Se habían cruzado un par de veces en la escalera y habían compartido ascensor pero no sabía dónde vivía. A la pregunta de “yo al cuarto, ¿usted?”, ella siempre contestaba con un lacónico “más arriba”, así que no sabía dónde ubicarla en el monstruo de quince pisos, cuatro puertas por planta.
Era otoño, creía recordar, porque el día que lo cambió todo con Amaia era frío y lloviznaba desapaciblemente. Ella batallaba con cuatro bolsas de la compra y un paraguas que pugnaba por escapársele de la mano ante el empuje de un viento norte que reclamaba un abrigo. Justo al entrar en el portal las leyes de la física vencieron y dos de las bolsas cayeron desperdigando su contenido junto a los pies de él. Ella hizo una mueca de irritación pero mantuvo la cortesía y se excusó. Él se brindó a ayudarla y se agachó junto a ella para recoger latas de tomate, tabletas de chocolate, pastillas de jabón y paquetes de tallarines italianos. Como siempre ocurren estas cosas, el destino se encargó de que sus miradas se cruzaran y se entrelazaran un segundo más de lo debido. Tiempo suficiente para que David quedara hechizado con las pupilas canela de Amaia, con las pecas que formaban constelaciones sobre su piel delicada y con su perfume de jazmín. Tiempo suficiente para que ella se embrujara con el cabello negro y arremolinado de aquel hombre, con sus manos fuertes, con su voz protectora. Porque cuando estas cosas suceden, un segundo da para mucho, como si los sentidos se aceleraran incontroladamente para percibir todo aquello que realmente es valioso. Aquel día averiguó que Amaia vivía en el noveno, que tenía una hija de veinte años que estudiaba en el extranjero y que – aunque nunca se lo dijo así- no era feliz. Subió con ella hasta su casa y le ayudó a meter los bultos y depositarlos sobre la mesa de la cocina. Amaia se disculpó por el desorden y le ofreció una cerveza para compensarle por la ayuda. Y David, que no bebía cerveza, la aceptó y se sentó junto a ella. Se contaron de sus trabajos y de sus aficiones y hallaron que compartían pasión por Bob Dylan y el cine negro. Él, al despedirse, le preguntó si algún día le apetecería ir a ver una película de Perry Mason que reponían en un cine de barrio de las afueras. Ella dijo que lo pensaría, más como cortesía que con convencimiento así que cuando, cinco días después, él se presentó en la puerta con dos entradas en la mano, sintió confusión y miedo.
A la salida del cine, diluviaba. Serían las ocho y él le propuso cenar algo en la cafetería del final de la calle. Encontrar un taxi era imposible, esperar en la interminable cola del autobús una locura, de modo que Amaia aceptó. El destino –siempre urdiendo historias- les sentó en la mesita del fondo, inmersa en aquella luz tenue que arropaba las miradas. Tomaron un plato combinado y un café con leche que se alargó hasta que ella, súbitamente alarmada, le pidió regresar porque era muy tarde. La tormenta empapó sus ropas y sus cabellos. Al entrar al ascensor, él vio la carita adornada por gotitas titilantes de lluvia y le pareció la más hermosa de las imágenes. Ella prendió su mirada de los ojos de David y, antes de llegar al noveno, un beso urgente les convirtió en amantes.
2 comentarios :
Este relato me ha conmovido, es todo tan bonito..parece realmente una pelicula, pero puede ser real, me recuerda a mi novia...no fue en un ascensor pero parecido jeje
una pregunta estas historias las escribes tu? o las copias de algun lado?, sea como sea te felicito por el increible trabajo que estas realizando, me ha conmovido
Muchas gracias.
Sí,los escribo yo,claro
Saludos
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