7/4/15

El síndrome de Stendhal





Me preocupé. Aquel mareo fue extraño, sin duda. A mi edad, uno no pierde así la cabeza si no le ocurre nada a ese cuerpo que ya empieza a flaquear. Me costó recuperarme, quizá media hora o más. Las hipótesis fueron muchas, que si bajonazo de tensión, que si dos copas de más, que si subidón de tensión, que si corte de digestión. Preocupante, en cualquier caso. Así que recurrí a un amigo médico que escuchó los hechos, circunspecto, frunciendo el ceño como todo buen galeno debe hacer para aparentar que sabe más de lo que sabe.
 
-          ¿Crees que puede ser algo serio? – le pregunté con preocupación.
-          No lo sé – replicó con seriedad- Un mareo puede ser producido por miles de cosas. Quién sabe a qué se ha debido esta vez. Pero – continuó- lo que es seguro es que hay que analizar las horas previas al episodio, de modo que nos vamos a sentar en un café y me vas a describir con detalle qué hiciste esa velada.


El día estaba azul  aunque algo frío. Nos sentamos en una terraza cercana a la playa y pedimos dos capuccinos que nos sirvieron acompañados de unas galletitas de mantequilla tentadoras que comimos antes de siquiera sorber el líquido.
 
-         
¿Y bien? – me miró al tiempo que giraba la cucharilla dentro de la taza- ahora empiezas por el principio, desde… digamos… unas tres o cuatro horas antes.
-          No sé, no hice nada fuera de lugar, todo fue de lo más normal… - contesté sin saber muy bien por dónde empezar.
-          Eso ya lo juzgaré yo – aseveró mi amigo- que para algo soy yo el que necesitó ocho años para aprobar la carrera de medicina. 

De modo que comencé a narrar los hechos, procurando recordar cada detalle. Le conté, así, de cómo tú y yo habíamos llegado a la ciudad, el hotel ya reservado de antemano, de cómo me besaste al entrar en la habitación mientras me decías que ibas a darte una ducha. Le expliqué del arrobamiento que me inunda cuando te veo saliendo envuelta en una toalla blanca, las gotitas de agua en tus hombros luchando por no evaporarse para así mantener el placer que tienen al besar tu piel, la necesidad ineludible de gustar el almíbar de tus labios, mi incapacidad para detener mis manos que se me escapan, que siempre vuelan a acariciarte. Fui, creo, preciso al describir el orgullo y la vanagloria que me inundan cuando paseo junto a ti, tú a veces de mi brazo, yo siempre a tu vera. Me gusta caminar despacio a tu lado, como esas parejas de Sorolla y de Manet, a lo clásico, pavoneándome. Sí, sé que no es cristiano pecar de soberbia y quizá sea esto lo que envenene la sangre y produzca mareos pero qué puedo hacer si así lo siento, si cuando camino a tu costado sé que todos me envidian y se preguntan qué tendré yo para que una diosa me acompañe. Luego, le conté que no sé mantener esa mirada tuya llena de caracolas de dulzura, de corales de ternura, de océanos de sueños; de cómo charlamos, y reímos, y jugamos, y sentimos, y deseamos, y soñamos, y de cómo nos miramos mientras compartíamos unas tapas con un verdejo fresco y mil caricias, le hablé de lo buena pareja que somos a los ojos de todos, de aquel grupo de holandeses que nos miró con envidia, de tu pelea con la máquina de tabaco que no quería entregarte la cajetilla de Chéster, de cómo el cielo se iba tornando bermejo  y la brisa que llegaba del río acariciaba tu pelo, de tu silueta elegante y sensual, de tu sonrisa dulce, de tus ojos inquietos y vivos. Le conté de la mesa en el restaurante, de la noche estrellada de luceros que se extendía sobre el alfeizar de madera de los ventanales, le dije del revuelto que compartimos, del pescado que nos sirvieron, de lo hermosa que estabas mientras me contabas tantas y tantas cosas, de cómo yo no podía dejar de mirar esa carita bendita que el cielo te ha prestado, de cómo la luz entreveraba reflejos y chiribitas en tu cabello, de cómo te asustaste cuando me vino el vahído, de cómo me ayudaste, de cómo me soportaste, de cómo me abrigaste. Bajando la vista frente a mi interlocutor, porque me daba vergüenza, esa vergüenza apocada del que sabe que no merece un milagro, le conté de este amor que me asalta desde dentro cuando te miro, de esa locura imprudente que me atrapa, de ese cariño que parece que sale de la nada porque tú haces que la nada sea todo y todo, sin ti, sea nada, de ese afecto que es atronador en el silencio, que da fiebre, que anonada.

Mi amigo me cortó de pronto. Pensé que tanto detalle no le estaba ayudando a decidir su diagnóstico pero, me dijo, que, por el contrario, ya lo tenía claro.
 
-         
¿Sí?- pregunté- ¿Qué me ha pasado?¿Es grave?
-          Debo indicarte que no hay solución- contestó muy serio.
-          Me asustas- dije - ¿quizá las gambas estaban pasadas? ¿o es acaso más serio?
-          ¿Sabes algo de Stendhal?
-          Pues…. creo que he leído “Rojo y Negro”- balbuceé sin entender el porqué de aquella pregunta, qué relación podía haber entre el escritor francés y mi mareo. Comenzaba a preocuparme de veras.
-          No, no me refiero a sus novelas sino a su viaje a Florencia- mi amigo acercó su rostro al mío como si fuera a hablarme de un secreto nibelungo.
-          Ni idea- repuse.
-          Nuestro buen escritor viajó a Florencia en 1817, si no recuerdo mal. Época turbulenta, poco después de la caída de Napoleón, con una Francia aún sumida en la consternación. Pues bien, Stendhal se abstrajo de toda la inestabilidad de su patria dedicando unos meses a visitar las grandes obras de arte de la Italia del XIX.
-          Sigo sin comprender- él me hizo un gesto para que callara.
-          Un día fue a visitar la Basílica de la Santa Cruz. ¿La conoces?
-          No, me temo que no- le dije con cierta vergüenza puesto que intuía que haberla visitado era importante.
-          Es una iglesia maravillosa, espléndida, un compendio de belleza. Pues bien, allá llegó nuestro novelista y de pronto, al contemplar tanta densidad de hermosura, tanto arte condensado, tanta gracia perfecta, tal alarde de perfección, experimentó una emoción tan sublime que se mareó y sintió vértigo, confusión, temblor, su corazón se aceleró de palpitaciones y a poco se desvanece de no haber recibido ayuda inmediata. Recuerdo bien las  palabras con las que el propio Stendhal describió lo que le había sucedido. Nos las hacían aprender en la facultad: Había llegado a ese punto de emoción en el que se encuentran las sensaciones celestes dadas por las Bellas Artes y los sentimientos apasionados. Saliendo de Santa Croce, me latía el corazón, la vida estaba agotada en mí, andaba con miedo a caerme.
-          ¿Entonces? … - pregunté.
-          Sí, querido amigo. Sufriste el síndrome de Stendhal. Demasiada belleza frente a ti. – fijó su mirada en mis ojos con compasión-  Tendrás que presentármela. Me muero por conocer a una mujer tan notable. – sonrió y me dio dos palmadas en el hombro.


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