Apareció en el pueblo un día gris que anunciaba una lluvia que finalmente no cayó pero que dejó una atmósfera cargada de electricidad y humedad. Aquel día, es posible que nadie se fijara en él. Al cabo, se trataba de un indigente más, de los muchos que pedían limosna a la entrada de la panadería, del supermercado o del portalón de la iglesia gótica en que, cada mañana, se daba misa de nueve a nueve y media. Por lo que me han contado, conseguir un puesto a la salida del templo era difícil porque las ancianas, jubiladas, con poca pensión pero buen corazón, siempre sacaban alguna moneda del bolsillo para ejercer la caridad que el Evangelio acababa de reclamarles. En general, quién se quedaba con esa ansiada plaza era una cuita que se dirimía a escondidas, pero alguna vez sucedió que subieron demasiado de tono entre los indigentes y la policía municipal hizo acto de presencia.
Tanguy, que así se llamaba el hombre, solía estar allá los lunes, mientras que en el resto de los días compaginaba el sentarse a la puerta de una panadería pequeñita pero frecuentada, y el deambular con un carrito lleno de cachivaches. Me llamó siempre la atención el caminar terriblemente cansado de Tanguy cuando recorría las calles, con esa desesperanza en el rostro que graba a fuego el saber que, tras andar veinte kilómetros, sus ventas apenas le darían para pagar la habitación compartida y la comida diaria que les proporcionaba, a alto precio, el mismo tipo siniestro que les suministraba los paraguas, bolsos falsos y calcetines que intentaba vender.
Él y los otros cuatro o cinco compañeros de desdicha, cada tarde, con sol o con lluvia, con frío o calor, cada mediodía, hacia las dos y media, se sentaban en los bancos de la plaza Izaguirre, con sus carritos aparcados junto a ellos, curiosamente cada uno en un banco, separados, y miraban con fijación su teléfono móvil. Nunca hablaban entre ellos pero era el sitio de encuentro porque allá, en la plaza, el ayuntamiento provee de wi-fi gratis. Pasaban allá un par de horas, en ese intermedio en el que nadie anda por las calles por estar comiendo o trabajando y no hay opciones de venta, contactando con alguien o escuchando música de su país, o telenovelas de su televisión local en su idioma, el que les hacía llorar, añorar o blasfemar.
Tanguy siempre fue especial y me llamó la atención porque en ese tiempo de conexión inalámbrica, él solía echar migas de pan a los pájaros. De la barra – grande y poco tostada- que solía comprar, al menos la mitad la compartía con las aves. Desmenuzaba en trocitos muy pequeños la miga y, así, una cohorte de palomas y gorriones, algún petirrojo despistado y, de tanto en tanto, una urraca llegada del cercano parque de altos árboles, bailaban a su alrededor.
Tanguy no jugaba con los pájaros, sólo lanzaba rítmica y mecánicamente el pan a su alrededor, dejando que los animalitos correteasen a su lado, que los gorriones robaran los trocitos más grandes a las palomas, mientras permanecía ajeno al resto del mundo.
Supe, por Leire, una joven de una organización de ayuda humanitaria, que Tanguy era de Gabón y que no era ningún bendito. No estaba claro cuál era su edad, pero debía rondar los veintiocho o lo treinta. Era de complexión fuerte pero no era alto. Nariz chata y pelo castaño. Cara con algunas pocas picaduras de viruela y alguna cicatriz disimulada en el lado derecho. Desde la adolescencia tuvo problemas y la policía de su país le había detenido más de diez veces por pequeños robos y peleas callejeras. Debía tener dos hermanos con los que no hablaba.
Un día, se marchó. No tenía dinero para pagar los salvoconductos de las mafias, así que su periplo fue especialmente duro, pero logró llegar a Europa. Estuvo por algún tiempo en Sevilla y, más tarde, en Toledo. Su meta era llegar a Francia donde había dicho tener amigos, pero acabo quedándose en el norte de España, esperando la oportunidad para cruzar la frontera o, simplemente, agotado de deambular en soledad.
Leire logró que recibiera una cantidad de dinero mensual que, junto a las limosnas y lo poco que les pagaba el patrón – así llamaban al jefe de todos los vendedores- le daba para vivir. Una casa compartida, comida repetitiva basada en embutidos, pan y algo de fruta, mucha caminata con el carro, mucha soledad, mucho aburrimiento. No era muy dotado para el español, así que se expresaba con dificultad. Su lengua era el fang y podía defenderse bien en francés, pero un tercer idioma le era ya demasiado reto, como nos ocurre a todos, por otro lado.
Tanguy tuvo algunos desencuentros con la policía municipal porque, callado y solitario como era, se involucró en peleas y fue sospechoso de un robo a unos muchachos cerca del polideportivo. El asunto salió en la prensa, pero nunca supe cómo terminó.
El caso es que pasaron varios años en que Tanguy logró cierta fama por ser “el negro de los pájaros”, el hombre cabizbajo y con cara de enfadado que, día tras día, se rodeaba de las aves y las alimentaba.
Nunca tuve el coraje de sentarme a su lado y preguntarle por su vida, por sus anhelos. Me hubiera gustado saber más de él, quizá para escribir sobre su vida, pero ni tuve valor para hacerlo ni la confianza de que no me respondería con violencia.
Un día, Tanguy no apareció más. Días después, me contaron que había aparecido muerto en el edificio a medio construir de una nueva gasolinera. Me dijeron que murió de sobredosis y no sé qué se hizo con su cuerpo, si acabó en una fosa común, lo incineraron o lo repatriaron a algún sitio. Dudo que nadie lo reclamara y dudo que a nadie le importara.
Lo más curioso es que el mismo día que murió, se marcharon también los pájaros. Fieles como eran a su cita a las dos y media, ese día ya no se presentaron.
No tengo pruebas, por supuesto. ¿Quién puede tenerlas? Pero un pálpito me dice que en el momento que Tanguy murió, los demonios vinieron a reclamar su alma. No había sido un tipo ejemplar, había robado, dañado y gritado a los dioses. Un hombre sin amigos, desarraigado y enfadado con el mundo y con los demás, así que era carne de cañón, carne de infierno.
Era.
Porque en ese mismo momento, me gusta pensar que fue así, los pájaros se presentaron ante los diablos y rodearon al difunto Tanguy. Los espíritus del averno se rieron. Al cabo, quién iba a preocuparse por salvar aquella alma perdida. Era un hombre que nunca había hecho nada bueno.
Los gorriones, muchos de ellos porque pequeños como son sólo cargan con poco peso, las palomas y todos los pájaros del pueblo aferraron sus patitas al cuerpo inerme y aletearon con toda la fuerza del mundo. Fue así como Tanguy fue ascendiendo, poco a poco, hacia el cielo. Al llegar allí se abrió ese túnel que algunos dicen que hay por ahí arriba.
Entró, y los pájaros piaron dándole las gracias.
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