23/4/24

La rosa de Cecilia Munot

 


Cecilia, hija única de Pedro Munot, Señor de Estalella, y Beatriu de Curialeda, tenía fama de ser una doncella extraña, inclinada a las tristezas, y ensimismada en fantasías que una chica de diecinueve años debía haber olvidado ya hacía mucho tiempo. 

La familia disfrutaba de una vida acomodada, pero no siempre había sido así. Cecilia aún recordaba sus primeros años en una pequeña masía en el campo, trabajando en el molino de su padre, oficio que al cabo otorgaría cierta fortuna a los Munot cuando los batallones  de Felipe IV entablaron numerosas contiendas y sus soldados necesitaron pan en abundancia para sostener marchas y peleas. Subió el precio del pan y subió el precio de la harina. La familia Munot vio cómo, de pronto, entraba dinero a raudales por la puerta y, en pocos años, el patriarca obtuvo un título pagando por él, como comenzaba a ser usual  con el gobierno del nuevo monarca. No le llegaron las ganancias para ser conde pero un señorío lucía casi igual y se sentía feliz de lo conseguido. Todo le iba bien en la vida. Ay, si no fuera por Cecilia.

Instalados ya en la vida acomodada, Beatriu insistió en que su hija recibiera una formación a la altura de las jóvenes nobles. No bastaba tener el título, había que aparentar ser como ellos. Cecilia apenas tenía siete u ocho años cuando contrataron al que sería su mentor, Emilio Gonçalvez, de origen portugués, hombre de pelo cano y barba descuidada, delgaducho y desgarbado, vestido siempre de negro, que se negaba a vestir gola, y docto en filosofía y geometría, además de en música, historia y poesía.

Pronto quedó claro que la pequeña Cecilia tenía una inteligencia aventajada y sus progresos en lectura, en escritura, en oratoria y en aritmética sorprendieron a sus padres y a todo familiar que los visitaba. La niña desarrolló un amor por la lectura que sorprendió  a sus padres. Estos se habían ya hecho con una biblioteca nutrida con el fin de aparentar una cultura que no tenían. De hecho, don Pedro se vanagloriaba de que compraba los volúmenes a peso.

Muchas veces, sobre todo en invierno, cuando el frío apretaba y se sentaban a cenar junto a la chimenea de la sala principal, Beatriu miraba a su hija y suspiraba:

¿Por qué hubimos de contratar a Gonçalvez? ¿Por qué?

Y es que, habiendo llegado ya la moza a los dieciséis, escaso interés mostraba por los jóvenes y por el casamiento. Al contrario, pasaba largas horas leyendo libros y ensoñando inútiles vacuidades. Si al menos, fueran los libros de horas y las Santas Escrituras que, en ocasiones, les prestaba el escribano del monasterio, Fray Jerome, podrían darse por bien empleadas las horas de lectura. Quién sabe, quizá pudiera tomar los votos y llegar a ser abadesa de una congregación o doncella de confianza de una infanta. Beatriu había siempre deseado casar a Cecilia con algún noble, algún terrateniente o, cuando menos, un capitán laureado de los regimientos que luchaban en Europa para el Rey pero tampoco hacía ascos a una carrera eclesiástica de postín.

Pero, no, Cecilia no mostraba atención alguna a la Iglesia más allá del servicio dominical y su inclinación hacia el matrimonio era inexistente. Y los años pasaban.

Este año contrae nupcias Margaretta, la hija de los de Olet – dijo un día en la sobremesa de la comida, recibiendo un mohín arisco de la chica que acababa de llegar a los diecisiete.

Cecilia era una adolescente atractiva. No podía decirse que fuese extraordinariamente bella pero su talle era delicado, su rostro agraciado, sus ojos grandes, sus manos finas y sus labios sugerentes. Los estudios que Gonçalvez le había ofrecido la hacían, sin duda, inteligente en la conversación sobre  ciencia y apasionada cuando de poesía y comedia se trataba. No era extraño, por consiguiente, que hubiera varios jóvenes en la región que se mostrasen atraídos hacia la joven y familias que buscasen la unión de la chica con sus hijos, máxime cuando se rumoreaba que la fortuna de Pedro Munot crecía día a día.

Más Cecilia era indiferente a todos los halagos que recibía y a todos los intentos de sus pretendientes por lograr su amistad, para desesperación de sus padres.

Cada par de semanas, ambos Beatriu y Pedro, sacaban la conversación y la incitaban a que abriese su corazón a alguien, describiendo los horrores del infierno a los que una joven no desposada se enfrentaba si llegaba en tal estado a los veinte años. En ocasiones, la amenazaron con casarla contra su voluntad si persistía en su desdén hacia los aspirantes pero todo acababa con la madre llorando desconsoladamente, el padre sulfurado y bebiéndose un cuartillo de licor y ella, Cecilia, leyendo el primer libro que tomaba entre sus manos.

Tras cumplir los dieciocho, cuando llegaron los festejos de abril, con sus bailes y teatro de corral, algunos jóvenes aprovecharon para mariposear alrededor de Cecilia, ofreciéndole regalos. El hijo de los Rousignol, Jaume, le obsequió con un manto bordado por las monjas de un Monasterio de Valencia. Realmente delicado y original, mostraba una escena de la Anunciación finamente cosida. Sin duda, era, además, costoso y un regalo así no puede rechazarse. Beatriu quedó conmovida, pero Cecilia se limitó a ser cortés y agradecer con fingida emoción el regalo, al punto de que el chico quedó desencantado con sólo ver la expresión de la cara de ella.

Otro joven, don Álvaro, algo mayor porque contaba ya con veintiuno, le regaló un caballo blanco árabe, de largas crines y silueta esbelta que acabó en las cuadras del Señor de Estalella sin que la chica lo montara ninguna vez.

Pasaron así los meses y, al llegar el invierno, quizá por el frío y la nieve en los caminos, quizá por el evidente rechazo que Cecilia mostraba a todos sus galanes, estos dejaron de visitar la casa de los Munot.

Beatriu, desesperada, aumentó la presión sobre su hija y, en varias ocasiones, acabaron ambas llorando y gritándose.

¿Por qué, por qué, Cecilia? Vas ya para los veinte años. Vas a ser nuestra desgracia.

Me aburren, madre. ¡Me aburren! ¿Qué me importan a mí las cosechas, los juegos de naipes, las cacerías o las andanadas de los barcos de la armada?

Tienes casi diecinueve años. Algún hombre ha de gustarte y, si no te gusta ninguno, te aguantas y eliges al menos malo. El roce hará el cariño.

¡No arruinaré mi vida al lado de esos brutos! – se atrevía a elevar la voz con su madre, pero cuando la discusión era con su padre, simplemente callaba.

Ese don Álvaro es de muy buen ver, ¿no?

No niego que sea apuesto el caballero. No lo niego.

¿Entonces?

¡Es un presuntuoso! ¡Me aburre! ¿No lo entiendes? Sería como estar al lado de una estatua de mármol, bella pero fría. Mi corazón no siente nada al verlo. Quizá, sientan algo mis sentidos, pero mi corazón, nada. Y verlo con esas gorgueras que siempre viste, me inclina más a la risa que a la pasión, madre.

En enero, la tensión familiar había crecido hasta un punto en que Cecilia se sentía prisionera en su propio hogar. Temía que, finalmente, sus padres acordaran un matrimonio de conveniencia que la haría infeliz para siempre.

Quizá huyendo de las regañinas y de los reproches, comenzó a caminar cada día hasta el monasterio y, tras pedir permiso al fraile bibliotecario, permanecía allá largas horas leyendo y leyendo. No era la única que esto hacía. Cada día, cinco o seis personas se sentaban en las largas y pesadas mesas de madera, simplemente a leer hasta que las campanas de los oficios de tarde anunciaban que debían marcharse. Cecilia sentía un gusto especial en recorrer las estanterías que albergaban los volúmenes. No había visto tantos libros juntos jamás y se maravillaba de que los monjes, en contra de lo que siempre había pensando, almacenaran todo tipo de ejemplares. De hecho, diría que los sagrados eran los menos. Allí había todo tipo de poesía, de historias de caballeros, de escenas de teatro, descubrió que todas las comedias de don Lope de Vega estaban en aquellos muebles, y que varios tomos de los libros de Cervantes se escondían en una esquina.

Entre los asiduos lectores, se encontraba Bernat, un chico quizá un par de años mayor que ella, no muy alto, fortachón, de mofletes sonrosados y pelo rizado. Debía gustarle el teatro porque ella se percató de que siempre leía obras de escena. Sin duda, no era su arquetipo de belleza masculina pero se sentía atraída por él, quizá porque lo veía tan solo como ella misma lo estaba. A él, no se le debieron escapar las miradas furtivas de Cecilia porque la espiaba en secreto con el interés que da lo inusual de ver a una joven, a todas luces noble, sentada en la biblioteca del monasterio.

Pasaron varias semanas hasta que una tarde, por casualidad, se sentaron uno junto al otro.

¿Qué lees? – se atrevió a preguntar ella.

Sonetos

¿De quién?

De don Felix Lope de Vega. ¿Le conoces?

Déjame ver – su mano fue a por el libro que tenía el chico y en el movimiento rozó su mano con la de él.


Ya no quiero más bien que sólo amaros

ni más vida, Lucinda, que ofreceros

la que me dais, cuando merezco veros,

ni ver más luz que vuestros ojos claros.


Para vivir me basta desearos,

para ser venturoso conoceros,

para admirar el mundo engrandeceros

y para ser Eróstrato abrasaros.


Sintió un rubor desconocido y se turbó por un instante, sin saber por qué.

Me gusta, Buena elección. – atinó a decir para salir del embarazoso momento.

¿Y tú? – contestó él.

Es un secreto – sonrió ella a la vez que apartaba el libro.

El chico se conformó y en eso sonaron las campanas.

Hay que irse. ¿Vendrás mañana?

Me llamo Bernat.

Yo, Cecilia.

Ninguno de los dos durmió bien aquella noche, pero tampoco dieron mayor importancia al encuentro.

Quizá por eso, porque todo resultó natural y poco emocionante, fue por lo que, a partir de entonces, ambos jóvenes se convirtieron en inseparables. Sí, continuaban leyendo a ratos en el monasterio pero, sobre todo, se sentaban en la campiña y discutían de literatura. Cecilia era mucho más aventajada que el muchacho, al que su gusto por las letras le era innato pero no había tenido profesores que fueran más allá de enseñarle a leer, escribir y las cuatro reglas. Por eso, para aprender, iba al monasterio, a enseñarse a sí mismo por vía de leer mucho. Él quedaba maravillado de los conocimientos de Cecilia en filosofía, música e historia. 

Para ella, él era un alumno al que apreciaba, casi el hermano pequeño que nunca tuvo, aunque fuese mayor que ella, una forma de verter lo que había aprendido en otro ser. 

Para él, ella era una mujer que, siendo algo petimetre, resultaba cautivadora. 

Para ella, él era un trozo de piedra tosco que se proponía tallar como las esculturas griegas. 

Para la naturaleza y el destino, eran dos jóvenes con sueños y vidas encajables en el futuro.

¿Sabes? – se confesó él, sentados bajo una encina.

¿Qué?

Quiero ser escritor. Quiero poder hacer sonetos e imaginar comedias como las de don Félix.

Lo serás – le apretó la mano en un gesto instintivo.

No lo creo. Tú sí que sabes escribir bien. Tú has tenido maestros.

Yo te enseñaré lo que sé.

Mira, ayer copié este soneto. ¿Te lo leo?

Sí, te lo ruego.

Pasé la mar cuando creyó mi engaño

que en él mi antiguo fuego se templara;

mudé mi natural porque mudara

naturaleza el uso, y curso el daño.

En otro cielo, en otro reino extraño,

mis trabajos se vieron en mi cara,

hallando, aunque otra edad tanta pasara,

incierto el bien y cierto el desengaño:

el mismo amor me abrasa y atormenta

y de razón y libertad me priva.

¿Por qué os quejáis del alma que le cuenta?

¿Que no escriba, decís, o que no viva?

Haced vos con mi amor que yo no sienta

que yo haré con mi pluma que no escriba.


Quiero que mi pluma no deje de escribir – bajó la vista, avergonzado.

Te juro que no lo hará – dijo Cecilia con una convicción que nunca había sentido.

Cumplió los diecinueve y llegaron otra vez las fiestas de Abril. 

Sin pedir permiso a sus padres, acordaron ir juntos a ver el teatro en el corral. Ninguno supo el porqué pero ambos eligieron sus mejoras ropas, no las más caras o las más cuidadas, sino aquellas que pensaban que les gustarían más al otro. Ella se peinó con más esmero de lo habitual y se perfumó las muñecas. Él se hizo rasurar en la barbería y se peinó con cuidado, limpió sus zapatos hasta que brillaron y se limpió los dientes y las uñas.

También, sin saber el uno del otro, ambos decidieron llevar un regalo al otro.

Se escuchaba la música de laúdes, flautas, vihuelas, guitarras y tamboriles a lo lejos. Aunque había llovido los días anteriores, aquella tarde el cielo estaba azul, apenas salpicado por unas pocas nubes algodonosas, redondas y muy blancas que brillaban al reflejar la luz del sol vespertino.

Te he traído un regalo – dijo él.

¿Si? – dijo ella con interés, esperando en lo más íntimo que no fuese un caballo, o un cordero, o una capa de esas que le ofrecían los otros muchachos; esperando que Bernat no fuera uno más de ellos. Más pobre, de acuerdo, menos apuesto, de acuerdo; pero no un presuntuoso pedante más.

Bernat abrió una bolsa que llevaba en su mano y sacó una rosa roja, grandota, recién cortada de su huerto, con un lacito de bandas rojas y amarillas que él mismo había anudado a su alrededor.

Cecilia sonrió. No, definitivamente, no era como los otros. Una rosa, sencilla y anodina, pero fresca y esplendorosa con su lacito de colores. No era algo comprado para quedar bien, sino creado con el alma y el afecto.

Mira, qué casualidad pero yo te he traído también un regalo.

¿En serio?

Toma, es para ti – le extendió un libro con su mano.

Bernat lo tomó y lo acarició con devoción. Un libro que era suyo, no de la biblioteca.

Espero que te guste. Ábrelo, anda – le pidió ella y el obedeció, abriéndolo por una página cualquiera.

Lee lo que la fortuna ha querido que ponga en esa página que al azar has elegido. – Él, obediente, leyó:


Injustísimo Amor, ¿por qué así avaro

nuestros deseos concertar te antojas?

¿Por qué, pérfido, con placer tan caro

en dos almas discorde amor alojas?

No consientes que cruce el vado claro

y al más ciego y mayor fondo me arrojas:

dictas que a quien desea mi amor desame,

y a aquel que me odia más, que adore y ame.


Es muy hermoso. Me gustaría saber escribir esto.

Orlando furioso, se titula – respondió Cecilia. − Y lo harás. Escribirás así. Junto a mí, lo harás.

Se miraron largamente. Sabían el por qué aunque no sabían por qué ellos dos, tan dispares, tan inciertamente llamados a estar juntos.

Mi regalo es demasiado humilde para ti – se confesó él.

Igual que el mío. Un libro robado de la biblioteca de mi padre que, por cierto, no lo ha leído nunca ni lo echará de menos.

Vaya pareja que estamos hechos. Seguro que ninguna otra pareja se hace nunca regalos tan raros. Una rosa del campo y un libro. No pasaremos a la historia, desde luego. Los siglos venideros no habrán de tomarnos como ejemplo. – exclamó como si estuviese en escena.

Quizá, sí. Quizá, sí. 

Algún día tendré fortuna para regalarte algo mejor.

Pero yo seguiré deseando una rosa.– concluyó ella, a la vez que sonreía a alguien como nunca antes había sonreído.

Se dieron la mano y caminaron hacia el corral de las comedias.





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