Antes, hace tanto tiempo ya, hoy era un día de disfrute que necesitaba varias jornadas de preparación meticulosa y contener un corazón lleno de ilusión para que se desbocara en San Jordi.
Ambos sabíamos cuál era el guion, siempre repetitivo, y cuál debía ser la conclusión. Nada nuevo había en todo ello. Yo te regalaría una rosa por la mañana; tú me regalarías el libro y, luego, al anochecer, iríamos a cenar al Munich, en la rambla. Nunca supimos por qué una pizzería tenía un nombre tan alemán, pero daba lo mismo. Nos dejaban solos en la terraza cerrada con cristalera y techado de pizarra. Tomábamos un entrante y dos pizzas que parecían plazas de toros. Luego, siempre, tú te tomabas tu músico, sin poder evitar agarrarnos las manos a cada poco.
Era lo mismo cada año y, sin embargo, qué renovado se presentaba siempre, qué ilusionante se me hacía madrugar para comprarte la rosa más fresca, recién abría el cascarrabias de Josep, abajo en la esquina del hotel. Y yo sabía que tú llevabas días pensando en qué libro me comprarías y que hacías trampas preguntándome sobre títulos que ni por asomo pensabas regalarme, para engañarme y darme una sorpresa.
Ahora, tanto tiempo ya, es un día triste. No tengo nada que preparar, nada que soñar, nada que esperar. Es un día más, anodino, en el que los recuerdos son tristones.
Para ahuyentar la nostalgia, me he puesto a hacer tareas domésticas. Un par de coladas, fregar el balcón, quitar el polvo aquí y allá sin mucha convicción. Me acompaña el runrún de la Conga que, fiel a su programa, se pasea por el apartamento de manera metódica, avanzando y retrocediendo según encuentre obstáculos, girando su pequeña escobita para llegar a las esquinas más ocultas.
En realidad, soy igual que ella. Vivo mecánicamente una rutina preprogramada sin la ilusión que tú traías al mundo.
La aspiradora pita tres veces. Señal de que se ha quedado sin batería. Sus lucecitas azules y brillantes se tornan anaranjadas y mustias. Siempre me compadezco de ella cuando esto ocurre, al final de cada programa de limpieza. Me da pena el pobre chisme. Es como si se quedara sin alma, sin fuerza vital. De estar llena de ímpetu, recorriendo cada metro cuadrado, pasa a arrastrarse sin apenas sonido, como un animal herido que intenta cobijarse en un rincón.
Comienza a moverse despacito, sabiendo a dónde ir, sin ya nada que hacer, retirándose a reposar junto a su enchufe, con apenas un hilo de corriente que alimente su motor.
La sigo por detrás y avanzamos ambos por el pasillo con la misma tristeza infinita, como esos alcohólicos que se retiran a dormirla, heridos de amores rotos.
Me acostaré ya, pero no conciliaré el sueño sin poder hacerte el amor. Como era antes.
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