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Los atardeceres del sur son maravillosos- le
había advertido ella, días antes – Te gustarán.
Y lo eran. Delante, sólo la lengua de playa blanca y un
océano índigo que se iba coloreando de rosas y amarillos. Un poco más arriba,
intenso, inmenso, un sol rojo sangre que ocupaba todo el cielo, bajando frente
a ellos con la exacta parsimonia del cosmos. Los candiles de los restaurantes
del puerto se habían ya iluminado y jugaban a competir con la majestuosa luz
del cielo. Cenarían pescado, lenguado quizá, recién traído en las barcas, con una botella
fría de vino blanco, un Verdejo quizá. Y tomarían un helado de turrón de
postre, compartido, mientras charlaban de sus cosas. Eso sería luego porque,
ahora, ella miraba embelesada cómo la esfera perfecta y carmesí se derrumbaba
sobre el horizonte, cegándolo todo con su fuego difuso, incendiando de granas
los pinos de la costa y las aguas de la marisma.
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¿Ves? Te dije que eran atardeceres preciosos- le
dijo, mientras volvía su rostro hacia él.
Pero él no miraba el atardecer hermoso.
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¿Qué haces? ¿Te lo estás perdiendo? ¿Por qué me
miras a mí? – preguntó ella.
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Porque amanece cuando lo hago- contestó él.
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