Trece mil millones de años atrás,
la energía primigenia rasgó el caos y la desolación.
Mil millones de años, quinientos billones de minutos, se precisaron
para que alumbraran estrellas azules y enormes.
Mil millones de años más, treinta mil billones de segundos,
para que las galaxias blancas
comenzasen a girar lentamente en el inmenso y solitario espacio.
Dos mil millones más, diecisiete billones de horas,
para que se aglomeraran planetas,
rocosos, desolados, telúricos y yermos.
Y otros cuatros mil millones de años hubieron de transcurrir
para que, en una esquina elegida por el azar
prendiera un lucero amarillo.
Mil millones de años más hasta que a una esfera
henchida de mares y cielos azules
se le permitió volar en torno a su estrella.
Otros mil millones más se demandaron,
y ya son trecientos mil billones los segundos consumidos,
para que infinitas moléculas
se congregaran en el milagro de la vida.
Tres mil millones de años adicionales
hasta que un bípedo pudo escribir sinfonías y declamar poemas.
Unos pocos años más y, por fin, tras medio cuatrillón de segundos,
el largo tiempo necesario para alcanzar la perfección,
naciste,
y te conocí,
y te amé,
y me amaste.
Y, entonces, como culmen de ese esfuerzo descomunal y titánico,
tras la confluencia colosal de las sublimes fuerzas del cosmos,
tras ese derroche de eones
que sólo tuvieron como objetivo el que nacieras,...
te llevó la enfermedad.
Y regresaron el caos y la desolación.
Y fracasó Dios.
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