Dispara, yo ya estoy
muerto (Plaza y Janés, 2013), de Julia Navarro, es una novela extensa
que narra la vida de dos familias, una judía y otra árabe, a lo largo del final
del siglo XIX y buena parte del siglo XX
o, casi mejor dicho, es un compendio de hechos históricos engarzados a través
de memorias de dichas familias contadas alternativamente. Una historia llena de
historias, unas interesantes y otras soporíferas.
Personajes cuyas vidas se ven siempre
condicionadas y vueltas del revés por avatares políticos y sociales, desde las
persecuciones del zar a los judíos o el gobierno del imperio otomano sobre el
Medio Oriente, hasta el genocidio nazi, los extremismos de ambos lados, el odio
interracial o la partición de Palestina.
Un libro que destila desesperanza al ver la imposibilidad de convivencia en
común porque siempre ocurre algo que frustra la buena voluntad de los que sí
desean convivir, algo que obliga a ponerse en uno u otro lado, en contra de
alguien. Familias que, en un principio, eran amigas inseparables compartiendo
ideología, y cuyos descendientes termina odiándose y matándose. Conciencia de
clase arrasada por la religión o la patria.
La descripción de los eventos históricos tiene
altibajos como los tiene el ritmo de la novela. Cuando el entorno sociopolítico
es narrado por la vía de introducir a los protagonistas directamente en la
acción (el inicio con Samuel huyendo de
la policía secreta rusa; los duros y tremendistas capítulos durante la Alemania
nazi; la partición de Palestina, etc.)
el ritmo es vivo y adictivo. Sin embargo, cuando los acontecimientos se narran
como telón de fondo y los personajes se limitan a debatir o dialogar sobre
ellos, la acción decae y las páginas se hacen tediosas y repetitivas. Especialmente
cuando la novela se centra en el lado palestino, el resultado es excesivamente
lento y dubitativo. Los capítulos dedicados
a la familia judía son claramente superiores (por la acción, por la dinámica de
los mismos, por los sucesos que se narran, por su dramatismo) y como la
cooperante de la ONG –hilo conductor de la trama- dice ser pro-palestina,
parece como si Navarro se esforzara en alargar artificialmente los capítulos de
la familia Ahmed para compensar la falta
de interés ya que a esta le ocurren menos cosas: simplemente, los van echando
de sus tierras y ello es horrendo, inhumando, pero monótono. Falta, por
ejemplo, en este lado, una crítica más profunda sobre los propios déficits
democráticos en los países árabes.
La ambientación está cuidada, con un
detallismo notable en lo cotidiano (incluso, excesivamente) – gastronomía, vestimenta, modas, costumbres
sociales, paisajes- , y rigurosamente documentada aun cuando se echa de menos
construir el porqué de los acontecimientos que, algunas veces, parecen como caídos
del cielo y que se comprenden más por el propio conocimiento histórico del
lector que porque la novela los presente. Es quizá algo tópica en las visiones
del conflicto judeo-palestino.
En la novela de Navarro, el recorrido a
través de los acontecimientos históricos es un poco forzado ya que surge de
entrevistas que una cooperante de una ONG hace tanto a la
familia palestina como a la judía, cooperante que tendrá una importancia
significativa en la historia y que concluirá
con un final sorpresivo pero un tanto forzado e inverosímil.
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