Estabas hermosa – siempre lo estás-, elegante –siempre lo
estás-, inteligente en tu charla – siempre lo eres-, dulce en tu mirar- siempre
lo siento así-, con esos ojos de después de las nueve que me arroban el alma.
Se nos pasaron las horas sin que nos diéramos cuenta. Me
gustan las noches gélidas en las que nos refugiamos a cenar juntos, me encanta tomar
tus manos y calentarlas entre las mías. Te sienta bien el frío, la bufanda con
que te proteges, los guantes que enmarcan tus manos, el cuello levantado, tu
carita fría y sonriente, las volutas congeladas del cigarrillo que enciendes.
Lo nuestro es abrir y cerrar restaurantes conversando,
compartiendo, riendo, soñando, también poniéndonos serios a veces, incluso
triste yo cuando no sé cómo volverte loca por mí. Cenar contigo es
reconfortarse con la vida, reiniciar el contador de la ilusión, inundarse de
razones para amarte. Cómo me gustaría ser un mago de esos de los cuentos
antiguos, un druida capaz de buscar plantas fantásticas para crear un elixir
que te hiciera sentir por mí lo mismo que yo siento por ti. Igual basta con que
me arranque un trocito de corazón y lo disuelva en una copa de vino compartida,
quién sabe.
Cuando cenamos juntos, las camareras nos miran afables y no
se atreven a importunarnos. Sería una
impertinencia romper el hechizo de nuestras cenas porque se nota que creamos un
universo íntimo de confidencias, de ternuras y afectos. Nos gustan esas veladas
largas, con las mesas separadas lo suficiente para poder hablar con
tranquilidad, agarrarnos las manos de tanto en cuanto para, en un instante,
decirnos todo eso que tantas frases no consiguen transmitir. Me gusta mirarte
lento, aprendiendo una vez más cada arco de tu silueta, descubriéndote tan
fresca y radiante como el primer día hace ya tantos años.
Me preguntaste el otro día si creía que había fuerzas
desconocidas en el universo. Basta pasar una velada contigo para saber que sí
existen. Al menos hay una, la que hace que el mundo, las cosas inanimadas, el
firmamento moteado de luceros, el brillo de las farolas, las arias de Don
Giovanni, la voz rota de Bob Dylan, la ensalada de tomate y las cigalas, el
cigarrillo que te fumas mientras te tomo por la cintura, las aceras cubiertas
de rocío, cobren vida y sean cómplices de tu embrujo. El mundo se llena de alma, de vida propia
y de conjuros cuando cenamos juntos,
cuando pruebo despacio tus labios de almíbar.
No digas que esa energía nueva, y todavía no descubierta, no
existe. La sentimos juntos, la vivimos juntos la otra noche, cuando, casi la
una de la mañana, de pronto la lluvia de la tarde se transformó en una bóveda
en la que Orión brillaba acostado sobre los tejados, en la que la luna refulgía
recién nacida, en la que hasta el aire estaba perfumado como si las aceras se
hubieran mudado en parterres de lavanda y azucenas, en la que, mientras caminábamos de regreso, te acurrucaste
junto a mí al tiempo que te colgabas de mi brazo – ¡Dios, cómo me gusta cuando
haces eso!
¿Cómo no va a existir esa fuerza poderosa y fascinante que
hizo que cada escaparate, uno tras otro, sin excepción, nos devolviera la
imagen de lo que somos? Al vernos reflejados, te dije:
-
¿No somos una pareja perfecta?
-
Sí, lo somos – contestaste, y yo me sentí el
hombre más feliz del cosmos.
Es bueno que las desconocidas fuerzas del mundo nos recuerden
lo que hemos creado juntos, lo que somos, lo que tenemos.
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