis, donde está la figura de San Antonio.
-
Yo qué coño voy a saber dónde está eso. Hace mil
años que no piso la iglesia- replica Julián.
-
Bueno, pues me crees a mí. Ese arco parece un portal
de los de toda la vida con sus paredes de piedra. Tapamos al santo con unas telas,
esparcimos paja aquí y allá, ponemos unas cuantas velas para lograr la
atmósfera adecuada y ya lo tenemos.
-
¿Y la cuna, cabezota?
-
Pues traemos una de casa. Seguro que aún
guardamos alguna en algún sitio. Y, si no, la simulamos con unos cojines.
-
Estás majara – concluye Germán- completamente
chiflado.
-
¡Déjate de leches!- le mira Mauro- deja de
soñar, Pablo. Nuestro tiempo pasó, la navidad es para los chiquillos, para los
jóvenes, para los ricos quizá. No para nosotros que estamos en la prórroga.
-
Sois unos carcamales.
-
Somos realistas, sólo eso.
-
¿Entonces, de veras que no os animáis? No se
puede hacer nada útil con vosotros.
-
Déjalo Pablo- contesta Germán, poniéndose muy
serio-, déjalo. No lo hagas más doloroso. No seamos grotescos, no pretendamos
que nos ha inundado el espíritu navideño. Estamos solos, joder, en un barrio de
mala muerte, con la familia lejos, con los amigos en el cementerio, con los
huesos doloridos y el cuerpo cascado. ¿Qué quieres celebrar, Pablo, qué cojones
quieres celebrar?
Prosiguen la partida, casi en
silencio, hasta la hora de cerrar. Pablo se olvida de su idea porque sabe que,
en el fondo, sus amigos tienen razón. Todo fue, en realidad, un espejismo
colocado en su corazón por el cura, una vana ilusión. Ha hecho el ridículo y
ahora se da cuenta.
Hace frío y nieva ligeramente, lo
suficiente para pintar de blanco las aceras y las ramas desnudas de los alisos
que las adornan. Un centro comercial ha colgado un anuncio luminoso en forma de
hoja de acebo entre dos farolas, con un altavoz escondido en una esquina. Se
apaga y enciende a intervalos mostrando primero un mensaje sobre las próximas
rebajas y luego uno de felices pascuas. Los villancicos suenan a metal. El viento lo bambolea ligeramente.
-
Venga, vámonos. Yo cierro- dice ya en la puerta Mauro,
mientras se sube el cuello del gabán. Los otros aún están recogiendo sus cosas.
– Apresuraos, que empieza a nevar. Vamos para casa antes que nos partamos la
crisma con un resbalón.
Está ya muy oscuro, las tardes de
invierno son cortas y al final de la calle, allá donde se junta con el parque,
ya hay varias chicas caminando arriba y abajo. Algún que otro coche para junto
a ellas.
-
Venga, vamos de una vez- insiste Mauro.
Un sonido extraño, inhabitual,
llama su atención. Es como un gemido, un pequeño grito de dolor. Mauro se
asusta, se pone alerta. Aún es pronto para que la calle se torne peligrosa pero
nunca se sabe. Gira su cabeza a un lado y a otro intentando discernir de dónde
provenía el ruido. No ve nada. Los otros llegan a la puerta cuando el gemido se
vuelve a escuchar.
-
¿Lo habéis oído?
Sí, lo han hecho y todos callan.
Definitivamente se trata de alguien que se queja y que está cerca. Tras un
momento en que no saben qué hacer, comienzan a mirar alrededor, hacia la
carretera, tras la maceta de tierra sin flores.
-
¡Aquí! – gritan María Jesús y Rafaela que
permanecen juntas por si acaso- ¡Aquí, en el portal!
Los demás se acercan. Hay una
mujer joven en el suelo, embarazada, suda, gime ligeramente, les mira
pidiéndoles ayuda sin hacerlo.
-
¡Por los clavos de Cristo!, venga, ayúdame-
grita Francisca.
-
¿Qué?- preguntan las demás.
-
¿Estáis ya chochas o qué? ¿Se os ha olvidado qué
es estar de parto?- les habla sin mirarles porque está atenta a la mujer.
-
¿Parto? – pregunta aún incrédulo Julián- ¿Qué
hacemos?
-
Llevarla al club. Venga, ayudadme a ponerla en
pie.
La joven no habla español y
necesita toda la ayuda para ponerse en pie. Tardan unos minutos en llegar hasta
la sede de los jubilados, más porque ella debe detenerse cada poco para
aguantar la contracción que le sobreviene que porque haya distancia. La
acuestan en el sillón. Francisca, con una energía que no tenía desde hacía
años, ha tomado ya el mando de las operaciones.
-
Agua caliente y buscad todas las toallas que
podáis. Tú, Germán, busca un cuchillo, un abrecartas o cualquier cosa que corte
y calientas bien la hoja en la cocina de gas.
-
Mejor llamamos a urgencias, ¿no? – dice Rafaela.
-
No hay tiempo. Esta chiquilla está a punto de
dar a luz. Ni que no hubierais tenido hijos, parecéis atontadas.
El hospital móvil improvisado que
han creado está en marcha. De pronto, les llega a la memoria su juventud, sus
hijos, sus dolores de parto, saben de manera instintiva lo que hay que hacer. Los
hombres asisten atendiendo solícitos las órdenes que les dan las mujeres.
Revuelven todo el club buscando pañuelos, cojines, tijeras, encienden la pobre calefacción,
vacían el botiquín. Han llamado a urgencias pero aquel barrio está lejos de
todo y la nieve que se ha helado sobre el pavimento obliga a circular despacio.
Tardarán en llegar más que lo que la nueva vida va a necesitar en salir al
mundo.
El parto, afortunadamente, es
fácil. La mujer ha gritado y se ha aferrado con rabia a las manos de Rafaela y
María Jesús. Francisca, que para eso parió a sus cuatro hijos en casa, ha
sido la capitana de la operación. Con habilidad propia de médico ha cortado el
cordón umbilical y ha anudado el extremo. Ya habrá tiempo más tarde para que
los de urgencias lo arreglen si hace falta.
Es un niño y llora como debe ser.
No hace falta darle un azotito en el culete. Su madre, débil, sonríe mientras
Francisca le pone el chiquillo, ya envuelto en una toallita que han calentado
junto al radiador, en el regazo. Busca el pezón y succiona, se tranquiliza.
Pablo se coloca al lado de la
nueva madre, encantado de ayudar y de
ver cómo el niño está sano. Le dice cosas bonitas, lo guapo que es el
recién nacido, cuánto se parece a ella. Sabe que no le entiende pero la abraza
con ternura. Enfrente, los demás les miran satisfechos, felices de lo que han
hecho, con una alegría interior que hacía muchos años no tenían. Desde afuera
llega el sonido del altavoz del anuncio colgante. Un villancico alaba la venida
de Dios.
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